Joaquín Tamayo
Charles Bukowski ha sido en su muerte tan virulento e iconoclasta como lo fue en vida. Sus novelas, cuentos y poemas siguen en guerra, “pelean a la contra” siempre con la guardia arriba por ganar más lectores, sumando nuevos prosélitos a la rebeldía de su obra.
Su epitafio, además, es una prueba: “Ni lo intentes”, dice la lápida donde reposan (¿reposar?... resulta raro utilizar ese verbo en el caso del escritor) sus restos en un cementerio de Los Angeles, la ciudad que amó con el vehemente empeño de quien odia.
La biografía Hank, la vida de Charles Bukowski (1920-1994), de Neeli Cherkovski, ha reforzado el mito de este poeta y narrador y del carácter perdurable de una cincuentena de sus títulos, tan queridos por unos y tan rechazados por otros.
Desarrollada con penetración crítica, amenidad y soltura, la pieza no es un tratado erudito, tampoco encaja con el examen académico de los estudiosos; su senda es distinta: aborda a un personaje de manera vertiginosa. La literatura se vive, no es un acto contemplativo. Así podría resumirse. No hay en el libro complacencias y, a cambio, proyecta a un ser humano misántropo pero justo, pleitista aunque honesto, decadente y entusiasta, irascible y humorista, paranoico y lúcido, voluble y leal hasta el extremo.
Era alguien a quien le gustaba incomodarse y, como indica el cliché, tenía severos problemas ante cualquier manifestación de autoridad.
Una de las bondades del trabajo de Cherkovski consiste en su destreza para retratar desde adentro, desde las vísceras más profundas, cómo se fue gestando la creación de un legado potente, descarnado, y la figura mediática de su autor. Bukowski edificó al detalle su imagen pública: la del bebedor majadero, el misógino y culpígeno, el trompeador, el apostador consuetudinario del hipódromo, el perdedor violento.
A veces suele ser más interesante la historia que subyace en la construcción de una obra de arte que la obra en sí misma. En Hank, el biógrafo recorre con precisión los momentos significativos del poeta, sus epifanías y sus caídas. Su aventura existencial. El mérito aquí radica en que Cherkovski, mejor dicho, la mirada de Cherkovski, atrapa episodios que su biografiado había contado y recontado en muchos de sus textos (“en literatura, para qué ver más allá de la vida de uno”, era el mayor de los preceptos del escritor) y los hace aparecer como nuevos.
Cherkovski explica los antecedentes y las condiciones sobre los cuales se concibieron los poemarios, los cuentos y las novelas del “viejo indecente”. Esta biografía es también la memoria del biógrafo en torno a una de las etapas más enriquecedoras de su carrera, al lado de su amigo y admirado maestro.
El texto no escamotea datos ni anécdotas: recorre la niñez del futuro artista sometido por un padre brutal, cuya frustración descargaba en el hijo con palizas demoledoras.
“Mi padre –dijo Bukowski- fue mi mejor maestro de literatura. Me enseñó a sobrellevar y a resistir el dolor. Un día, mientras me golpeaba, dejé de llorar para siempre (…) Los dioses me dieron una coraza”.
La inseguridad infligida por su papá se agravó cuando en la adolescencia el muchacho sufrió un acné corrosivo, el cual casi logró desfigurarlo. Pústulas supurantes estallaban en su rostro. El padecimiento lo volvió huraño, distante; después ingresó a la universidad de periodismo; desertó para convertirse en vagabundo. Vivió de modo indigente durante una década, intentando la palabra, encapsulando la experiencia íntima en sus poesías y en sus primeros relatos.
Ahí nace “el hombre de hielo”, de acuerdo a la definición de sí mismo. Ahí arranca un acervo pródigo en poemas totalmente apartados del canon y de la retórica de entonces. Lejos del esplendor de la belleza, muy cerca de la oscura verdad.
“Pues lo posible es mejor que lo perfecto”, repetía frente al menosprecio de los críticos.
Bukowski le hablaba a la gente de la calle, al pueblo y esa crudeza exenta de ornamentos llamó la atención de los editores de revistas marginales. Uno de ellos fue John Martin, fundador de Black Sparrow Press, quien hacia fines de los setenta le propuso que dejara su empleo en la oficina postal para dedicarse de lleno a la escritura. Martin le daría 100 dólares al mes.
Al poco de cumplir 50 años, llegaron las novelas Cartero, Mujeres, Factotum, La senda del perdedor y los libros de cuentos Se busca una mujer, Música de cañerías, Escritos de un viejo indecente, La máquina de follar y junto con ellos se levantó uno de los alter egos más famosos de la historia: Henry Chinaski, el proteico desdoblamiento del escritor.
De Bukowski se han recalcado hasta la saciedad determinadas etiquetas: su relación con el alcohol, su obsesión sexual, su afinidad a los ambientes sórdidos y a las desgracias de los derrotados; realismo sucio le pusieron los editores para venderlo mejor. No era necesario. La suya es una literatura que se defiende sola; su poderío estriba en el humor, en el desparpajo para reflejar el patetismo de la gente, la barbarie, la bajeza del mundo, a través, ahora sí, de un genuino estilo desnudo de cualquier posibilidad de adorno, de acartonamiento estético o de expresión embelesada.
Como sucede con todos los escritores prolíficos, su bibliografía registra altas y bajas. No obstante, algunos de sus cuentos son composiciones sin parangón. Conozco al maestro, Deje de mirarme las tetas, señor, No hay camino al paraíso, La muerte del padre, Maja Thurup, El gran poeta y No fue exactamente Bernadette son estructuras ejemplares de narrativa breve.
En estos relatos se advierte la fuerza prosística de Hank –su apodo familiar– para las distancias cortas, para cerrar con perfecta simetría el texto que describe. No hay párrafos de transición o diálogos prescindibles. Resalta su humor cáustico, por mencionar una referencia, en una historia del viejo oeste:
“Era obvio que Big Bart se ponía cachondo con Rocío de Miel. No podía apartar sus ojos de ella (…) una vez mirándola se cayó de su caballo. Uno de los cocineros indios se puso a reír. Quedó un solo cocinero indio”.
El poeta y ensayista Neeli Cherkovski concluye con el paisaje de la reconciliación entre él y Hank luego de años de ruptura. La ambivalencia y el temperamento paranoico de Bukowski los había alejado. Poco después, Hank terminaría vencido por la leucemia, mientras gozaba del dinero, la popularidad y el reconocimiento literario.
Algunas de sus piezas trascenderán el tiempo: Hollywood y Pulp son buenas novelas; sátira de la industria del cine, la primera, y parodia de los autores de ficción policiaca, la segunda. Su obra completa es en sí un mosaico de sinceridad, diría John Martin, su editor; una saga sin pretensiones ni petulancia, una demostración de que no hay que tomarse tan en serio, porque las grandes obras de arte son las que se forjan con las emociones, no sólo con la cabeza.