Joaquín Bestard Vázquez
En el movimiento susurrante de los matorrales, el aleteo angustioso de un pájaro o el paso ágil de los gatos dentro de las sombras de la tarde, creyó ver el cuerpo de la mujer de los ojos verdes.
Con esfuerzo visible se concentró en las palabras del hombrecito de frente sudorosa, manos expresivas y voz educada, en medio de aquella habitación nada ventilada y apenas iluminada por el único foco de pocos watts.
Cientos de fotografías y grabados cubrían por completo las paredes, dando impresión de menor espacio y con un techo bajo, donde ni las golondrinas más audaces se atrevían a anidar.
–Me dedico a fotografiar modelos.
Señaló las fotografías igual que si descubriera un mundo muy personal.
El muchacho, sin soltar el maletín de viaje, observó mejor a las modelos en diferentes poses y tomadas desde distintos ángulos, profusión de piernas torneadas, senos perfectos, ombligos redondos y caras sensuales que despertaban inquietud, pero los ojos llenos de un sentimiento doloroso parecían ser los mismos en todas las fotos: provocativos, insinuantes, misteriosos, peligrosos y claros.
–¡Ah, el cuarto!
Por supuesto que el cuarto.
Su rostro enjuto se cundió de arrugas y sus ojos perdieron el brillo que la emoción de las fotografías, les prestó un momento.
–Vi el anuncio.
–¿Tres días, dijo? Se debería quedar un poco más, siempre sobra qué ver, la bahía es mucho más hermosa en esta época del año.
Casi tose por el esfuerzo en dominar su entusiasmo.
La mujer surgió en el umbral sombreado de la puerta, pero al muchacho no la miró con el mismo interés del principio, cuando la espió afuera y la confundió con alguna visión producida por la fatiga, la larga caminata bajo el sol y el dolor de hombros y nuca.
A contraluz, lo único que distinguía era la silueta encendida por la claridad de la tarde. El rostro femenino estaba en la penumbra que borraba las facciones y acentuaba la mata de cabellos revueltos por la brisa. Los ojos, sin embargo, mantenían la misma fosforescencia del primer instante.
Estoy dentro, se dijo. Tronó los dedos el hombrecito y la silueta desapareció. Se agitó igual que la flama a la que sopla el viento y luego se apaga sin ruido y en segundos. Sin dejar huella posible. Olor o humo.
Avanzaron por un pasillo terminado en dos puertas, una de cada lado.
–El cuarto de la izquierda es el que alquilamos. Nosotros nos quedamos con el de enfrente, siempre.
Cuarto estrecho de paredes cuarteadas y postigo que proporcionaba poca ventilación, pero por el que veía un pedazo de cielo líquido. Olía raro. No había muebles, sólo un catrecito.
Al adaptarse al ambiente la vista del muchacho distinguió otras fotografías pegadas en la pared. Mujeres que miraban con extrañeza, como para reclamarle la violación de su intimidad. Impaciencia por descolgarse de las paredes y estirar brazos y piernas, adormecidos por la posición rígida.
Entonces todas rieron con la malicia de la mujer de los ojos verdes.
–Creo que estará satisfecho, me pidió que le llenara las paredes de mujeres hermosas y no de agujeros.
Entendió que lo confundían con otro.
La mujer metió sábanas limpias para vestir el catre, el hombrecito regresó al primer cuarto y el muchacho soltó el maletín y la quiso ayudar. La mirada con que lo rechazó al sentirlo tan cerca fue de terror, pero no enseñó en sus movimientos ningún titubeo que la retuviera en el cuarto más tiempo del necesario.
–Si se le ofrece algo, no tiene más que llamar –apuró el hombrecito.
Apenas quedó solo, el muchacho se paseó de un lado a otro del cuarto, sin querer abrir el maletín por temor a que se le metieran las alimañas, emboscadas en las ranuras disimuladas de la teja.
El hombrecito se presentó una vez más y trajo varias revistas con mujeres desnudas en poses artísticas. En cambio, la mujer que le hizo el catre desapareció apenas él se acordó otra vez de ella. Salió a la puerta y miró por el pasillo, todo en silencio y vacío.
Por segunda vez solo, el muchacho abrió una revista y dejó correr las páginas, el calor en aumento lo aturdía y recortaba sus pensamientos para espolvorearlos en una dirección de violencia y deseo.
No se ubicaba, no se debía ubicar, tenía que irse de ahí lo más rápido posible, y explicarle antes al hombrecito que él era un muchacho demasiado inexperto en comparación con el hombre que ellos esperaban.
Poco después, notó en la contraportada de la revista una frase escrita con bolígrafo, encima del anuncio de unas calculadoras electrónicas de bolsillo:
TODO ESTA PERDIDO NO HAY SALVACION PARA NADIE
Letra parejita que ella escribió hace algún tiempo, por lo borrosa que estaba ahora. Revisó las páginas en busca de la fecha de impresión: 9 de marzo, estaban en marzo, pero del año siguiente.
