Hasta en el más recóndito y pequeño centro de población en el estado de Yucatán se verifica la fiesta anual, generalmente en honor al santo patrón del lugar. Estas fiestas son esperadas y preparadas con gran expectación y entusiasmo por todos los habitantes del lugar.
En las comunidades con mayor peso demográfico y económico, aquello toma proporciones muy importantes. Viene siendo, además del enorme fervor religioso, la llamada “feria” que se complementa con las actividades netamente religiosas. Desde días antes, los juegos mecánicos ya están siendo instalados en algún lugar específico, los “palqueros” ya construyeron el coso taurino, hasta de tres pisos, con maderas y palma de guano, para los festejos taurinos. Estos constan de corridas de muchos toros, aunque solamente uno o dos son los llamados “de muerte” y llevan pintado al lomo la calavera con los huesos cruzados en la parte baja, exactamente igual a las banderas de los piratas, y una leyenda que dice “promesa a la virgen”. Los demás, después de ser toreados por los humildes toreros, casi todos en estado de embriaguez, son sacados del ruedo vivos ante una nube de lazos que le lanzan ochenta mil vaqueros. En Chumayel he visto corridas de más de veinte toros.
La entrada y salida de los gremios es acompañada por el gran estruendo de los voladores que son lanzados al aire y encendidos por algún experto con una colilla de cigarro. Esto dura todo el día y parte de la noche.
La gente se pasea por los puestos de fritangas, juguetes y artesanías, la famosa “lotería y no borren” y otras diversiones. Entre coqueteos, los jóvenes se pavonean. Por la noche, se ha contratado a algún prestigioso conjunto musical de Mérida que amenizará los bailes en el Palacio Municipal. Estos ejecutan toda clase de variada música, con predominio de la cumbia yucateca. Porque has de saber, amigo lector, que cierto tipo de cumbia es irremediablemente yucateca, con letras explícita e implícitamente sexuales.
Pero, además, algunas tradiciones que en ciertos pueblos se han extinguido, en otros continúan con estas bonitas costumbres, como el día de jarana. De lo que queda de las haciendas y de los pueblos circunvecinos acuden verdaderas expertas en el arte de jaranear –no “aporreadoras de zapatos”, como decía mi nana–, con elegantes y preciosos ternos bordados con mucho arte y pericias para la competencia. La mamá de Armando Manzanero, doña Juanita Canché, continuó siendo campeona de jarana pasados los sesenta años.
Se lleva a cabo el juego entre los varones llamado “Dzop sandía”, que no es más que una fruta a la que cuelgan como piñata y a puñetazo limpio la van abriendo tomando y comiendo el delicioso y dulce fruto conforme este va cayendo.
Asimismo, se baila el “pol kekén” o danza del cochino.
La bajada del santo o virgen patrona del lugar constituye el punto culminante de la fiesta del pueblo, llevándola los feligreses en andas hasta el coso taurino, en donde le dan la vuelta al ruedo a la imagen religiosa. Y como se trata de los pocos días en que esta gente tiene para olvidar su miserable y nada amable vida, es de esperarse que el licor circule siempre alegremente. Comida, bebida y baile en abundancia alegran los corazones del pueblo llano.