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Cultura

'De aquí soy”

José Díaz Cervera

I

Migrar es, de alguna manera, condenarnos a mirar el mundo a través de una ventana; aunque no lo parezca, la migración es un acto cruzado por diversas formas de violencia que aparecen lo mismo de las maneras más sutiles y que van hasta las de más alto grado de brutalidad. Se migra siempre con las reservas del caso; se migra por una voluntad siempre relativa que, como se quiera ver, está condicionada por el imperio de la adversidad o al menos de la necesidad.

El que migra solo tiene dos opciones: hacer suya la tierra que lo recibe o mimetizarse de mala manera con una tierra que siempre le recordará su ajenidad. En todo caso, muchos hacen de la resistencia una forma de perseverar. En ese ejercicio, la persistencia tiene casi siempre su eje en la mirada. Los ojos conectan lo que es con lo que fue, mientras la imaginación proyecta lo que será cuando llegue el momento decisivo de quemar las naves. En cualquier caso, toda separación es un encuentro cruel.

He partido del fondo para llegar a la superficie: cada migrante es un modo de ser, una forma de caminar, una forma de vivir, una manera de habitar y de ser habitado por lo ajeno. Mas la ajenidad toma formas extrañas e impredecibles cuando lo extraño deja de serlo –al menos relativamente– al cruzar por el tamiz ineludible de las sustancias medulares que atraviesan la mirada.

Entonces aparecen voces amadas, lugares que nunca se olvidaron, aromas, sonidos, colores y texturas que se disfrazan con la piel de ese sitio (de ese “aquí”) que queremos hacer nuestro, que necesitamos hacer nuestro, que sentimos el deber de convertirlo en parte de nuestra historia personal ante la disyuntiva de sobrevivir o naufragar.

En toda migración siempre se regresa al punto de partida. En toda migración hay siempre un viaje extraño que desemboca en la necesidad de “estar” para no sentir que uno ha terminado convertido en una metonimia del vacío.

Quizá por eso, debajo de un cierto preciosismo que contantemente rinde homenaje a sus voces tutelares, “Cincinnati. Historia personal”, de Manuel Iris, es un libro con un fondo conmovedor por esa emoción de inanidad que cruza debajo de los versos y los versículos que constituyen el poemario.

A simple vista, la obra parece un recuento; una especie de corte de caja a través del que se busca hacer el balance de los tiempos y circunstancias en los que discurre la existencia propia; mas los hilvanes que enlazan cada uno de los poemas nos revelan otro asunto decisivamente vinculado con un sentimiento de arraigo cuya ambivalencia resulta dramática porque se goza tanto como se padece.

Tal vez la clave de la lectura del espléndido trabajo de Manuel Iris la encontremos en dos detalles que no pueden pasar de largo en una aproximación atenta a las coordenadas de la obra. Me refiero, por un lado, a la constante referencia a las voces poéticas que constituyen su raíz literaria y en donde vemos aparecer a Rubén Bonifaz Nuño, a Sabines, a un Neruda inteligentemente transfigurado (“Una mujer con la piel de precipicio…”) e incluso a un José Asunción Silva (“y eres una sombra / y eres una sombra…”), junto a otros autores que tienen una especie de aire de familia y que en “Cincinnati…” no operan tanto como influencias literarias, sino como una especie de influjos que determina una manera de ver el mundo y los problemas y pasiones humanas. Asimismo, y por otro lado, el poemario de Manuel Irirs revela en buena medida la intimidad del autor a través de la alegoría de la ventana, objeto cuya referencia es una constante en el trabajo. Consuelo y naufragio, las ventanas nos dejan siempre fuera de algo y, paradójicamente, nos encierran en los límites de nuestra propia mirada. La ventana que nos conecta con el mundo, nos revela también que hemos sido excluidos de él. La ventana, según Iris, “…es un ojo atónito”.

Continuará.

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