Si repasamos brevemente el transcurrir de la economía como quehacer científico social e independiente de otras disciplinas, podemos ver que sus bases y linderos han cambiado sustancialmente desde hace poco más de 200 años. Su desarrollo ha estado marcado por varias corrientes interpretativas y posturas contrastantes. Como en toda ciencia, el camino hacia la consolidación y madurez de la economía no ha estado exento de debate y polémica. Como se puede observar fácilmente en un coloquio científico sobre temas en boga, el quehacer científico se caracteriza por la falibilidad y la posibilidad de refutación en aras de una mejor comprensión de la realidad. Existen fricciones en donde se falsean ciertas afirmaciones que se daban por ciertas y se generan nuevas.
En este sentido, existen varios ejemplos históricos de debates científicos que han alcanzado dimensiones inusitadas y cuyas consecuencias han sido profundas. Uno de estos choques entre corrientes y propuestas epistemológicas fue el llamado “giro copernicano”. Según cuenta la historia, los planteamientos de Aristóteles y Ptolomeo sobre la configuración del cosmos y el geocentrismo habían permanecido incuestionados hasta entrado el siglo XVI. La llegada de nuevos avances científicos y la intuición de un religioso prusiano llamado Nicolás Copérnico develaron la hipérbole detrás del homo mensura renacentista. En su libro De revolutionibus (1543), Copérnico sembró más dudas metafísicas que científicas: ¿cómo era posible que el ser humano no fuera el centro de la Creación entera?
Si bien es cierto que la economía no ha sufrido un “giro copernicano” en su breve historia como ciencia, el ejemplo de Copérnico tiene el objetivo de arrojar luz sobre el devenir de la ciencia en general. Quizá la enseñanza detrás de toda esta historia sea que la ciencia es falseable, progresiva, pero sobre todo perfectible e incompleta por sí sola. A pesar de que Copérnico haya sido promotor del geocentrismo y diestro en las artes astronómicas de su tiempo, su modelo sobre la estructura del cosmos ha sido desmentido por la ciencia una y otra vez. Aquí es donde hay que apreciar una de las belleza de la ciencia: es cambiante y, a veces, errática, pero permanece en refinamiento y construcción constante, más allá de la especialización que esto pudiera suponer.
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Así, dada la aproximación a la polémica copernicana, la historia de la economía tiene resonancias en la historia de las demás ciencias, pues no ha estado exenta de cambios abruptos y desencuentros. Si hiciésemos el ejercicio de plantear un recorrido histórico de la ciencia económica con la “lechuza de Atenea” para entender mejor esta cuestión, podemos ver que en la Antigüedad clásica la economía era pensada como una rama más de la política y, por ende, como parte fundamental de la búsqueda del bien común y la eudaimonía de la polis. Como menciona Aristóteles en la Ética a Nicómaco (349 a. C.), la economía está subordinada a la política, pues es parte importante de la administración de la ciudad para obtener el bien de todos sus habitantes:
“Ésta es, manifiestamente, la política. En efecto, ella es la que regula qué ciencias son necesarias en las ciudades y cuáles ha de aprender cada uno y hasta qué extremo. Vemos, además, que las facultades más estimadas le están subordinadas, como la estrategia, la economía, la retórica. Y puesto que la política se sirve de las demás ciencias y prescribe, además, qué se debe hacer y qué se debe evitar, el fin de ella incluirá los fines de las demás ciencias, de modo que constituirá el bien del hombre” (1094a24 - 1094b10).
Desde ese momento y con el transcurrir de los siglos, poco cambió hasta llegado el Renacimiento y el auge comercial entre Europa occidental y otras partes del mundo. Sin embargo, fue hasta Adam Smith que se empezó a desarrollar la economía como un quehacer separado de la filosofía moral como hasta entonces había sido estudiada. Tiempo después vino David Ricardo y sus planteamientos sobre el comercio internacional, pero es con la teoría marginalista y la incorporación del cálculo infinitesimal que surge un posible punto de quiebre en la ciencia económica. Alfred Marshall y Léon Walrás dieron la pauta para la consecuente modernización y matematización de la ciencia económica de la misma manera en que lo había hecho Copérnico con la astronomía.
