Pedro de la Hoz
Hangzhou no está lejos de la costa oriental de China, lo más próxima posible al archipiélago japonés. No sé cómo los más de siete millones de habitantes de su núcleo central se las arreglen en tiempos de coronavirus, pero supongo que los de mediana edad y los más jóvenes lleven en su sangre el dinamismo de haber reconvertido la calificación que en su día le otorgó Marco Polo como “la ciudad más suntuosa y elegante del mundo” en el blasón de la pujante industria electrónica de la nación asiática durante las dos últimas décadas, que no se arredra aún en las peores coyunturas.
Un símbolo personal los enorgullece. Es la ciudad de Jack Ma, el hombre más rico de China, gurú del imperio Alíbabá, uno de los líderes mundiales del comercio electrónico, con más generación de ingresos que eBay y Amazon juntos. En contraste con el florecimiento de los gigabytes en un país de ideología marxista-leninista-maoísta, donde hasta el mismo Ma milita en el Partido Comunista, Hangzhou es la capital del té.
Imagino a los nerds de las nuevas tecnologías de visita en el Museo Nacional del Té de Hangzhou, considerado el epicentro del conocimiento y la apreciación de la bebida favorita de cientos de millones de compatriotas. A más de degustar la aromática infusión, ¿estarán conscientes acerca de la larga historia que abarca varios siglos y culturas de uno de los mayores tesoros de su tierra? ¿Tendrán tiempo para contemplar las plantaciones que rodean la ciudad? ¿Sabrán los secretos de su cultivo? ¿Habrán recorrido las salas del museo donde se exhiben vajillas y objetos relacionados con el consumo de la bebida?¿Apreciarán las diferencias, muchas veces sutiles, entre las variedades de la hoja y las costumbres relacionadas con ella en Yun Yan y Sichuan, Fujian y Guangdong, o entre los períodos Ming y Qing?
La globalización del té es desde hace muchísimo tiempo una realidad. Tanto que el año pasado la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó una resolución para declarar el 21 de mayo Día Internacional de Té. En su fundamentación se afirma que la infusión, proveniente de la planta Camellia sinensis, es la bebida más consumida del mundo, después del agua. Se cree que el té se empezó a cultivar en el noreste de la India, el norte de Birmania y el suroeste de China, aunque desconocemos el lugar exacto donde creció la planta por primera vez.
Históricamente se dice que ha estado entre los seres humanos desde el fondo de los tiempos. En China, hay constancia de su consumo desde hace al menos 5000 años. Desde el punto de vista económico, la producción y elaboración constituye una fuente esencial de sustento para millones de familias de países en desarrollo y es medio de subsistencia de millones de familias pobres de varios países subdesarrollados.
En tal sentido, la ONU recuerda que al ser un sector con un elevado coeficiente de mano de obra, genera puestos de trabajo, en especial en zonas remotas y desfavorecidas. Asimismo, puede desempeñar un papel significativo en el desarrollo rural, la reducción de la pobreza y la seguridad alimentaria en los países en desarrollo, al ser uno de los cultivos comerciales más importantes.
Más allá de que el consumo aporta beneficios para la salud, la proclamación del Día Internacional, a petición del Grupo Intergubernamental sobre el Té, apunta a realizar mayores esfuerzos para ampliar la demanda, en particular en los países productores de té donde el consumo per cápita es relativamente bajo. De modo que se proyecten acciones colectivas dirigidas a estimular la producción y el consumo sostenibles de té y aumentar la conciencia acerca de su importancia en la lucha contra el hambre y la pobreza.
En otras palabras, estamos hablando de un problema económico pero también cultural que no se resuelve con un día, ni debe quedar circunscrito en los marcos de la explotación pintoresca o folclórica de una cultura, como sucede cuando exaltamos la nostalgia por los aristocráticos y coloniales tea parties, o nos ponemos a contrastar deportiva y superficialmente los rituales de su consumo de uno a otro país.
En Gran Bretaña, donde el té ha tenido una presencia cotidiana desde que la hoja se importó procedente de China en el siglo XVII, los habitantes beben como promedio 1,78 tazas por día, de acuerdo a la publicación Pendle Today. Eso en tiempos normales, pero como estos no lo son, la indagación reveló que ahora la gente allá bebe el doble desde que comenzó el aislamiento por la Covid 19.
El té se relaciona metafóricamente con el entendimiento humano y sobre ello vale esta antigua historia china. En tiempos de la dinastía Song, el poeta Su Shi visitó a un dignatario budista, quien al no saber la jerarquía artística del arribante, ordenó a un monje: “Sírvale té”. Pasados unos minutos, al aquilatar los méritos del interlocutor, se dirigió de nuevo al monje: “Traiga ahora un buen té”.
Otra lectura simbólica pudieran extraer los cinéfilos que revisiten el filme estadounidense La casa de té en la luna de agosto (1956), dirigido por Daniel Mann y protagonizado por Marlon Brando. Cuando a la ocupada Okinawa de la postguerra llega un capitán del Ejército yanqui para enseñar a los habitantes lecciones de democracia, mediante la imposición de una edificación escolar con un diseño pentagonal –no es casual que esto suceda–, los pobladores dan vuelta a la situación, guiados por el avispado traductor intérprete del oficial –Brando en plan japonés– y una joven geisha, y se salen con la suya: lo que necesitan es una casa de té, sustentada mediante un espíritu comunitario que se corresponde con la idiosincrasia popular.
Todo mejor que cantar, silbar o tararear la inefable y desleída Tea for two que alguna vez la blonda Doris Day soltó a los cuatro vientos.