Conrado Roche Reyes
Dicen los que han estudiado casos similares, que los grandes embaucadores, farsantes y fraudulentos, morfológicamente son de apariencia más agraciada que el promedio. Allí tienen ganado el 80 % de su embuste, el resto si ya es puro rollo. La gente, en especial las mujeres, le creen a este tipo de personas, que además se dedican a esto en cuerpo y alma, por lo que ya tienen ganado cierto aplomo, y algunos se llegan a creer sus propias mentiras, falsedades y falacias. Son tan hábiles en esto, que hasta sus cercanos, como lo sería su familia, llegan a apoyar totalmente sus embustes, e iría más allá, se lo llegan a creer.
Tal es el caso que a continuación les platicaré. No es un producto de mi calenturienta imaginación, sino un hecho real que incluso viví en parte.
El sujeto protagonista del relato estaba ahora con la personalidad de un piloto aviador. Se cambió el nombre, como cada vez que tramaba un embuste. Su principal motivación estribaba en obtener los favores de las mujeres, seguido, o mejor dicho pegado, con una ganancia económica. Y no era de poco dinero. En varias ocasiones, en algunas de sus profesiones obtuvo pingues ganancias, engañando a verdaderos tiburones de la industria, empresarios y hasta a los más endurecidos políticos, sin faltar obviamente los gays, estos eran pan comido para el ahora CPA (capitán piloto aviador) Silvano Amor.
Andaba vestido con el uniforme completo de quienes ejercen dicha profesión. Con su gorra y sus aguilitas en la solapa. Se encontraba embaucando a una bella y ricachona mujer en esta ocasión.
Pasaba yo caminando por el restaurante Impala, hallá en donde comienza el Paseo Montejo y lo miré en una mesa con dos señores forros, una de ellas la que anteriormente mencioné. Iba vestido de piloto, con todas las de la ley. Los meseros se desvivían en atender al “Capitán”. Ellas, en el séptimo cielo. Este personaje me hace señas para que me acerque a su mesa. Sin pensarlo dos veces, me invita. “Pide lo que quieras”. Después de suculenta cena, pide la cuenta.Evidentemente y con grandes muestras de preocupación, se revisa el “aerostatito” flus, los bolsillos y exclama con gran vehemencia. “Se me olvidó mi tarjeta de crédito, pero ahora lo arreglo”. Ellas, amabilísimas se dijeron sentir ofendidas. No faltaba más, ellas pagarían la cuenta, cómo iba a ser que todo un piloto de Iberia, que por entonces llegaba a Mérida, iba a sufrir la humillación de suplicar o pedid favor a un X’la mesero. Pagaron un cuentorrón. De ahí, debían de llevar al Capitán Amor al aeropuerto, ya que esa noche tenía vuelo a Madrid. Lo llevamos al puerto aéreo. Él, con su maletín, su tacuche y con paso firme, quién sabe cómo entró al área restringida ante el “Buenas noches, Capitán” del vigilante. Observamos cómo desapareció entre una bruma de aeromozas y pilotos y gente de la aeronave. Ellas y yo –en el carro de la escogida fuimos– y tras los ventanales, en el alféizar de la ventana observamos el vuelo de la enorme aeronave de la línea Iberia. La escogida se persignó y musitó una pequeña oración.
De ahí, fuimos al extinto café El Louvre a cafetear y platicar un rato. Al cabo de una hora, se presenta aún vestido de piloto el Capitán Amor. Lo miramos como quien ve a un fantasma –excepto yo que ya lo conocía muy bien–. “¿Qué pasó, Capitán, le dije, no volaste a Madrid? Hice la pregunta con la intención de salvarlo pensando me iba a contestar que el vuelo se había cancelado por una tormenta o algo por el estilo. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando me respondió, ante ellas: “Sí, ya fui pero ya regresé”, pero lo dijo con tal convicción que por poco le creo hasta yo. Entonces le digo que ese viaje duraba como ocho horas. Aquí ardió Troya. Las dos mujeres, como fieras enardecidas y con rabia, acometen contra mí. “¡Cómo te atreves a dudar de la palabra del Capitán! Por supuesto que ya fue a Madrid y ya regresó, ¿no lo oíste?”, me dijeron casi agrediéndome físicamente. De ese tamaño.