Vista desde esta narrativa, la historia de la economía parecería ser un proceso dinámico y de progreso tangible: los modelos cada vez se volvieron más eficaces para analizar las decisiones humanas. Hasta ahora, todo este desenvovimiento parecería ser inocuo. No obstante, junto con la matematización de la economía, también advino una separación cada vez más notoria con la filosofía, su propio origen. A pesar de la intención de ciertos autores de perseverar en planteamientos más cercanos a la política y la filosofía, como Marx y los proponentes de la teoría del valor-trabajo, la ciencia económica buscó seguir el camino de la objetividad científica con base matemática. Hasta mediados del siglo XX, la predominancia de los modelos marginalistas y neoclásicos parecía incuestionada.
En los años setenta, llegaron las crisis y, con ellas, el cuestionamiento a la teoría neoclásica para predecir el comportamiento humano. Dentro de este debate, se postularon distintas alternativas, algunas más asequibles que otras. En el fondo, la cuestión que se discutía, y desde entonces se continúa discutiendo, era si realmente actuamos según los supuestos tradicionalmente aceptados, entre ellos el de racionalidad absoluta. Mientras la escuela de Chicago continuaba en la defensa del modelo racional puro, otros académicos se preguntaban si era necesario desechar o acotar los alcances de la racionalidad humana. Así fue como surgieron, en 1979, los primeros estudios que ponían en tela de juicio este supuesto y que apuntaban a las limitaciones y sesgos que tenemos a la hora de tomar decisiones. Daniel Kahnemann y Amos Tversky, en su célebre artículo Prospect Theory: An Analysis of Decision under Risk (1981), fueron pioneros en tratar de analizar, desde la psicología, este tipo de comportamientos que se alejaban del supuesto de racionalidad pura de los agentes.
Desde entonces, los estudios al respecto han ido en aumento. Todo parece indicar que nos equivocamos, que tenemos fuertes sesgos cognitivos a la hora de tomar decisiones y solemos imitar el comportamiento de las mayorías hasta en las cuestiones más básicas. Es cierto que solemos ser racionales de forma general; no obstante, estos sesgos son casi inconscientes y nos llevan a no tomar las mejores decisiones. Además, actuamos recurrentemente según la empatía y tenemos distintas perspectivas sobre qué es la justicia. Ante esto, ¿qué pasó con aquel individuo completamente racional y maximizador? ¿Dónde dejan a la economía estos planteamientos? ¿Hacia dónde se dirige, o debiera dirigirse, la ciencia económica? Desde la economía del comportamiento se sugiere que se incorporen avances de la psicología para reconsiderar los modelos clásicos y así adquirir una mayor capacidad predictiva. A pesar de las diferencias que pueda tener con la teoría neoclásica, es una perspectiva distinta, aunque complementaria, que vale la pena explorar para tener una visión más completa de la realidad.
Cada ciencia aporta su particular óptica del mundo que nos rodea, aunque al final esa óptica sólo represente un recorte especializado y parcial. Ahí radica la importancia y relevancia de los enfoques multidisciplinarios y las teorías de la complejidad, pues pueden articular el conocimiento proveniente de varias áreas del saber. Al final, no se trata de romper con el conocimiento previo, sino darle un enfoque más completo y mantener un diálogo abierto con otras disciplinas, ya que pueden aportar una visión no contemplada o pueden hacer notar alguna deficiencia en los procedimientos llevados a cabo.
Ahora bien, el problema es que los logros del diálogo entre la psicología y la economía no son suficientes. En particular, existe una amplia variedad de temas relacionados con las decisiones humanas, justicia y distribución que no pueden ser tratados exclusivamente por la psicología. Por ende, es la filosofía la que puede aproximarse mejor a las preguntas que subyacen a los conceptos económicos más relevantes. Así, aunque Richard Thaler haya dicho que sus estudios versan sobre regresar a los planteamientos de Adam Smith, si la ciencia económica quisiera regresar verdaderamente a su origen sería necesario que retomara el diálogo con la filosofía y la ética en particular, entendida en el sentido más amplio posible.
