Parte 1: Introducción
Plano de la Provincia de Yucatán (año 1730), su capital la ciudad de Mérida con las Villas de Valladolid, Campeche y Vacalar con los demás pueblos sujetos a su Capitanía General y a su Obispado: Tavasco, Laguna de Términos y Peten Ytzá.
Antes de comenzar, espantemos algunos demonios. Leer sobre música puede ser frustrante, algo similar a leer sobre olores o sabores; para hacerlo sobre música hay que oírla, hay que escucharla, máxime si como en este caso, se trata de presentar en sociedad piezas casi desconocidas.
Así que, en este artículo incluimos un menú con dos magníficas opciones: un código QR anexo a cada pieza que nos permitirá escucharlas en todo su esplendor, y también las partituras correspondientes para aquellos que deseen interpretarlas.
Segundo demonio. La definición de lo que es Yucatán ha variado, y mucho, a lo largo del tiempo. Geográficamente, la Península de Yucatán es el área que vemos en el mapa, e incluye los modernos estados de Yucatán, Campeche y Quintana Roo, de la República Mexicana; así como el Petén guatemalteco y Belice.
Sin embargo, durante los periodos Colonial e Independiente previo a la Guerra de Castas, en términos generales se entendía por Yucatán al área que ocupan los tres estados mexicanos, y este es del que hablamos en este escrito.
Hacia el sur encontramos el Petén, que fue parcialmente conquistado por los españoles hasta 1697, y cuyos límites con Yucatán eran imprecisos. El actual Belice, que al estar bajo la jurisdicción de Bacalar técnicamente pertenecía a Yucatán, tampoco fue conquistado del todo por los españoles, quienes lo perdieron poco a poco a manos de los ingleses durante los siglos XVIII y XIX.
Así que lo que hoy entendemos por Yucatán (el área del estado homónimo), es una pequeña parte de lo que durante siglos había sido, pues fue en 1857 que Campeche se separó, quedando Yucatán más o menos del tamaño actual en enero 1902, cuando a sus expensas se creó el territorio de Quintana Roo. Ahora sí, comencemos.
Parte 2: Un viaje para registrar
El 22 de febrero de 1847, llegó al puerto de Sisal el francés Arthur Morelet.
Mucha de la información que tenemos del Yucatán del periodo Independiente previo a la Guerra de Castas la debemos a ciertos viajeros extranjeros quienes, interesados más que nada en las magníficas ruinas mayas, muy a su pesar tuvieron que recorrer nuestras decadentes ciudades, pueblos y villas, dejando por escrito en sus obras un rosario de observaciones y comentarios no siempre favorables a la naturaleza del yucateco. Aunque sin lugar a dudas, John L. Stephens es el que alcanzó alturas de celebridad, de ninguna manera agotó en su extensa obra los ricos manantiales (¿o cenotes?) de la cultura yucatanense.
El 22 de febrero de 1847, llega al puerto de Sisal el científico y naturalista francés Arthur Morelet, con ánimo de recorrer la Península de Yucatán y ser nombrado el “descubridor oficial” del Petén, vasto territorio con cierta dosis de indefinición geopolítica, pues no era del todo seguro a qué país, México o Guatemala, pertenecían algunas de sus superficies.
Correteado de Yucatán por los conflictos bélicos entre Mérida y Campeche, Morelet “huye” hacia Tabasco a fines de marzo, para después internarse en el anhelado Petén. Hombre multifacético, en su agitado andar se tomó el trabajo de ir documentando un aspecto poco conocido de nuestra cultura de la preguerra: la música.
Un total de 10 “aires” que escuchó en la península yucateca vienen en la primera edición de su libro Voyage dans l’Amérique Centrale, l’île de Cuba et le Yucatan (Viaje a Centroamérica, Isla de Cuba y Yucatán), publicado en Paris el año 1857.
Las primeras piezas de música popular registradas en Yucatán son las que José Jacinto Cuevas incluyó en su célebre Mosaico yucateco para piano, mejor conocido como Miscelánea yucateca, del año 1869. (1)
Así que los “aires” son cuando menos unas dos décadas más antiguas, quizás muchas más. Y no es que las piezas reportadas por Morelet hayan pasado desapercibidas, pues son conocidas en los círculos académicos; de hecho, en el capítulo “Historia de la Música” de la Enciclopedia Yucatanense se les menciona, más solo para justificar no haberlas incluido en el apartado de música colonial “por ser notoriamente no indígenas.”
