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Laura Elena Rosado Rosado

La arqueología es una disciplina relativamente nueva para los ojos de la ciencia. No fue sino hasta los siglos XVII y XVIII que el mundo empezó a mostrar interés por hallar y estudiar los vestigios de civilizaciones anteriores, pero es de reconocerse que ha sido gracias a los primeros aventureros buscadores de tesoros y coleccionistas de antigüedades que se desarrolló un método que permite al hombre reconstruir la historia de la humanidad y en gran medida el pensamiento de pueblos y comunidades antiguas.

Uno de los primeros reyes españoles que impulsó el rescate de ciudades y el estudio de los vestigios, fue Carlos III (1759-1788). Cuando gobernó Nápoles y Sicilia, ordenó las excavaciones de las poblaciones sepultadas por el Vesubio en el año 70, Pompeya y Herculano entre otras, y al asumir el trono español dio indicaciones para investigar el pasado de las “colonias” españolas, creándose el Real Gabinete de Historia Natural, para agrupar antigüedades, fósiles y monumentos arqueológicos.

Desde los primeros años de su llegada a América, algunos españoles mostraron interés en conocer y documentar el mundo que descubrieron, tan diferente al suyo, principalmente cronistas militares y religiosos, sin embargo, fueron muchos los que temieron y satanizaron los vestigios que encontraban, lo que dio lugar a una gran destrucción de códices, mapas, lienzos, estructuras arquitectónicas y esculturas o “ídolos” como fueron calificadas.

La llegada del Virrey don Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, segundo conde de Revillagigedo, a finales del siglo XVIII, significó un gran salto en el redescubrimiento y aprecio hacia los vestigios prehispánicos. Es reconocido por muchos como uno de los mejores virreyes de la Nueva España, en palabras de Vicente Riva Palacio en su magna obra “México a través de los siglos”: “…fue sin duda el más famoso de los gobernantes de la Nueva España”.

El virrey Güemes Pacheco, probablemente motivado por las reformas del rey Carlos III protector de las artes y la ciencia, se dio a la tarea de modernizar la capital de la Nueva España e impulsar la cultura entre sus súbditos. Una de sus primeras disposiciones a su llegada fue la de ordenar en el año de 1790, la excavación de un drenaje para la ciudad, así como el aplanamiento de calles y la construcción de aceras. Gracias a estos trabajos se descubrieron, a pocos centímetros de la tierra, dos grandes piedras monolíticas en los alrededores de la plaza mayor hoy conocida como zócalo de la Ciudad de México. Se trataba de la majestuosa piedra del sol o calendario azteca y una escultura de la diosa Coatlicue, las cuales desde los primeros años de la conquista se habían enterrado por órdenes del segundo arzobispo de México, Alonso de Montufar para que: se perdiese la memoria del antiguo sacrificio que allí se hacía.

Dada la impresión que causó y también a las atinadas diligencias del virrey, se evitó que las autoridades eclesiásticas ordenaran que la piedra del sol se volviera a enterrar; se empotró en la torre poniente de la catedral metropolitana, donde permaneció casi 100 años hasta el año de 1885, lo que ayudó a impulsar el interés por rescatar el pasado prehispánico, ya que el pueblo mexicano pudo observarla y admirarla. No obstante, justo es mencionar que el haber estado a la intemperie tanto tiempo le ocasionó deterioros, principalmente cuando

tomaron la capital los ejércitos norteamericanos durante los años de 1846-1848 y la usaron para practicar tiro al blanco, hecho que causó que el rostro de la parte central presente daños por impactos de bala.

No corrió con igual suerte la diosa Cloaticue, en virtud de que no le encontraban “ni pies ni cabeza”, –literalmente tiene todos los miembros desmembrados– y decidieron enviarla a los patios de la Real y Pontificia Universidad de México. El pueblo comenzó a visitarla y llevarle ofrendas, sirios y veladoras, lo que molestó a los frailes quienes asustados ordenaron enterrarla de nuevo. No fue hasta el ascenso de Agustín de Iturbide, ya consumada la Independencia de México, que se ordenó desenterrarla. El emperador Maximiliano al ser un coleccionista, amante de la naturaleza y la fotografía, reanuda diversos programas de excavaciones y traslada las piezas que se encontraban en la Universidad a un museo en las calles de la moneda, el cual con intervalos por los cambios de gobierno, duraría hasta finales del porfiriato, llamado Museo Nacional de Antropología e Historia Natural.

Durante el largo periodo de gobierno de Porfirio Díaz se incrementó el interés por la arqueología y los viajes de exploración, Díaz quería mostrar al mundo la riqueza que se encuentra en la arquitectura prehispánica. Fue durante su gobierno que el Duque de Lubat, filántropo francés y arqueólogo aficionado se entrevistó con Justo Sierra Méndez, Ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes de México (1905-1911), en la Exposición Universal de París en el año de 1900 y le sugirió insistentemente, como el mismo Sierra declaró que: “…se descubriera a Teotihuacán, sepultado en la maleza y la incuria, y a consolidar sus monumentos, vendría así la luz, una verdadera “Pompeya Mexicana”.