Como hemos visto hasta ahora, el diálogo entre la economía y la filosofía no es sólo deseable, sino necesario. Claramente esta afirmación será motivo de controversia entre los economistas más ortodoxos. Sin temor a equivocarnos, podemos decir que parte de la discusión sobre la economía hacia el final del siglo pasado se ha centrado en que esta ciencia debe limitar lo que se ha llamado como “análisis normativo” en sus conclusiones y que, por ende, sólo debe aspirar a resolver las cuestiones objetivas y “positivas”. Desde la teoría neoclásica y sus reinterpretaciones recientes en el siglo XX, se ha buscado eliminar cualquier dejo de axiología y “deber ser” para centrarse en lo que es y cómo puede cuantificarse. Uno de los principales autores a favor de la “economía positiva” fue Milton Friedman. En un artículo de investigación titulado The methodology of positive economics (1966), Friedman argumenta que la economía debe centrarse en el análisis de las consecuencias cuantificables de las políticas, ya que discutir sobre lo que es mejor no lleva más que a la polarización y discordia:
“Me atrevería a decir, además, que actualmente en el mundo occidental, específicamente en Estados Unidos, las diferencias acerca de la política económica entre ciudadanos desinteresados se deriva, predominantemente, de diferentes predicciones sobre las consecuencias económicas de tomar ciertas iniciativas -diferencias que en principio podrían ser eliminadas por el progreso de la economía positiva- no necesariamente entre las diferencias basadas en valores, diferencias por las que los hombres nada más pelean […] Si este juicio es válido, esto significa que el conceso en la política económica “correcta” depende mucho menos del progreso de la economía normativa que en el progreso de la economía positiva que sostiene conlusiones que son, y merecen ser, ampliamente aceptadas”.
De esta manera, Friedman separó estas dos perspectivas de la economía, positiva y normativa, y privilegió el análisis objetivo y cuantitativo sobre cualquier valoración ética. Como he tratado de explicar, esta distinción y el consecuente alejamiento de la economía de la filosofía ha sido costoso en capacidad predictiva y ha privado a la economía de una visión más completa sobre las decisiones de los seres humanos. La separación de ciertos aspectos de un quehacer científico en un afán de completa objetividad no sólo es problemático, sino peligroso. Hay que entenderlo de una vez por todas: no existe tal cosa como una ciencia sin valores y discusiones de carácter ético independientemente del área de estudio y lo complejo de sus avances.
Ahora bien, algunos economistas podrían objetar que esta discusión es bizantina, pues se ha dicho recurrentemente que el trasfondo detrás de estos conceptos económicos son supuestos, afirmaciones que se dan por cumplidas para poder desarrollar modelos, y que estos supuestos no tienen por qué corresponder con la realidad si los modelos tienen capacidad predictiva. Como diría Milton Friedman, apologeta de este tipo de posturas, en el mismo libro ya referido, el realismo absoluto no sólo es imposible, sino indeseable; para él, la queja de aquellos que critican la falta de realismo de los modelos es infundada:
“Un realismo completo es claramente inalcanzable y la pregunta sobre si una teoría es lo suficientemente realista sólo puede zanjarse con observar si esa teoría puede producir buenas predicciones para el propósito que se busca o si hay mejores predicciones con teorías alternativas. […] Así, la creencia que dice que una teoría puede ser juzgada por el realismo de sus supuestos, independientemente de la eficacia de sus predicciones, es la fuente principal de la crítica que se le hace a la economía como poco realista.
Entonces, Friedman critica que se privilegie el realismo de un modelo sobre su capacidad predictiva, pero lo que proponemos va justamente en la dirección contraria: como el modelo ha perdido capacidad predictiva en varios aspectos, quizá sea momento de cambiar los supuestos o repensar el modelo que tienen detrás los conceptos económicos en aras de obtener una mejor comprensión de la realidad.
Dado lo anterior, ¿cómo incorporar la axiología y la discusión filosófica sin que los modelos económicos pierdan su capacidad predictiva, rigor y objetividad? ¿Cómo podemos nutrir los conceptos económicos como racionalidad, eficiencia e interés propio con filosofía? Estas preguntas no versan sobre una superposición de la filosofía sobre la economía, sino sobre un posible diálogo que puede ayudar a arrojar luz a la relación entre estas dos áreas del saber y, más allá, sobre la compleja relación existente entre la ciencia y las disquisiciones de carácter filosófico en general.
