Ariel Avilés Marín
Hace apenas dos semanas, en su natal villa de Tixkokob, dejó este mundo terrenal un genial artista del pincel, los colores y las formas, don Valentín de la Cruz. Valentín de la Cruz fue un modesto, discreto y poco difundido genio de la pintura, del óleo específicamente; sus obras engalanan un nutrido número de salones, pasillos, bibliotecas y hogares yucatecos en general. Desde fines de la década de los sesenta, no había casa de Mérida donde hubiera amantes de la pintura clásica, que no deseara colgar en sus paredes un cuadro de Cruz, como en forma por demás sencilla, firmaba sus obras.
Valentín de la Cruz fue nativo de Tixkokob, Yucatán; muy pocas veces salió de su pueblo natal. Era verdaderamente notable ver cómo a su modesta casa, ubicada a la vuelta del Palacio Municipal de la villa, desfilaban un sinnúmero de gente de todos los niveles, con el único objeto de obtener un cuadro del artista. Don Valentín, por talento natural y con muy pocos estudios técnicos en la materia, inicia su camino por el mundo de la pintura al óleo como un pintor costumbrista y regional. Sus primeras creaciones eran escenas de la vida cotidiana de su pueblo. En sus lienzos primigenios se podía encontrar a los cortadores de pencas de henequén regresando a sus hogares machete en mano; o bien a las comadres marchando al molino, platicando con sus palanganas de peltre en las cabezas, llenas de nixtamal; o el cazador con su escopeta terciada a la espalda, en sus bicicleta y acompañado de sus perros.
Poco a poco, y como bien dice el refrán, la práctica hace al maestro, y sus concepciones de los usos y costumbres regionales, retratados en sus lienzos, fueron adquiriendo una calidad por demás superior. Una de sus más notables creaciones de este período, ya más perfeccionado de su obra: Xtabay, en la que la misteriosa aparición de la tradición maya aparece rodeada de nopales, los cuales le servían para peinar su larga cabellera.
A fines de la década de los sesenta, ocurre un encuentro que podemos calificar de providencial, se da una coincidencia entre don Valentín de la Cruz y el experto en arte y docto anticuario Enrique Pacheco Rivas. Pacheco Rivas era un refinado hombre, profundamente conocedor de todas las manifestaciones del arte universal; lo mismo te podía hablar de teatro, de arquitectura, de cine, de pintura, de artes decorativas, y todo ello fundamentado en libros, tratados y catálogos de la materia. Pacheco ve en la habilidad pictórica de Valentín de la Cruz, al genio que llevaba dentro y lo encamina a lo que llegará a ser el gran éxito de su vida: el arte de copiar a la perfección, cualquier cuadro célebre que cayera en sus manos, siempre y cuando viniera de una buena litografía, fotografía o cualquier otro medio impreso, era copiado por Cruz con una fidelidad verdaderamente asombrosa.
Pacheco le va encaminando a conocer a grandes artistas del pincel como Canaleto, Rubens, Tiepolo y muchos grandes maestros de la pintura clásica. Muy pronto va realizando para la maravillosa colección de Pacheco Rivas una reproducción completa de la pintura galante del siglo XVIII; en las paredes de su casa, Enrique tenía copias asombrosamente perfectas de obras de Watteau, Boucher, Nather, Fragonard, Chardín y muchos más.
Tengo noticia, por primera vez, de don Valentín Cruz en el año de 1970, en la junta de la Academia de Maestros de Física, y esta me llega por la persona del químico Armando Muñoz Barahona, el popular “Twain Muñoz”, quien me comenta: “Me acaban de pintar una copia maravillosa de La última cena, de Salvador Dalí, y no te imaginas que buena copia me hicieron”, al inquirir sobre el autor de la copia, el “Twain” me dice: “Hombre, de quien ha de ser, de Cruz, el de Tixkokob”. Esta plática despierta mi curiosidad y don Armando me invita a su casa y al entrar a su comedor me quedo totalmente maravillado ante la obra. La fidelidad de la copia era verdaderamente asombrosa. Más adelante, al empezar a frecuentar la casa de Enrique Pacheco, voy conociendo los cuadros que, uno a uno, va elaborando don Valentín para la galería privada del anticuario. Copias fidedignas de los originales que Pacheco poseía y que yo recuerde con especial atención lo fueron: La pastora galante, de Boucher; La dama del papagayo, de Vicente Tiepolo; El gran canal de Venecia, de Canaleto; o La mangosta, de Watteau.
Mi interés por la obra de Cruz va creciendo cada día, me intereso en tener algo pintado por él. Mi buen amigo, el Lic. Carlos González me lleva a su casa en Tixkokob y mi sueño se hace realidad. Llevo conmigo dos fascículos de la colección “Historia del Arte” en los que hay dos excelentes impresiones de un par de obras de Goya: La joven del abanico y el Retrato de doña Francisca Sabaza García. Don Valentín Cruz ejecuta para mí las asombrosas y fidedignas copias que hasta hoy lucen en las paredes de la sala de mi casa. Años después, en 1992, tengo la oportunidad de ver en vivo los originales de ambos retratos; La joven del abanico, en el Museo de Louvre, y el de doña Francisca Sabaza, en el Museo del Prado. No pude evitar sentarme a contemplar largamente los originales, lo hice porque ambos cuadros me gustan, pero más por el asombro de comprobar la excelente calidad de las copias que poseo.
Hace ya muchos años, al iniciarse la actividad de Mérida en Domingo, que surgió en forma espontánea en el parque de Santa Lucía, por iniciativa de gente como don Emmanuel Rivero, don Pedro José Castellanos y don Rubén Ojeda, me encontré en el bazar de Pedro José una buena copia de La Mona Lisa, de Da Vinci, firmada por V. de la Cruz. Así inició firmando sus cuadros el gran artista de Tixkokob, tiempo después, abreviaría su rúbrica y firmaría simple y sencillamente: Cruz.
Don Valentín de la Cruz fue un hombre sencillo, trabajador y talentoso; nunca tuvo la pretensión de ser reconocido como el gran y maravilloso artista del pincel, la forma y el color que fue. La calidad de su obra creadora abraca tanto su creación como pintor costumbrista regional, como la del copista inigualable que produjo las copias maravillosas y fidedignas de grandes obras maestras de la pintura universal. Su labor creadora abracó hasta los últimos días de su vida, se desligó de su forma terrenal a la friolera edad de noventa y cinco años, y hasta el último día de su vida, sonrió al día de mañana con un pincel en la mano y su colorida paleta en la otra. La parca inexorable lo llevó en medio de una cauda de luz y de color que dejó su fértil obra aquí en su tierra natal, Yucatán.
Seguramente, si miramos con atención en la sala, el comedor, la biblioteca o cualquier habitación de una casa de Mérida, si nos fijamos bien, seguramente encontraremos muchos cuadros maravillosos firmados sencillamente: CRUZ.