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Fernando García Ponce, incólume inventor de reglas

“Vita brevis, ars longa, occasio praeceps,

experimentum periculosum, iudicium difficile”

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En el principio, fue sólo Fernando

La inquietud por continuar el ánimo festivo del Día Mundial del Arte y el próximo aniversario del Museo de Arte Contemporáneo Ateneo de Yucatán (MACAY)motivan las siguientes líneas dedicadas a Fernando García Ponce, uno de los artistas clave dentro de la historia de la pintura mexicana moderna cuya obra fue la primera que conocí a fondo cuando inicié mi trabajo sobre la llamada Ruptura/Apertura.

Para (re)encontrarme con él me basta teclear su nombre en Google para que en 1.01 segundos se desplieguen cerca de 7 millones y medio de resultados, en donde casi todos repiten una misma biografía construida forzosamente de fechas y acontecimientos acumulados en tan sólo medio siglo de vida. Los sitios iteran una sola imagen: Fernando con 35 años, mi misma edad (¿coincidencia?), con una barba espesa “idéntica a D.H. Lawrence”, a parecer de su hermano Juan. Ambos portaban el cabello largo sobre la frente, a lo Beatle, antes de los Beatles. Sin embargo, uno sonreía más que el otro en las fotos. La imagen de Fernando es así, de semblante serio y con una estudiada actitud, la misma postura que Manuel Álvarez Bravo inmortalizó a mediados de los años sesenta, viste de suéter negro y pantalones a juego. En todos es igual y esto parece respetar lo que dice Jorge Ibargüengoitia en Instrucciones para vivir en México (1990):

“Hay que conmemorar al prócer en un momento determinado y siempre con la misma ropa, al fin no tiene por qué cambiarse. Hay que tener en cuenta que la calva del cura Hidalgo, la levita de Juárez y el pañuelo de Morelos son más importantes para identificar a estos personajes que su estructura ósea”.

Fernando García Ponce se representaba a sí mismo sin temor de invadir el espacio en sus obras dedicado a la abstracción, la cual alternaba además con fotografías, pedazos de alfombra, cajas de medicamentos y fragmentos de periódicos (el unomásuno de Huberto Batis y Fernando Benítez, La Jornada de Cristina Pacheco y Elena Poniatowska) y de la revista Artes Visuales del Museo de Arte Moderno. Este magistral uso de las tijeras fue una habilidad desarrollada en Barcelona a finales de los 70, cuando, ante la imposibilidad de pintar, Fernando cortó, eligió, cambió, pegó, arrancó y, en ocasiones, volvió a comenzar una pieza motivada por el deleite, la textura, el color y el peso.

Esta imagen que se empecinó en perpetuar no siempre fue la misma. Prueba de ello es uno de sus primeros autorretratos, en donde incluso se le puede ver el cabello en tonos marrones.

La mirada es indiscutiblemente la misma y, como símbolo confirmatorio de su vocación de pintor, en la esquina inferior izquierda se encuentran 8 pinceles dispuestos en un bote de porcelana de yogur, como el que su hermano Juan se apropió para poner sus lápices.

La obra mencionada se encuentra fechada en 1951, un año cercano al accidente automovilístico que le traería ataques de epilepsia en los años subsecuentes, algo que cuenta su hermano: 

“El viaje terminó trágicamente. El automóvil en el que iban ellos se fue a un profundo barranco. El más desafortunado en ese accidente fue Fernando. Se le salió el líquido encefaloraquídeo (sic.) por una oreja y estuvo muy grave varias semanas. Lo salvó el Dr. Lerma. Pero las consecuencias…” (Vida, formas y muerte de pintor,  1997, pág. 30).

Al año siguiente, en 1952, Fernando ingresó a la Universidad Nacional Autónoma para estudiar arquitectura. De manera simultánea estuvo bajo tutela del pintor valenciano Enrique Climent, con quien pintaba paisajes en las afueras de la ciudad y en el taller se enfocaban en los bodegones. No es fortuito que Autorretrato (1951), el cual se encuentra en la página de Google Arts & Culture, tenga como recomendaciones los girasoles de Van Gogh, ya que Fernando se sentía atraído por la obra del pintor neerlandés;  fue su primera elección.

Fernando decidió, en 1957, dejar la carrera de arquitectura antes de concluirla y viajó al Viejo Continente por cerca de medio año. A su regreso, dejó todo por la pintura y comenzó a “pintar en serio”, por emplear las palabras citadas por María Luisa Borràs (Fernando García Ponce, 1992, pág. 23). Así, pasó de las naturalezas muertas a los estudios geométricos y se encontró muy cercano a la abstracción, un lenguaje que lo acompañaría hasta el final de sus días.