Fue así como surge la figura de Leopoldo Batres y Huerta, considerado como uno de los pioneros de la arqueología moderna en México, con estudios en París de antropología y arqueología. Al retornar al país se le nombró Inspector General de Monumentos Arqueológicos de la República Mexicana y se le encargó primordialmente la reconstrucción de Teotihuacán, preguntándole Justo Sierra: ¿Cree usted poder encontrar debajo de esa inmensa mole de tierra y piedra, alguna arquitectura definida que nos enseñe la forma primitiva que tenía en sus primeros tiempos?

Batres se entregó en cuerpo y alma a ese proyecto a diferencia de muchos arqueólogos de la época que él llamaba “de butaca”, porque no salían de su gabinete y se propuso cambiar los estándares en los trabajos de arqueología, que en esos años estaba entre la aventura exploradora y la depredación inconsciente. Muchos críticos surgieron durante y después de sus trabajos en Teotihuacán y otras excavaciones, creándose lo que se conoce como la “leyenda negra” en torno a su persona y labor como arqueólogo.

A Batres se le acusa principalmente de incurrir en graves errores de interpretación al reconstruir la pirámide del sol y desvirtuar uno de sus cuerpos, de no dejar registro de sus trabajos, de utilizar dinamita y destruir varios montículos y reconstruirlos según su punto de vista para permitir el paso de un ferrocarril, de romper la plataforma original de la pirámide con el objeto de sacar los escombros de las excavaciones, de ser violento y prepotente, por estar armado y disparar su rifle cuando un grupo de propietarios de los terrenos cercanos a la zona de Teotihuacán le exigieron suspender las obras, de manejos turbios en las excavaciones de la zona arqueológica de Xochicalco, etc.

Diversos trabajos han surgido a favor y en contra de tan singular personaje, y si bien no se ha podido comprobar el escandaloso tema del uso de dinamita, muy probablemente si lo haya hecho, como lo hizo Auguste Le Plongeon en 1881 en Uxmal. Entre sus aciertos se le reconoce su aportación en la aprobación de la Ley sobre Monumentos Arqueológicos, el haber fundado el primer museo de sitio del país, precisamente en Teotihuacán y autor de diversas obras sobre la arqueología, como el “Cuadro arqueológico y etnográfico de la República Mexicana”, entre otras. Se menciona como causa de las críticas a su trabajo, los celos e intereses de otros arqueólogos y sus discrepancias en cuanto a técnicas y metodologías utilizadas.

Los trabajos de Leopoldo Batres no se limitaron a Teotihuacán, ya que en 1895 Porfirio Díaz le recomendó junto a otros renombrados arqueólogos de la época identificar los restos de los héroes de la independencia de México para depositarlos en lo que más tarde sería el monumento del Angel de la Independencia que se inauguraría durante las fiestas del centenario. Labor para la que probablemente no estarían preparados ni Batres ni nadie de la época, ya que en los recientes festejos del Bicentenario se sacaron para limpiar y analizar los restos resguardados, descubriéndose que en la mayoría de los casos se trataban de un montón de huesos “revueltos”, tanto de hombres como de mujeres, niños y hasta huesos de animales. No podían decirle al presidente Díaz que esa encomienda era imposible de cumplir, supongo.

Batres también estuvo en las zonas arqueológicas de Mitla y Monte Albán, en Oaxaca, y es ahí donde tuve la oportunidad de conocer algo de su trabajo y de sus cuestionables decisiones.

Gracias a la facilidad que hoy representa volar directamente a la hermosa ciudad de Oaxaca y a la visita de grandes amigos italianos, conocí este mágico estado y algunas de las bellezas que nos regala. Centro del arte actualmente del país, reconocida como la “capital de la cultura”, disfrutar las obras de Toledo, Morales y los muchos artesanos de ese estado hermano, fue un placer para mis sentidos.

Uno de los mejores paseos representó para mí, conocer la bella Mitla, centro ceremonial de los zapotecos, lugar de muertos o lugar de descanso, de acuerdo con su traducción, con sus hermosas estructuras llenas de diseños geométricos que inspiran a los artesanos de los telares oaxaqueños.

Fue ahí donde al llegar a la cima de uno de sus antiguos edificios me tope con la sinrazón y prepotencia del hombre, al descubrir enormes bloques cincelados en la parte frontal del edificio, junto a los excelsos trabajos de los zapotecos, con “mensajes” de Leopoldo Batres:

AVISO: ESTÁ PROHIBIDO ESCRIBIR LETREROS EN LOS MUROS DE ESTOS EDIFICIOS, ASÍ COMO RAYAR, ENSUCIAR LAS CONSTRUCCIONES Y ARRANCAR PIEDRAS DE ELLAS. EL INFRACTOR DE ESTA DISPOSICIÓN SERÁ CONSIGNADO A LA AUTORIDAD FEDERAL PARA QUE SE LE APLIQUE LA PENA CORRESPONDIENTE. EL INSPECTOR GRAL Y CONSERVADOR DE LOS MONUMENTOS ARQUEÓLOGICOS. LEOPOLDO BATRES.

Tanto el guía turístico que nos acompañaba, como yo, coincidimos en decretar que al primero que se debió consignar a las autoridades y aplicarle las penas correspondientes, merecía ser el Sr. Inspector Batres y Huerta.

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