En la misma excusa encontramos un dato que asumo ha contribuido a mantenerlas en la marginalidad: que los aires yucatecos fueron recolectados en la región del Petén. Esto es una imprecisión, por no decir una falsedad, que ha sentado escuela, pues en uno de los estudios introductorios de la obra de Morelet publicada por la Universidad Nacional Autónoma de México, se afirma que los “aires” eran propios de los garífunas (habitantes en la actualidad del municipio guatemalteco de Livingstone y el distrito de Toledo, en Belice).
También conocidos como “caribes negros”, los garífunas son resultado de la mezcla ocurrida durante el periodo Colonial, de aborígenes caribes y arahuacos con africanos, y habitan en las costas caribeñas de Centroamérica.
Podemos hacernos una idea de su música escuchando Sopa de caracol, gran éxito noventero de la hondureña Banda Blanca, en una adaptación de la canción garífuna original del cantante y escritor beliceño Hernán “Chico” Ramos (2). No es una música muy emparentada, que digamos, con los “aires” yucatecos, y aunque Morelet estuvo de paso por Livingstone, no menciona a los garífunas como sí lo hace largo y tendido con los “mosquitos”, otro pueblo resultado de las mezclas entre negros y caribes cuyo territorio estaba en las costas caribeñas de Nicaragua.
Parte 3: Los “aires” de Yucatán
Aire de Yucatán No. 6, versión órgano de Bavaria. Escanea el código QR o ingresa a la dirección: youtu.be/906ikkR8Z_E
En total Morelet registró diez “aires”: dos de Yucatán, dos indios, uno de Tabasco, tres del Petén y dos de Honduras Británicas o como quien dice, Belice. A excepción del tabasqueño, todos los “aires” eran música de la península yucateca.
Aire de Yucatán No. 1, interpretado por Alan David Ortega Us. Escanea el código QR o ingresa directamente con la dirección: youtu.be/7Ryjlso15Fk
El científico francés llegó a Sisal unos meses antes del inicio “oficial” de la Guerra de Castas (1847-1901) que aunque principalmente se desarrolló en los actuales estados de Yucatán, Campeche y Quintana Roo, tuvo fuertes repercusiones en el Petén y en Belice, principalmente por el alto número de yucatecos, tanto “blancos” como “indios,” que migraron hacia tales destinos, llevando tras de sí causas y consecuencias del conflicto bélico.
En términos generales, podemos decir que los “aires” fueron registrados en un área con un milenario sustrato maya, a la que a partir de la conquista se fueron añadiendo capas de cultura europea, principalmente española, pero con un fuerte acento inglés y africano en Belice, donde la impronta negra fue mucho más honda que en el resto de la península.
Así que los “aires” yucatecos, campechanos, tabasqueños y peteneros, comparten un sustrato cultural común, lo que no fue inconveniente para que se desarrollaran variantes regionales con un fuerte carácter local. La excepción en la península son los aires hondureños, o mejor dicho beliceños, por las razones antes dichas.
No sabemos exactamente en qué población, o poblaciones, escuchó Morelet el Aire de Yucatán No. 1 y el Aire de Yucatán No. 6; tomando en cuenta que estuvo en suelo peninsular unos diez meses, su permanencia en Yucatán fue relativamente breve: del 22 de febrero que arribó a Sisal hasta fines de marzo que cruzó la frontera con Tabasco.
Después de pasar un día en Sisal se dirigió a Mérida, llegando a la ciudad el 24 de febrero por la tarde. Cuatro días después se produjo la toma del “castillo,” un episodio más de la guerra civil que Mérida y Campeche libraban desde diciembre de 1846 y en la que los campechanos habían salido victoriosos.
La herida abierta por la masacre de enero en Valladolid aún sangraba y la posibilidad de una matanza similar, ahora en Mérida y a mucha mayor escala, flotaba en el aire. Los planes de Morelet de visitar Uxmal y Chichén Itzá se frustraron, y el dos de marzo sale huyendo rumbo a Campeche. Estuvo en Mérida poco menos de seis días, en un ambiente agitado por la sombra de la guerra y en el que difícilmente habría festejos populares donde pudiera escuchar los mencionados aires.