FGP y su generación

Para marcar su paso por la abstracción, Fernando quiso destruir el primero de sus cuadros, de la misma manera que José Luis Cuevas destrozó su mural efímero 10 años después. Y, aunque el enfant terrible mexicano aseveró en más de una ocasión que concibió dicha idea durante su estancia en Nueva York por la exposición “The World of José Luis Cuevas” (tengo mis sospechas de que haya sido así en su totalidad). Prueba de ello es el soliloquio que Cuevas ofreció para el Boletín MACAY (2014), ya que en dicha intervención manifestó guardar una profunda amistad con él:

“Fernando García Ponce había tenido una etapa también figurativa, pero después empezó a hacer abstraccionismo con un talento verdaderamente excepcional y un lenguaje muy propio. Desde sus primeros cuadros empezó a tener un estilo propio”.

Con el nivel de compenetración entre los jóvenes creadores de esa época resulta muy difícil pensar que en algún momento no se hayan influido, ya que compartían autores, lecturas, viajes y espacios. Empero, Fernando, contrario a Cuevas, decidió no destrozar su cuadro y prefirió regalárselo a su hermano Juan, quien pronto se convirtió en “el artwriter más rendido, constante y entusiástico que tuvo él y su generación” (Textos dispares. Ensayos sobre el arte mexicano del siglo XX, 2014). A ellos les tocó cambiar la fisonomía cultural del país y abrir el escenario contemporáneo de nuestro sistema del arte bajo diversos nombres: la mafia, la nueva escuela mexicana, los jóvenes pintores, apertura, vanguardia de los 60. Dicho término fue concebido por Octavio Paz y Luis Cardoza y Aragón e introducido al debate científico académico por Teresa del Conde, quien apunta en Un pintor mexicano y su tiempo. Enrique Echeverría (1923-1972) que “sea o no acertada y compatible con la realidad de aquellos tiempos, es la que ha alcanzado validez”.

Pensar en este capítulo de las artes mexicanas implica, entre otras tareas, atravesar ciertas capas que esconden un trasfondo muy diferente a la historia mediatizada de una generación. Más allá de las épicas fiestas, los golpes que se armaron en la Sala de Confrontación 66 o los escándalos por el Teatro Pánico de Jodorowsky, en el país (y el mundo) se vivía una efervescencia juvenil que transmutó el sistema artístico nacional que hasta entonces había permanecido cerrado.

Recordemos que el periodo precedente se caracterizó por la hegemonía del discurso nacionalista, el cual se valía de muros y del celuloide para configurar el rostro de la nación. Además, se reconfiguró la vida laboral del escritor, quien incorporó al cine como un espacio de experimentación, y se institucionalizó. Además, el movimiento muralista mexicano, el cual lideraron Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco.

Contrario a lo que pudiera insinuar su denominación, La Ruptura no fue producto de una generación espontánea, ya que su consolidación fue el resultado de un proceso que duró poco menos de una década.

Mientras el Muralismo creció en la definición de sus principios e ideología, de manera paralela se hizo presente “una contracorriente pictórica” que realizó su obra al margen de los principios estético-ideológicos imperantes (Una visión del arte y de la historia. IV, 2007, p. 233). A esta generación intermedia pertenecieron Julio Castellanos, María Izquierdo, Agustín Lazo, Carlos Mérida, Alfonso Michel, Carlos Orozco Romero, Manuel Rodríguez Lozano, Antonio Ruiz “El Corzo” y Rufino Tamayo, por mencionar una parte. Ellos rechazaron la idea de producir arte con  mensaje político y orientaron su nacionalismo por el camino de las vanguardias europeas, como lo explican Feria y Lince Campillo en Arte y grupos de poder: el Muralismo y La Ruptura (2010):

“Para estos jóvenes artistas, la modernidad significaba abrir los ojos a lo universal y hacerlo propio, de tal suerte que lo moderno parecía estar en franca oposición a lo nacional. Ellos no miraban hacia atrás con nostalgia, sino que se veían ubicados en el presente y con la mirada en el futuro”.

