Pedro de la Hoz
Dos producciones mediadas por kilómetros de distancia y océano por medio han hecho resurgir la ópera de Mozart, La clemenza di Tito. Demasiada casualidad para ser casual que en un mismo mes, febrero, la pieza ocupe, en los Estados Unidos, el Kennedy Center de Washington, y en España las tablas del Liceu de Barcelona. Prevalece, desde luego, el interés por la partitura mozartiana escrita en la postrimería de la existencia del genio de Salzburgo, aunque parece ser mucho más decisivo el interés de directores escénicos de avanzada por refrescar la acción dramática a tono con nuestro tiempo y la sensibilidad de los espectadores de hoy.
En el teatro Eisenhower, del Kennedy Center, se vio y escuchó la versión cubana estrenada durante el Festival Habana Mozart 2019, firmada teatralmente por Carlos Díaz. Al margen de los valores de la representación, al público no escapó la circunstancias de que haya venido precisamente de Cuba uno de los momentos capitales de la actual temporada en la capital estadounidense, en momentos de máxima algidez en las relaciones políticas entre ambos países, producto del recrudecimiento de la guerra económica, comercial y financiera de la Casa Blanca contra el gobierno de la isla.
Ese público había sido previamente conquistado por la Orquesta del Lyceum Mozartiano de La Habana, que en una estancia anterior sorprendió y convenció por la solvencia profesional de los jóvenes integrantes y la dúctil conducción de su titular, el maestro José Antonio Méndez Padrón. La orquesta es el botón de muestra más rutilante del proyecto artístico-pedagógico liderado en una sólida construcción de la parte antigua de la capital cubana por el prestigioso pianista y profesor Ulises Hernández.
La clemenza a la cubana resulta del contacto revelador de dos reconocidos talentos de la escena insular con el arte lírico musical: Norge Espinosa, crítico, poeta y dramaturgo, y Carlos Díaz, fundador del grupo Teatro El Público. Norge aligeró secuencias y acriolló las partes habladas. Díaz se lanzó a fondo en la reformulación de los planteamientos dramáticos de una ópera de las llamadas serias, que a veces se entienden como pesadas.
De ello tomó nota el crítico Charles Downey al calificar la puesta de Díaz como “una producción empeñada, colorida y a menudo sorprendente con escenarios simples y abstractos, trajes humildes a medio camino entre Cuba y Roma”. Tras apuntar que “siguiendo el ejemplo de la naturaleza estática de mucha ópera seria, los cantantes generalmente se abstuvieron de mucho movimiento, con sus trajes en bloque y sus caras pintadas en forma de máscara que los hacían parecer títeres de bunraku vivos”, halló “compensación en la labor de los bailarines de la compañía Otro Lado que distrajeron los ojos durante casi todas las piezas musicales: la coreografía atlética de Norge Cedeño, una mezcla de movimientos clásicos y modernos, contrasta memorablemente con la quietud de los cantantes, a menudo enfatizando el manejo brutal de la solitaria bailarina por los dos hombres acompañantes”.
Otra crítica, la de Rachel Goldberg, coincidió en que “lo más llamativo de la producción de Díaz fue la puesta en escena” y resaltó a los bailarines “cuyos movimientos líricos y su presencia inquietante a lo largo del espectáculo, a veces asumiendo el papel del Destino, otras veces expresando luchas internas, fueron completamente fascinantes; en muchos sentidos, una actuación de estos bailarines hubiera sido tan poderosa y dinámica como una producción completa”. Los cantantes cubanos, muy jóvenes y sin experiencia internacional, pasaron la prueba de fuego.
Por su parte, el Liceu, con su proverbial orientación empresarial, contrató a figuras establecidas en los circuitos internacionales: Paolo Fanale, Dovlet Nurgeldiyev, Myrtò Papatanasiu, Vanessa Goikoetxea, Carmela Remigio, Anne-Catherine Gillet, Sara Blanch, Stéphanie d’Oustrac y Maite Beaumont, entre otras, y colocó en el podio al francés Philippe Auguin.
Pero apostó por la puesta en escena como principal atractivo. Recuperó con nuevos bríos la que estrenó David McVicar en el festival de Aix-en-Provence en 2011. Este director inglés posee un sobrado palmarés con intervenciones en escenarios británicos de tanta reputación como la Royal Opera House y la Scottish Opera, así como en la Scala de Milán, la Opera Estatal de Viena y el Festival de Salzburgo. A su haber la crítica ha ponderado sus versiones de los títulos mozartianos Las bodas de Fígaro, La flauta mágica y Cosi fan tutte.
El crítico español Arturo Reverter valoró la labor de McVicar con las siguientes palabras: “Muy variados acercamientos escénicos son posibles en una obra abierta que, bajo su estirado traje de época, esconde conflictos humanos intemporales: amores, celos, odios… Además, plantea un cuidadoso estudio de la mística del poder, de la ambición y, finalmente, del perdón. De ahí que sean apetecibles aproximaciones a su entraña dramática de artistas curtidos y conocedores, de sensibilidad y fantasía probadas como las que caracterizan la labor de un regista del talento de David McVicar. Movimientos bien aquilatados y excelente dirección de actores”.
Algo está pasando con La clemenza di Tito. Tampoco es casual que el próximo marzo en la Grieghallen, de Oslo, se estrene una nueva producción noruega a cargo de Rodula Gaiteanu y que el año pasado haya figurado entre las novedades de la Opera de Los Angeles en una puesta para nada convencional de Thaddeus Strassberg.