En Chocholá, tropezó Morelet con la retaguardia del ejército yucateco que marchaba a enfrentarse con los campechanos, a quienes encontró acampando cerca de Halachó.
Llegó a Campeche el 5 de marzo, y de ahí partió por vía marítima a Isla del Carmen, donde tuvo las únicas experiencias musicales que nos narra sobre Yucatán.
Caminando por los arrabales, se sintió atraído por los cantos religiosos que fluían de una pequeña y rústica iglesia a orillas del mar, donde se celebraba una fiesta: “En aquel momento, un sonido melodioso se elevaba de las profundidades de la iglesia y borraba las últimas notas del canto apenas escuchado: el contraste fue tan marcado y el efecto tan imprevisto, que permanecí un momento desconcertado, como un hombre pasando sin transición de la oscuridad a la luz. Reconocí, desde los primeros acordes, una contradanza nada novedosa en el otro lado del océano; aquel preludio fue seguido de un vals y coronado por una polka de un estilo bastante libre. El cura había conseguido para la solemnidad un órgano de Barbaria recientemente importado, donde el instrumento había provocado fuertes arrebatos de admiración”. (3)
Olvidemos por un momento la extravagancia de usar contradanzas, valses y polkas como si fueran música religiosa. Lo importante es que la primera parte del Aire de Yucatán No. 6 es una polka, y la segunda es un vals.
¿Será esta la música que Morelet escuchó en el Carmen en marzo de 1847?
Es muy probable que sí.
Puede parecernos extraño que Morelet no haya hecho comentarios sobre el ejecutante de tan novedoso instrumento, pues ¿quién sabría tocar el órgano en un arrabal de la villa del Carmen?
La respuesta está precisamente en el nombre del instrumento. El de Barbaria “es un tipo de órgano de manivela destinado ... al baile popular en todo tipo de fiestas y como instrumento de músicos ambulantes, en manos de todo tipo de personas las más de las veces sin conocimientos musicales, concebido para ser movido y trasladado”. (4)
Cuenta con varios rodillos donde viene “impresa” la música, que se pueden ir seleccionando con un mecanismo de cambio. Es el instrumento que utilizan los tradicionales organilleros en la Ciudad de México.
Aparte de la breve partitura, no encontré otras referencias en la obra de Morelet sobre el Aire de Yucatán No. 1, así que es más complicado saber su instrumentación, aunque hacer ciertas conjeturas fundadas no lo es tanto.
“La danza y la música, indicios de una vida libre y fácil, son distracciones desconocidas, y si casualmente tocan algunas melodías con sus groseros instrumentos, son cantos lastimeros, pues parecen llorar por los días de una felicidad remota y perdida”, nos dice el naturalista francés.
Ciertamente los “groseros instrumentos” habrían de ser de fabricación local, y entre ellos podemos contar guitarras (que Yucatán exportaba), violines rústicos, flautas y quizás, algunos de sus parientes cercanos.
En 1848 durante el sitio de Ticul, muchos indios “bárbaramente, sin temor a la metralla y bala raza que se les dirigía, salían sobre el camino, vestidos de mujer, a unos cuantos pasos nada más de la trinchera, en donde se ponían a bailar los unos con los otros, al son de alguna guitarra que tocaban, dejando escuchar al mismo tiempo sus cantos tradicionales, que eran como un himno de alegría que los entusiasmaba”. (5)
Desde los inicios de la Colonia, los indios habían demostrado ser hábiles ejecutantes, y entre los colaboradores en las iglesias había cantores, organistas, “llevadores de violín,” chirimías, trompeteros y clarineros. De todos estos, el violín era el único que podía ser replicado por un hábil carpintero, sumándose a la guitarra como otro de los instrumentos que los indios podían obtener con relativa facilidad.
Durante el mes de noviembre de 1841, en un “baile de indios” que el párroco de Tecoh, el tekaxeño José Canuto Vela organizó en Xcanchakan para agasajar a cierto viajero norteamericano, salieron a relucir los violines y el tunkul.
Y para las fiestas de Navidad en la hacienda Uxmal, “el sonido de los violines me guió al sitio en que se hallaban reunidos los indios”, nos dice el propio Stephens.
