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Cultura

El cine-teatro Apolo de Cansahcab E

José Trinidad Aranda Aranda

l cine-teatro Apolo fue la catedral de la diversión en Cansahcab durante décadas. Por su singular pantalla desfilaron estrellas del cine norteamericano, como Jimmy Stewart, Clark Gable, Ava Gardner y Rita Hayworth; del cine mexicano, Pedro Infante, Jorge Negrete, Mario Moreno; así como del cine español, Pily y Mily, Joselito, etc. A mí me tocó ver las películas de Rigo Tovar y su Costa Azul, entre otras.

Sus orígenes se pierden en “la noche de los tiempos”; fue escenario de una época dorada del teatro en el pueblo, fomentado por la familia Herrera. Sí, la misma de don Rubén Darío Herrera, “el rey de la jarana”, por medio de lo que se conoció como el “cuadro cultural”, cuya sede era el cine-teatro Apolo, lugar en el que muchos artistas locales se fueron puliendo, hasta que llegaron a presentarse con éxito en el teatro Peón Contreras con las obras que adaptaba precisamente don Rubén.

Muchos años después, el señor Eddie Aranda Rosado y compañía continuaron con la tradición de escenificar con gran éxito sketches y parodias de diversas obras de corte humorístico en las que se lucían no solo las aptitudes histriónicas, sino también la habilidad de músicos y escenógrafos locales.

Volviendo a la historia antigua, mi padre contaba una anécdota que él no vivió, pero que se la refirió mi abuelo y que permite ver lo que significaba el Apolo para la comunidad. Resulta que un buen día llegaron al pueblo unos individuos, dizque a embargar el cine, pero la diligencia no se limitaba a tomar nota de los bienes para que quedaran “virtualmente” a disposición del acreedor, sino que materialmente se iban a llevar los equipos y el mobiliario. Habiendo cundido la noticia “como reguero de pólvora”, la gente del pueblo fue a impedir que desmantelaran su cine, y se dice que se llegó al extremo de que cuando se enteraron del porqué de la medida, decidieron hacer una cooperación para juntar el dinero que fuera necesario para salvarlo; inclusive la gente de condición económica más difícil, lo cual motivó a un señor bastante pudiente de la época a aportar una fuerte cantidad, casi igual a la que ya se había reunido, con lo que el peligro se conjuró y el cine siguió funcionando como siempre.

¿Cómo terminó el problema del adeudo? No se sabe, sin embargo, lo importante aquí es el gesto motivado por la importancia que el lugar tenía para la gente de Cansahcab. Los principales nombres de los protagonistas se han perdido con el devenir del tiempo, ojalá algún día los sepamos para darle mayor veracidad al relato, aunque como anécdota no lo necesite.

Cuando conocí el Apolo, ya era un inmueble bastante vetusto, le hacía falta pintura, las tablas que formaban sus paredes tenían las incontables huellas de muchísimos clavos que habían servido para sujetar los anuncios de las películas que habían sido proyectadas, y el gastado piso de cemento hacía imaginar las miles de pisadas de las personas de todas las edades que habían pasado ahí alguna vez.

Podemos decir que el Apolo era como esos personajes que tienen, valga la redundancia, personalidad múltiple, puesto que siendo el único espacio especialmente hecho para proyectar películas, se vestía de gala para presentar una gran producción alabada por la crítica y cuya clasificación era apta para toda la familia, se ataviaba un poco más informal para “pasar” una película para niños o jóvenes, y también sabía ponerse serio o hasta reservado, con cierto rubor, cuando el material a proyectar era “solo para adultos”.

Recuerdo que una noche de sábado, siendo muy pequeño, entré al vestíbulo del Apolo llevado de la mano por mi madre, quien le preguntó al popular “amigo” –personaje que recogía los boletos a la entrada de la sala– si la película que se iba a proyectar esa noche estaba “bonita”, como aún suele decirse, y este le contestó que no se la recomendaba, trataba de “pura aventura”. Esa noche aprendí que había que tener cuidado con las películas, pues algunas no eran recomendables, aunque me quedé pensando que aquello de “pura aventura” podía ser también algo muy interesante.

