Por Pedro de la Hoz
Violeta Parra había dicho a su amiga, la folclorista Margot Loyola: “Una, comadre, tiene que decidir el momento de su muerte. Decidiré el momento en que quiero morir”. Escogió la tarde del 5 de febrero de 1967. En la soledad de la carpa donde residía y actuaba, en Santiago de Chile, tomó un revólver y se disparó en la sien.
Al conocer la noticia, la peruana Chabuca Granda sintió un corrientazo. Pensó que una guitarra se había partido en dos y fue madurando su homenaje a una de las más grandes trovadoras que América ha conocido.
No pasó mucho tiempo para que escribiera Cardo o ceniza. Se puso bajo la piel de Violeta, la mujer que fue a Bolivia dos veces con la ilusión de recuperar a su último amante, el Gringo Favre, un suizo trashumante, y lo encontró casado. Del último viaje se trajo un charango de regalo y un revólver que compró a un fugado de la cárcel. Decía era para cuidar la carpa. Trató de luchar contra la depresión y el desamor; el mejor testimonio de esa batalla se halla en la tremenda música y los tremendos versos de Gracias a la vida. De nada sirvió, entre el recuerdo evanescente del Gringo y la poca suerte del público en la carpa, entre el viento del sur y el desespero ante la política –en la carta hallada a sus pies tras el suicidio escribió: “El presidente Frei es un farsante. Fidel es un romántico. Lenin se equivocó. No quiero que mis hijos sean más cobardes”-, terminó por matarse.
Chabuca poseía ya por entonces un alto techo de vuelo. En Perú se le admiraba como la más acabada expresión del criollismo contemporáneo. Trascendía su visión de Lima, la del barrio de Barranco y sus casonas afrancesadas de inmensos portales y jardines, la de Fina estampa, José Antonio y Puente de los suspiros, la de La flor de la canela, esencial en esta historia como veremos.
Quién sabe si el drama de Violeta se recortaba sobre su propio drama. En 1942 Chabuca había casado con el brasilero Enrique Demetrio Fuller da Costa, padre de sus hijos Eduardo Enrique, Teresa María Isabel y Carlos Enrique. Fuller celó a Chabuca y no admitía que ella tuviera vuelo artístico. La unión se rompió. Y Chabuca, determinada a no ceder en su vocación. Ganó en 1948 un concurso por la Municipalidad del Rímac con el vals Lima de veras. Y de veras creció hasta más no poder.
Cardo o ceniza no es un vals criollo; responde al canon de la música afroperuana. La versión de Chabuca es referencial, pero existan otras de muchísimo mérito. Eva Ayllón asumió desde buen tiempo atrás ese tema en su repertorio, pero sólo hasta ahora lo enrumbó hacia un maridaje con la música afrocubana, o mejor dicho a secas, cubana. Lo hizo en La Habana, donde ofreció el pasado sábado un concierto en la sala teatro del Museo Nacional de Bellas Artes, acompañada por una banda liderada por el contrabajista y orquestador Jorge Reyes.
Eva defiende con garra y alma su condición afroperuana. Aunque los descendientes de los esclavos arrancados de sus tierras y trasplantados al virreinato de Perú, se mestizaron en diversas medidas con pobladores originarios y colonos –nacieron así los llamados zambos y mulatos–, la marginación espacial –concentración en las franjas norte y central de la costa del Pacífico– y, más que todo, la marginación social –pobreza, vulnerabilidad, acceso limitado al mercado laboral–, consagraron una visión reduccionista y tópica de una comunidad sin la cual no puede concebirse la identidad de la nación andina.
De ahí que la toma de conciencia de la afroperuanidad, de sus valores auténticos, ha constituido una larga saga de resistencia y afirmación en la cual Eva Ayllón, desde la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, asume una actitud respetable, sustentada en sus proverbiales dotes interpretativas y en la manera en que ha sabido insertarse en la industria del espectáculo.
El recital habanero de Eva comenzó con La flor de la canela, de Chabuca. Nadie ignora que un cubano reinventó la canción como para hacerla a su manera irrepetible. Ni que ese cubano extraordinario había dejado de ser Ignacio Villa para ser conocido como Bola de Nieve. Pianista, cantante, de píel negra y cabeza redonda, entonabas las canciones con una originalidad sin tasa. Emoción y sorpresa en cada giro suyo, con una voz que, como él mismo decía, era de vendedor callejero de mangos.
Este verano a Bola se le hace memoria mediante un espectáculo en España. Un espectáculo que se ha presentado ante públicos tan variados como los del Festival Pirineos Sur, en Jazz Panorama en Torrent, en Salamanca o en el Festival Heineken Jazzaldia de San Sebastián. Funde el flamenco y el jazz a cuenta del excepcional dúo formado por Maribel Quiñones, más conocida como Martirio, y Chano Domínguez al piano, quienes alternan las canciones más nostálgicas, las más amorosas, las más populares y las más divertidas que creó o interpretó Bola, con la mira puesta en un disco.
Claro está, aparece La flor de la canela, en la cual explayan sus mejores dotes Martirio y Chano. A Bola no le alcanzó tiempo para encontrarse con Chabuca Granda. Iba a su encuentro en Lima cuando en tránsito hacia la capital peruana sufrió el infarto fatal en Ciudad de México el 2 de octubre de 1971. No le alcanzó tampoco el tiempo para apreciar Cardo o ceniza. Muchos años después, Martirio la incorporó a su repertorio y regaló una de sus más impresionantes versiones.