Ellos abrieron camino a los jóvenes creadores de La Ruptura, la cual mucho tiempo tuvo como punto de partida la inauguración de la Galería Prisse en 1952. Prueba de ello son las tesis de Teresa del Conde (1979) y Rita Eder (1981). Sin embargo, no es sino hasta los tardíos cincuenta que los rupturistas comenzaron a tener reconocimiento internacional a través de exposiciones fuera de México y financiamientos económicos. Dichas condiciones les permitieron explorar otros territorios y tener contacto con corrientes internacionales, como son el informalismo en Francia y el expresionismo abstracto en los Estados Unidos.

De tal manera que, así como la Escuela Mexicana de Pintura encontró en los muros de los edificios públicos un espacio para pregonar su ideario estético, La Ruptura ubicó en los medios de comunicación masiva un campo fértil para abrir espacios para la crítica cultural y la visibilización del arte y la literatura mexicanas modernas. Por su parte, instituciones culturales, como la Universidad Nacional Autónoma de México, fueron decisivas en la integración de pintores, escritores, músicos y cineastas que, como anteriormente mencioné, aunque iniciaron su trayectoria a principios de los 50, no es sino hasta 1958 que expresaron cambios de segundo grado.

Ese año, creadores como Manuel Felguérez, Lilia Carrillo, Fernando García Ponce, Vicente Rojo y Enrique Echeverría se asentaron sin titubeos en pos de la autonomía estética. En tanto, Cuevas dirigió a Fernando Benítez una carta desde Nueva York, con el propósito de que se publicara en “México en la Cultura”. Así, la misiva apareció un par de semanas más tarde con el título Cuevas. El niño terrible y, más adelante, sería (re)conocida como La cortina del nopal. Benítez, el iniciador del periodismo cultural en México, estuvo al frente en dicho suplemento hasta su despido en 1961 y continuó su labor con La cultura en México en el semanario Siempre!. Ambas publicaciones resultaron decisivas no sólo para La Ruptura, sino para la cultura periodística mexicana difundida en el país y en el extranjero.

Monsiváis (Casa del Lago, 2001) ubicó el periodo de 1958 a 1965 como el inicio de la democratización de la cultura y a la UNAM como el epicentro de la vanguardia. Además, el hecho de que Jaime García Terrés estuviera al frente de Difusión Cultural de la máxima casa de estudios posibilitó que los factores de integración, los procesos de difusión y las tendencias estéticas de La Ruptura alcanzaran un momento de clímax. Varios escritores de La Ruptura se incorporaron como colaboradores de este importante centro de difusión del arte y la literatura: Juan Vicente Melo y Tomás Segovia dirigieron Casa del Lago; Juan García Ponce fue jefe de redacción de la Revista de la Universidad de México; José de la Colina coordinó los cineclubes; Juan José Gurrola estuvo a cargo del teatro y la televisión universitaria; Inés Arredondo trabajó en la Dirección de Prensa y Huberto Batis estuvo a cargo de la Dirección General de Publicaciones y de la Imprenta Universitaria. De esta forma, una gran parte de ellos trabajaron en la generación de un público distinto que proclamaba el fin del nacionalismo cultural dentro de los terrenos universitarios.

Además del trabajo universitario, los miembros de La Ruptura colaboraron en revistas y suplementos culturales del país: Cuadernos del Viento, La Palabra y el Hombre, la Revista de Bellas Artes y, sobre todo, la Revista Mexicana de Literatura, donde se publicaban traducciones de autores europeos, norteamericanos y latinoamericanos.

En 1959, la bonanza continuó con la creación de Ediciones ERA, por parte de Vicente Rojo, José Azorín y los hermanos Espresate. Pronto dicha empresa se incorporó como una de las prestigiadas editoriales del país en la que la mayoría de los escritores congéneres de García Ponce publicaron sus ensayos críticos, traducciones, poesía, cuento, novela, crítica de arte y reseñas literarias. Un poco más adelante, ese mismo año, se inauguró formalmente la Casa del Lago como Centro Cultural de la UNAM. Dicho recinto fue un importante espacio para los artistas de La Ruptura, en especial cuando Juan Vicente Melo fue su director y Mercedes de Oteyza coordinó la galería (1963 a 1967).

Salón ESSO y Confrontación 66

Mención aparte merecen dos piedras de toque para La Ruptura y en ambos la figura de Fernando García Ponce resulto esencia. Me refiero al Salón ESSO (1965) y a Confrontación 66 (1966), el primer proyecto y escenario en el que se “alertaba al medio cultural mexicano de un prolongado y peligroso impasse” (Taracena, 1966).