Si bien es cierto que este análisis ha traído más preguntas que respuestas, podemos decir que esto está justificado en tanto que uno de los atributos más relevantes de la filosofía consiste en el saber preguntar. La economía emplea nociones simplificadas sobre temas nada triviales que han sido abordados por múltiples filósofos a lo largo de la historia de la humanidad. El problema radica en que esa simplificación ha llegado a tal grado que quizá sea momento de pasar esas nociones por la crítica filosófica en aras de construir conceptos, supuestos y modelos más complejos, pero a la vez más cercanos, sin que pierdan su valía predictiva y su rigor científico. En ningún momento hemos propuesto que la economía se deslinde de toda matematización ni que se olvide la objetividad que vino con la economía neoclásica y con las teorías marginalistas. Lo que pretendemos es solamente darle mayor contenido a esas nociones como la racionalidad, la motivación y la justicia que parece que han quedado reducidas a rudimentos formales y lejanos de su carácter prescriptivo. Esta discusión, al igual que los esfuerzos realizados por la economía del comportamiento, es parte de un proceso dialógico que puede nutrir la búsqueda del conocimiento, la verdad y la comprensión de la realidad que nos rodea a todos.
Como menciona Isabelle Stengers en Cultivar una deslealtad hacia quienes nos gobiernan (2013), no se trata de vilipendiar o eliminar la ciencia, sino de desechar el ímpetu detrás de una falsa noción de progreso científico y dejar de lado la “racionalidad conquistadora” que ha despegado a las ciencias de su carácter eminentemente humano. Es innegable que la ciencia es benéfica, siempre y cuando no olvide su vocación y razón de ser para buscar la verdad más allá de los intereses que le son ajenos:
“El siglo XIX vio la creación de instituciones de investigación en estrecha relación simbiótica con lo que, siguiendo a Marx, podría denominarse el desarrollo de las fuerzas productivas, y en ese mismo tiempo el valor de la ciencia fue asociado a la búsqueda de un conocimiento que se identificaba con el progreso del género humano. Hoy en día, la autonomía relativa, que traducía la noción de simbiosis, da paso a una relación de dependencia directa. Sin embargo, pienso que tenemos una necesidad crucial de ciencias, pero de ciencias que no estén definidas por la idea de una racionalidad conquistadora, que imponga autoridad sobre la opinión”.
La economía tiene la ventaja de ser una ciencia más próxima a las problemáticas sociales y políticas. Además, hoy en día, la economía se ha vuelto indispensable y en parte también responsable, en parte, del futuro de la humanidad. Es aquí donde entra la oportunidad para dialogar con otras disciplinas y robustecer su cuerpo teórico. ¿Por qué continuamos esta lucha contra cualquier dejo de normatividad en la ciencia?
Al final, a pesar de toda la objetividad que pudiera alcanzar la economía positiva, Friedman reconoce que detrás de las hipótesis de los modelos hay un proceso creativo que va más allá de los manuales de método científico. Por tanto, como reconoce el mismo Friedman, previo al desarrollo de los modelos teóricos está ese espacio creativo en el que los economistas pueden ir más allá de su propia disciplina para pensar en mejores aproximaciones y explicaciones de las relaciones entre seres humanos y de la realidad misma. Quizá es en ese espacio donde los científicos pueden incorporar aprendizajes de otras áreas del saber y llevar los modelos a nuevos horizontes no contemplados. Se trata, pues, de una dinámica lúdica e independiente, enraizada en la intuición, en la que podrían dialogar la economía positiva y normativa, pero también la ciencia y la filosofía en un nivel más general. Si hay algo que debe rescatarse del ideal ilustrado es el lema sapere aude. Ese atreverse a saber no sólo implica la incomodidad de escuchar e incluso aceptar posturas contrastantes, sino de hacerse las grandes preguntas y disponerse en el diálogo para buscar la verdad en donde ella no es tan evidente, como en el caso de la filosofía para la economía.