El aire quemaba y arrancaba el aliento de la boca, se metía en la garganta, acababa con las palabras y sofocaba la respiración.
A eso vine, a tostarme un poco la piel, se dijo. En los puertos donde las playas son eternas, las montañas se hunden en el mar, el cerebro se embota y las ideas son exprimidas desde la raíz sin la menor compasión.
Caleta, Caletilla, Revolcadero o la Quebrada formaban imágenes fragmentadas por el colorido de la puesta del sol.
Luego se serenó, las siluetas se derritieron como telas corroídas por un ácido y dejaron al aire libre los ojos voluptuosos. Revivió el instante de su encuentro, cuando al subir la loma que domina el almendro gigantesco advirtió la casa solitaria y la vio a ella.
En la teja empolvada sonaron unos pasos débiles. Salió al pasillo y descubrió la puerta no tan grande y alta como las otras, puerta que estaba al fondo y que no vio la primera vez. Se acercó y la abrió con lentitud, en espera del rechinido de la madera atacada por el salitre: algo se escurrió de un rincón a otro y se perdió en el agujero del desagüe.
Regresó a su cuarto y entró al baño. Se quitó la ropa, dejó que el agua corriera por todo el cuerpo. Después de vestirse y salir, sudó peor. Calculó que debía ser entre las seis y las siete de la tarde, pero no había bastante claridad. Se recostó en el catre sin quitarle la mirada al postigo. Lo inquietaba la gran escandalera de gaviotas y cuervos, sin poder establecer si los pájaros estaban dentro o encima del follaje. Abajo, en un juego de sombras y claros que recreaban los rayos filtrados entre las hojas, un gato se movió y desapareció casi enseguida, entre los matorrales. Durante los dos o tres segundos que vio al gato, pudo observar que en el hocico llevaba los restos machacados de un gorrión.
Retornó al momento en que encontró el camino y comenzó a subir la loma, cada vez más difícil, hasta alcanzar a vislumbrar un pedazo de techo de la casa de madera. La mujer se mostró en una duna, al aire el esplendor de una juventud retadora. Vibró en el muchacho el impulso extraño de cazarla y lo empujó a echar el resto de sus fuerzas. En la puerta apareció la figura escuálida del hombrecito para guiarlo por la casa. Circe, eso era la mujer. Circe la hechicera que apresó tanto tiempo a Ulises: Circe la perfección femenina. Carácter indomesticable capaz de causar la destrucción de los que la creyeron poseer y sólo satisficieron su vanidad infinita. Circe guardiana de los secretos de reyes, guerreros y magos.
Se incorporó desfallecido, sentado en la orilla del catre adquirió una pose grotesca, los brazos colgados, la cabeza inclinada y el mentón hundido en el pecho. Los cabellos revueltos se pegosteaban en la frente empapada de sudor. Sudor que resbalaba gota a gota por el puente de la nariz, las comisuras de la boca, cada pestaña y párpado. Ven, no huyas Ulises, no te vayas mi Ulises, te ofrezco a cambio de tu compañía un mundo de poder, riqueza y placer. Quizás el secreto de la eterna juventud. Todo con lo que sueñan los hombres y tan pocos alcanzan. Dominaba un fuerte aroma marino.
“No soy Ulises, se equivocan y nunca lo seré para ti, así enciendas de lujuria cada poro de mi piel o soples en mis ojos los más exóticos placeres”.
Se levantó pero no avanzó más allá del primer paso, una sombra se movió acelerada y sólo alcanzó a distinguir los ojos verdes cuando se cerró la puerta.
Persuadido por el perfume que quedó en el aire viciado del pasillo, se atrevió a más y llegó a la puerta prohibida, que abrió. Dentro de la oscuridad, brillaron los ojos verdes y un cuerpo sedoso le rozó los tobillos, para producirle junto al escalofrío el ardor inaguantable. El gato se arqueó contra el marco de la puerta y afiló las garras en la jamba podrida.
Regresó a su cuarto y al abrir la puerta, el hedor marino golpeó con mayor fuerza el nudo de los deseos. Se sintió turbado el tiempo que tardó en volver a controlarse, la cara a punto de arder y las manos frías. Verificó que mientras estuvo fuera, ella entró y se acostó en el catre. Estaban las huellas húmedas que dejó al secarse el cabello con la sábana y el peso de su cuerpo formó en el colchoncito un molde impregnado de su perfume.
Escuchó música. Música que entraba por el postigo. Cadencia triste. Música terrible. Música de jazz.
Un susurro vino del cuarto de enfrente. Empujó la puerta y entró a la oscuridad.
–Este no es su cuarto.
–Primero me tiene que oír.