Es un hecho que para la década de 1840 los indígenas mayas tocaban y poseían violines, y revisando el Aire de Yucatán No. 1, salta a la vista que su estructura musical se adecúa a la perfección a este instrumento, a la vez que se revela un tanto impropia para la guitarra. Varios de los razonamientos hechos sobre la instrumentación del Aire No. 1 son válidos también para el Aire No. 6; no es casual que la música de las profundidades del área maya de Quintana Roo que conocemos como Mayapax, sea ejecutada solamente con violín y percusiones, y que pervivan el recuerdo, y la fotografía, de Juan de Dios Xool, célebre por fabricar violines “haciendo uso solamente de su cuchillo y machete”. (6)
Parte 4: Comentarios finales
El valor general de los diez “aires”, y de los dos yucatecos en particular, radica en varios factores. Hasta el momento, son los registros musicales más antiguos que tenemos de Yucatán. “Los aires nacionales de origen indio o criollo recogidos en América Central ... se reproducen [en el libro] única y simplemente tal y como se cantan o ejecutan en la región, es decir al unísono, sin ningún ornamento accesorio.” nos dice Morelet. (7)
Esta sencillez rayana en simpleza, induce a pensar que la música que Morelet anotó, es música del pueblo, no académica o pasada por el tamiz académico como la interpretada por José Jacinto Cuevas en 1869. Y aunque su estructura musical es de índole europea, igualmente fue interpretada por ejecutantes con sangre indígena y disfrutadas por sus congéneres.
Quiero hacer hincapié en que fueron documentadas poco antes del inicio y durante los primeros meses de la Guerra de Castas, así que no es aventurado decir que esta música se interpretó, se escuchó y se bailó al menos durante los primeros años del conflicto, para después irse desvaneciendo en las brumas de la geografía y el tiempo.
¿Por qué no es más conocida esta música tan significativa para nuestra historia?
Referencias
(1) Sitio mediateca.inah.gob.mx/islandora_74/islandora/object/musica%3A788. Consultado el 29-12-2020. En el apartado Música popular de la enciclopedia Yucatán en el tiempo, dice: “En 1864, Domingo Antrejuo publicó un cancionero titulado Jaranas de Carnaval” (enciclopediayet.com/musica-popular), consultado el 29-12-2020. Esta breve afirmación tiene varios problemas: en primer lugar, el pseudónimo que utiliza José M. García Montero es D. Antruejo, extraña palabra que refiere al período de tres días anteriores al miércoles de ceniza, como quien dice al carnaval. La publicación de Antruejo difícilmente podría llamarse cancionero, pues es una serie de versos satíricos que levantaron ámpula entre sus víctimas; el término “jarana” significa, entre otras cosas “burla que se hace a alguien, en tono de broma o chiste” y a ello refiere el título, no al tradicional baile yucateco (dle.rae.es/jarana).
(2) Historia de la música. En G. d. Estado, Enciclopedia Yucatanense: tomo IV (págs. 669-822). México, pág. 671. Morelet, Arthur (2015). Viaje a América Central, isla de Cuba y Yucatán: Tomo I. Mérida: UNAM, pág. 17. Sitio: es.wikipedia.org/wiki/Sopa_de_caracol.
(3) Morelet, Arthur (2015). Viaje a América Central, isla de Cuba y Yucatán: Tomo I. Mérida: UNAM, pág. 253.
(4) Saura, Joaquín, Órgano de Bavaria: promemoria de una restauración. Informe del autor publicado en pdf en su sitio web: joaquinsaura.wordpress.com.
(5) Baqueiro, S. (1871). Ensayo histórico sobre las revoluciones de Yucatán T-I. Mérida: Imprenta Litográfica, pág. 421.
(6) Año de 1782, Visita General del Pueblo de Oxkutzcab. AHAY, caja 620, exp. 4. Stephens, J. L. (1937). Viaje a Yucatán 1841-1842: tomo I. México, págs. 97, 209. Pacheco Cruz, S. (1947). Usos, costumbres, religión y supersticiones de los Mayas. Mérida: Talleres del Sr. Enrique G. Triay, pág. 63.
(7) Morelet, Arthur (2018). Viaje a América Central, isla de Cuba y Yucatán: Tomo II. Mérida: UNAM, pág. 303.
Por Efrén Torres Rodríguez