Como he dicho, de pequeño me llevaba mi madre junto con mis hermanos y he de confesar que en ocasiones la clasificación era un poco laxa, o el criterio cinematográfico de mi madre en aquel entonces era muy amplio, o no sé qué, el caso es que quedó muy grabada en mi mente una película cuyo título era algo así como “Oye Salomé”, en la que la protagonista, una Sasha Montenegro en el mayor esplendor de su atractivo, daba vida a un personaje con doble personalidad que durante el día era una concertista mojigata, y de noche se transformaba en un auténtico volcán que despertaba las más ardientes pasiones en los hombres que la veían con su entallado vestido de lentejuelas rojas, que contrastaban con su blanquísima piel que…

En otra ocasión fuimos a ver El planeta de los simios, con Charlton Heston, y aunque no le entendí mucho, la verdad, he de reconocer que me causó una fuerte impresión ver a la chica de Nueva York, enterrada hasta el cuello en las arenas de una playa, mientras el héroe de la historia lanzaba maldiciones en contra de los líderes mundiales de su tiempo por haber provocado el fin de la civilización humana. Recuerdo que al encenderse las luces (bombillas incandescentes de 100 watts), vi en muchos de los rostros de mis coterráneos cierta expresión entre asustada, perpleja y confundida, y mientras recorríamos el pasillo central rumbo a la salida, remontando el levísimo declive del piso, mi hermana se encontró con un compañerito de la escuela a quien por su color apodaban “Pandeleche”, y le preguntó si había entendido la película, y este muchacho con toda la sinceridad del mundo respondió sonriendo: No.

Seguramente al igual que yo, en Cansahcab y en otros pueblos que tuvieron cine muchos recuerdan la sensación emocionante de estar en medio de la oscuridad de la sala y empezar a escuchar el ronroneo del proyector mientras corría la película y el haz de luz que se agrandaba conforme se acercaba a la pantalla, y en el cual se veían reflejadas las partículas del polvo que siempre están en el ambiente.

Ya mayorcito iba solo, o en grupo para armar relajo, como se dice vulgarmente “cañón”; empezó a degenerar, el hecho de ir a ver una película, lo que se buscaba era un lugar de reunión en donde se pudiera “echar relajo”, y de camino que nos contaran una historia, pero ya no importaba si la película era buena o mala, exitosa o no, había que ir al cine a ver a los cuates, a festejar los fallos en la proyección (mientras injustamente se proferían insultos al operador del equipo), a ver si un personaje tenía parecido con algún conocido para luego apodarle con ese nombre, a chupar chinas para luego tirar las cáscaras a algún xux que de pronto descubríamos pegado en la estructura de madera del techo. En fin, había otras finalidades diferentes, pero siempre concordantes con la experiencia lúdica que el cine conlleva.

Para los años noventa, el Apolo había dejado de funcionar quedando en pie –al final de esa década– únicamente la fachada del edificio y la reja plegable que separaba el vestíbulo de la sala de proyección. Pero esto no duraría mucho, al amanecer el día 23 de septiembre del año 2002, luego del paso del huracán Isidoro, la vieja fachada de mampostería había caído casi en su totalidad, quedando apenas dos tramos de ella de aproximadamente un metro y medio de alto.

Ese fue el final material del cine-teatro Apolo, pero estoy seguro de que durante mucho tiempo, para los cansahcabeños de mi generación o mayores, bastará cerrar los ojos para evocar la oscuridad emocionante, el ronroneo metálico del proyector y el haz de luz iluminando las partículas de polvo, hasta el día en que en las películas de nuestras vidas aparezca la palabra FIN.

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