–Su cuarto está enfrente.
Las palabras fueron soltadas sin fijarse en el significado, detenidos los ojos en los ojos, el requerimiento en el requerimiento y la pasión en la pasión que aumentó la proximidad de los cuerpos.
Reconoció el ligero castañeo de dientes y los gatos maullaron afuera.
–No tiente a su suerte.
–Le quiero hablar.
–¿De qué?
Los ojos se le hicieron cada vez más perdidizos en las ojeras que el temor ahondaba.
–¡Váyase!
–Hasta que no me oiga.
–Los gatos.
–Que se maten entre ellos.
–¿No entiende?
La agarró de los hombros, temeroso de perder a la mujer bajo su cuerpo y el calor nubló su razón.
Temblaron sus labios secos y las cuencas de sus ojos se agrandaron, resplandecieron pedazos de la satisfacción que nutrió sus fuerzas: era Circe después de la victoria, descubierta en su abyecta naturaleza. Marchitada por los siglos. El momento en que Ulises se libró de ella y la contempló en su aspecto real.
Estaba sola en el cuarto, abandonada en el catre y, sin embargo, no dejaba de hablarles a las fotografías. Los cientos de fotos que el hombrecito le tomó en infinidad de poses y con el único fin de retenerla a su lado. Dirigió la mirada angustiada a la puerta y juró que quería escapar para dejarlo.
Váyase antes que él entre y no sepamos explicar lo que pasó, sin ponernos a ver si fue una equivocación o no. Se echó encima un camisón transparente que sólo realzó sus carnes envejecidas. No se comprometa, llegará de un minuto a otro y le sobrará más de un argumento para colmarme de miedo. Escuchó el portazo que llenó de ecos la casa. Seguía en el catre y había restos de lágrimas en las pestañas. Este olor a mar. Mar impotente.
–Dime, preguntó el hombrecito: ¿te importo algo?
–¿Es conmigo?
–Contigo.
El hombrecito bostezó, levantó los brazos, cerró los ojos y se rascó la espalda.
–Oye, el muchacho quiso…
–¿Mi huésped?
–Nuestro huésped.
–¿Qué hizo?
–Trató. Eso dije.
–¿También él?
–Sí, como el otro, el que se comieron los gatos.
–Del que dices que se comieron los gatos.
–Que tú mataste.
–Un crimen que nos hermana.
–Doblemente hermanos.
Comenzó a zafarse la camisa del cuerpo esquelético.
–Eres la culpable.
Sonrió ella al abordar el recuerdo feliz que aún florecía en su piel:
–No, sino el mundo podrido de afuera, que no envejece y manda jóvenes, cada vez más jóvenes como burla a nuestra carne.
–Entonces, ya tienes al culpable.
–Tú, que me dejas sola, que no te interesas por mí, la que hiciste tu mujer por soledad y te pasas huyendo del pecado.
–Puede ser.
–Tú y tu horrible cámara.
–No te entiendo.
–Cincuenta años te los pasaste acaricia y acaricia el lente y a mí me dejas que me marchite.
–¿No puedes hablar de otra cosa?
–No me sacas porque me ves vieja y vestida con la piel de escamas que tanto asco te da y me crees inferior, porque juras que soy capaz de lo peor, desde esos días en que me ofrecías a tus clientes junto con las fotos, sin cansarte de asegurar que soy la autora de un crimen que acaricié desde hace mucho, enterrado a cada amanecer, sacado a cada atardecer, velado a casa noche y planeado a cada abandono. Se lo dije: soy tu premio, pero antes me tienes que librar de mi mala sombra. De ti.
–¿Tanto me quieres todavía?
–Te odio.
Su voz fue calmada.
–¿Qué dijo el muchacho?
–No contestó. Iba a responder algo cuando me puse precio.
–¿Aceptó?
–Dijo que lo pensaría.
–Como el otro.
–Más o menos.
–¿Está en el otro cuarto?
–No, con los gatos.
–Llámalo.
–¿Lo… echarás como al otro?
–No, si es lo que quieres, –se pasó la mano por los labios partidos, como si quisiera borrar el gesto de cansancio– hablaré con él y le daré la oportunidad que me pides.
–¿Me perdonas?
–Ya lo hice al entrar y lo seguí haciendo al oírte, pero es necesario que hable con él.
–Ven, no molestes al muchacho.
–No lo molestaré, sólo quiero hablar con él.
La música entraba por el postigo, para llenar de desesperación el cuarto, pero al hombrecito no le importó el jazz, la luz o la mujer. Salió al pasillo y caminó hasta el otro cuarto a oscuras. Presintió, desde antes de encender el foco, que no encontraría al muchacho. La sábana estaba tendida en el catre, sin una arruga y sólo había la misma música de jazz y las mismas risas lejanas.
Entonces lloró, lloró como todas las noches.