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Cultura

Mi vida con la música

I

Estaba en el ambiente, rodeándolo todo: matizándolo, quizá hasta dándole sentido. Gastón Bachelard diría que la experiencia era cósmica (“logosférica”, en la medida en que alimentaba nuestras ensoñaciones). El caso es que mi infancia estuvo siempre rodeada de música.

Todavía recuerdo aquella noche cuando mi papá llegó al departamento con una especie de portafolios cuadrado que, en realidad, era un tocadiscos portátil. Bajo el brazo tenía dos discos de los llamados “LP”, que eran como dos lunas negras que cantaban y aromaban el paisaje burdo de la ciudad. Todavía recuerdo también el radio de la carnicería de don Juanito –lleno siempre de boleros– o el aparato de transistores del peluquero-torero que cantaba a todo pulmón los éxitos del momento, descomponiendo la letra de las canciones y llenándola de picardías muy subidas de tono, pero también muy ingeniosas.

Eran los años sesenta; la televisión estaba cerca: otra forma del ensueño, otra ingeniería psíquica estaba por llegar a nuestras vidas.

Por el aire cruzaban las notas de algún bolero ramplón y sensiblero: “Ay, vida, dime que no es cierto / que tú me has escrito / esa carta fatal…” o los versos de una canción ranchera: “Señores, pido licencia / para cantarle a mi amor / y decirles lo que siente el pescado nadador…”. (Me recuerdo a los cuatro años, cantando esa canción mientras doblaba la ropa que mi madre había bajado del tendedero).

Salpicada con música, la vida se iba llenando de imágenes y de retazos de sal que se acomodaban en el sueño y en los parajes donde el tiempo dobla para llevarnos a otro lado. Música fue el distintivo de una infancia que nunca pudo cristalizar en un tiempo y un espacio cabales y que sólo asomó instantáneamente entre faringitis sucesivas, malestares estomacales y miedos.

A lo lejos se escuchaba también el rock and roll en su versión autóctona, plenamente comercial, ramplona y descafeinada: “Todo el mundo en la prisión / corrieron a bailar el rock…”. (Nótese la inconsistencia sintáctica).

Cuando dejamos el departamento y nos fuimos a la casa que compró mi padre, la radio se apagó. En el ambiente había otras imágenes auditivas.

Como barrio clasemediero, Churubusco tenía otra textura. Terminaban los años sesenta y comenzaba la década de los setenta; había llegado la televisión a color, se escuchaban muchas canciones en inglés y los Beatles se aproximaban a su separación. El rock empezó a experimentar con nuevos sonidos y así vimos cómo se incorporaron los metales; surgió una banda fenomenal: “Sangre, sudor y lágrimas”, que pocos años después tuvo su continuidad con “Chicago”. El soul hizo lo suyo. Otra música, otra temperatura, un nuevo paisaje auditivo se abría en mi horizonte; mis últimos años de la secundaria vieron cómo el disquero de mi casa se llenaba de los llamados “extended play” (mejor conocidos como “discos de 45 rpm”) con los éxitos del momento: baladas bailables (la mayoría en lengua inglesa) con las que amenizábamos las fiestas los preadolescentes de la época.

En ruta, yo seguía llenándome de música, siempre con los oídos dispuestos e hipnotizado por todas las ensoñaciones que se cruzaban por el aire cuando una canción volaba en las alas de una letra o de un ritmo sugerente. A veces era el verso de alguna canción escuchada en el trolebús que me llevaba a la preparatoria, a veces era la tonadilla del radio del señor que tenía un puesto de jugos en la esquina de Ermita y La Viga, donde esperaba el trolebús; en ocasiones era también alguna canción que escuchaban mis vecinos que ya eran jóvenes y que tenían el cabello largo, usaban barba, jorongo y huaraches.

Para bien o para mal, siempre he imaginado la música como una especie de mar sonoro en el que vivo flotando y en el que mis emociones pueden verificar una continuidad artificial que me ha resultado benigna en la medida en la que ello me impide enloquecer. He pasado noches llenas de boleros y de canciones de la Nueva Trova Cubana; las de tangos nunca terminaron y siempre dejan en suspenso un compromiso de continuidad que no perdonará la ausencia de un buen trago; el rock me lleva a latitudes cuya existencia nunca habría podido soñar de otra manera, el jazz implota en mi corazón como una especie de viaje a la semilla.

Paul Verlaine, influido por el pensamiento pitagórico, creía que el Universo había sido creado siguiendo el criterio armónico de una composición musical, por eso, para el poeta francés, nuestra sensibilidad debía interpelar a la música como una forma de expresión capaz de ir más allá de los signos: una expresión que no busca tanto decir como evocar, que no pretende afirmar o negar algo de lo real, sino tan sólo crear una atmósfera sugerente que permita la comunicación entre los sujetos. El modelo era Wagner; él había conseguido expresar mediante la música lo que el lenguaje (demasiado anclado en el mundo objetivo) no había conseguido ni remotamente. Por eso Verlaine decía: “Antes que todo, la música…”.

Continuará.

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