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Cultura

Notas a pie de página

Fernando Muñoz Castillo

Siempre ando pensando “cosas”, que por ser pequeñas, no pueden escribirse y convertirse en un artículo, reseña, divagación o variaciones sobre un mismo tema; en este caso, es sobre el teatro que se realiza en esta ciudad, a veces en los municipios del estado y que observo desde hace un buen tiempo, o más bien, desde mi estancia permanente en esta mi ciudad.

Un tema que me salta como aquellos que robaban urnas de las elecciones y huían brincando albarradas es que actualmente pocos actores saben hablar correctamente al interpretar a un personaje: sin sonsonete, sin comerse las palabras, sin hablar para sí como si el público tuviera un micrófono al oído. Además, la mayoría de no tiene dicción ni volumen ni sabe matizar, y no creo que sepan leer sus libretos como lo haría un alfabetizado, que estudió una carrera universitaria. Con esto me refiero, pues, tanto a los autodidactas del teatro, como a los egresados de alguna escuela o institución.

Este problema comenzó, según yo, a ser algo “aceptado” por las audiencias en el momento que las estaciones de radio y televisión aprobaron o se hicieron de la vista gorda, contratando a cualquier persona y lo volvieron “locutor(a)”, ya que bastaba con decir chistoretes de mal gusto y malas palabras y que el público aplaudiera como focas que miran sardinas.

Esto ahora lo vemos en el cine, al igual que en los primeros años del cine sonoro mexicano, ya que eran muy pocos (as) los(as) que sabían frasear y decir sus parlamentos sin que el público tuviera que andar adivinando lo que salía de sus labios, y seguir así con el hilo de la historia. Así sucede ahora, ya que los pocos actores que existen, no importa de qué país de Hispanoamérica sean, son hechos a un lado por una serie de actores y actrices que mal hablan el idioma y no sabemos nunca que están diciendo, aunque a ellos sean a los que les den los premios, ya que a los jurados y críticos (as) les interesa premiar a sus cuates los directores, y como el público no dice nada, como los zombis come cerebros, pues el mal sigue regando las huertas del séptimo arte. Y en el arte escénico sigue sucediendo cada vez con mayor frecuencia para tristeza y decepción que aleja al público del teatro made in Yucatán.

La música enganchada a los oídos a todo volumen, así como la contaminación auditiva de la que somos objeto en todas partes y las 24 horas al día –al lugar que vayamos a desayunar o comer o cenar, la música no deja de sonar, impidiendo que uno pueda conversar con sus contertulios–, mientras siga siendo algo aceptada y hasta peleada por los ya sordos, hará que la falta de audición siga creciendo, así como la incomunicación verbal y no verbal, porque lo único que ven, miran y observan es su teléfono celular, estén en dónde estén.

En menos de una generación se cerró el círculo de la incomunicación y de los vedados a la diferenciación entre el sonido y el ruido.

La música a altos decibeles comenzó con nuestra generación, la de mayores de sesenta, cuando empezamos a asistir a las discotecas y después a los centros nocturnos y a los conciertos mal sonorizados.

Parece que la civilización es el arte de volver inservibles a los seres humanos.

¿Regresaremos otra vez, en algún momento, a saber gozar del silencio, y del sonido de la voz humana, del sonido de los animales, del aire y de la música?

Esto no quiere decir que apoye a los extremistas “fuereños y extranjeros” que quieren una ciudad sorda, muda y manejable para sus propios intereses egoístas y excluyentes. Comenzando con excluir la alegría de los jóvenes.

Sobre esto se podría armar todo un panfleto o un exordio o simplemente una buena conversación alrededor de una mesa de café con grecas olorosas y humeantes.

Esto me recuerda la historia del café, escrita en el café El Louvre durante varios días, en que su autor llenó varias mesas con tazas de café expresso o grecas como las llamaban en ese tiempo. Creo que iré a la Biblioteca para volver a leer ese librito, porque así era su formato, ya que el mío (era de mi abuelo y él me lo regaló), no recuerdo en manos de quien acabó.

Continuará.

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