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Cultura

Ecos de mi tierra

Luis Carlos Coto Mederos

Manuel Navarro Luna

III 639 Doña Martina (fragmento)

La luz mía, pura y tierna, más de cien años brilló. Como era una madre, yo llegué a pensar que era eterna. La sombra que nos gobierna desde su sombra infinita, un luminar necesita para la muerte alumbrar… ¡y ya tiene el luminar de mi dulce viejecita!

***

Llegué a pensar: si ella ha sido cien años de luz, quizás pueda vivir muchos más de los que hasta aquí ha vivido. Porque quien así ha podido tan larga vida vivir… ¡oh muerte, debe seguir, con su lámpara encendida, iluminando la vida sin cansarse ni morir…!

Acariciándola un día sentí que su ancianidad en piedra de eternidad y de luz se convertía. ¡Qué alegría, qué alegría mi espíritu traspasó…! ¡Pero después que murió, y ahora que ya no la veo, nadie ha llorado –yo creo– como estoy llorando yo!

Vivió cien años porque era generosa cual ninguna. De doña Martina Luna, como de la primavera, puedes decir: ¡Qué manera de dar luz y de dar flor! Todo lo que hace el amor doña Martina lo hizo, porque jamás ella quiso dejar de hacer lo mejor.

***

Ni un día, ni un solo día de esperarme ella dejó en su puerta, y siempre yo parada allí la veía. Al llegar me sonreía como ramita despierta. ¡Ya está muerta… ya está muerta mi viejecita adorada, y sigue, sigue parada esperándome, en su puerta.

En el barrio su escuelita era como una lección, era como el corazón de la heroica viejecita. Aquella luz infinita que irradiaba su bondad, ¡con qué limpia claridad iluminaba la escuela donde enseñaba una abuela una inefable verdad!

*** En la mísera barriada su escuela fue como un templo de gracia y luz: un ejemplo de ternura iluminada. Era como una mirada hacia otro mundo mejor: Un celeste resplandor que aún apagado ilumina… ¡Como que es doña Martina que sigue enseñando amor!

Ella me enseñó a leer como ella enseñar sabía: regalando la alegría luminosa de su ser. Era, más que una mujer, un alma maravillosa; el alero de una rosa prendida en el arquitrabe de la ternura… ¡Quién sabe qué celeste mariposa…!

*** Ha muerto lo que tenía que morir, muriendo ella. Ahora yo voy a la estrella que hacia su seno me guía. El dolor y la alegría del mundo quedan atrás. ¡Ya no ha de brillar jamás la que cien años brilló! ¿Si tanto me acompañó… no debo llorarla más?

Este dolor si es dolor… pero en ti, muerte, no creo, pues ahora que no la veo yo la estoy viendo mejor! En el pecho que hay amor no hay muerte. Para el que ama el amor su pura rama en estrella la convierte y hasta con la misma muerte después aviva su llama.

Debo estar agradecido a mi madre, que vivió más de cien años, y no tuvo, al morir, un gemido. Su rostro de luz ungido, en su ataúd sonreía. ¡Yo no sé lo que tenía mi madre en la excelsitud de la muerte: Su ataúd con ella resplandecía!

*** En su luz de primavera, como era una madre fuerte, escogió la mejor muerte para que yo no sufriera. Muerte de luz verdadera; muerte para no llorar; muerte sólo para andar el camino que me cuadre, donde, sin muerte, mi madre ¡yo sé que me ha de esperar!

Como estaba acostumbrado a verla todos los días… a renovar alegrías y esperanzas, a su lado… ahora, a veces, olvidado de que ya en casa no está, salgo a verla, y cuando ya voy a trasponer su puerta… ¡vuelvo a saber que está muerta y que verme no podrá…!

*** A la certidumbre asido de que ella no iba a morir… ahora no sé si vivir en este andar sin sentido, soy como un mástil herido sobre la cruz de una estrella. Y en la luz, que amor destella, hablo, pero no soy yo… ¡Morí cuando ella murió y me enterraron con ella!

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