La importancia de ambos eventos, de orden cronológico, es que se sitúan frente a la historia de la pintura mexicana como expresión de una necesidad del arte de romper con la hegemonía nacionalista y del reconocimiento de que existen distintas líneas de desarrollo de individuos y grupos, que corren paralelas, pero sin apartarse del espíritu del arte. Se trató, entonces, de sus primeros indicios de organización como grupo. Dicho conjunto de individualidades con obras marcadas por la diversidad trazó su camino y pese a que no deseaban ser identificados como grupo o ideologías específicas se ponían más o menos de acuerdo en torno a la figura de intelectuales como Juan García Ponce, quien se convirtió en su escritor y crítico por antonomasia.

El Salón de Artistas Jóvenes Latinoamericanos, conocido como Salón ESSO, fue patrocinado por la Organización de los Estados Americanos y ESSO en 1965. Sus participantes pertenecían a una generación joven de artistas cuyo trabajo amplió del estado del arte en América Latina. El objetivo fue evaluar el arte latinoamericano de acuerdo con las condiciones temporales y espaciales de cada país y las características específicas de los artistas y grupos individuales. El jurado se integró por defensores de las dos tendencias imperantes en la escena artística: Rufino Tamayo, Mathias Goeritz, Carlos Orozco Romero, Justino Fernández, Juan García Ponce y Rafael Anzures. Más de 300 artistas enviaron alrededor de 500 obras de pintura y escultura, de las cuales quedaron seleccionadas 74 obras de 39 pintores y 19 escultores prioritariamente figurativos. Al final, el jurado otorgó el primer y segundo lugar a Fernando García Ponce y a Lilia Carrillo, respectivamente.

Por su parte, Confrontación 66 fue un proyecto de Jorge Hernández Campos, quien dirigió la sección de artes plásticas del INBA en aquel entonces. Dicho evento es caracterizado por Vicente Rojo como “un momento de ruptura nunca visto” (2015) entre la abstracción y la nueva figuración, ya que “el hecho que se llamara Confrontación 66 quiere decir que ya se estaba aceptando que había un conflicto, un cambio” (2016).

Participaron un importante número de artistas de las nuevas generaciones, quienes representaron a las dos grandes posturas artísticas del momento: la Escuela Mexicana y las vanguardias de tendencias internacionales. El comité se conformó por dos grupos de artistas y críticos recalcitrantes, entre los que figuraron Raquel Tibol, Juan García Ponce, Alfonso de Neuvillate, Manuel Felguérez, Francisco Icaza, Benito Messeguer, Vicente Rojo y Mario Orozco Rivera, quienes redactaron la convocatoria y elaboraron una lista de invitados.

42 pintores fueron escogidos para ser invitados, como garantía de la existencia de todas las tendencias, de los cuales 29 aceptaron la invitación y 8 fueron seleccionados. Además, los pintores miembros del comité enviaron los cinco cuadros de rigor, entre quienes sólo Benito Messeguer se abstuvo de confrontar. Por su parte, los pintores no seleccionados presentaron alrededor de 500 obras en otro espacio del recinto.

Pese a la polémica en torno a este momento, los creadores de La Ruptura encontraron el sentido a través de sus diferencias, de sus vivas contradicciones ajenas a todo canon preestablecido. Como bien lo expresó Juan García Ponce (1966):  

“Su actitud parte del reconocimiento de que un artista contemporáneo tiene que inventarse a sí mismo, crear sus propias reglas. En el espíritu y la voluntad que representan se encuentra el presente y el posible futuro de la pintura mexicana”.

Al año siguiente de Confrontación 66, García Terrés dejó la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM y La Ruptura comenzó a disgregarse como consecuencia de que sus integrantes fueron relevados de sus cargos culturales. Al año siguiente, dicha separación se agudizó con la represión del movimiento estudiantil y con los efectos que esto produjo en los programas culturales de la UNAM. La labor de creación y difusión continuó de forma fragmentaria e individual, por lo que 1968 se convierte en un año crucial la generación de García Ponce al ser el momento definitivo de su dispersión. Así, a finales de esta década, los congéneres de García Ponce -que en aquel entonces rondaban los cuarenta años- se relacionan más en forma circunstancial y personal, que en torno a proyectos culturales de manera conjunta. En los 70 nacen los grupos de creadores con una inquietud más allá de la pura preocupación artística, formal o técnica: el arte sale a la calle, una nueva Ruptura está por gestarse.

En 1966 concluyen también las tentativas y experimentación en Fernando García Ponce, para dar paso a su periodo más fértil y a una pintura muy personal caracterizada por la abstracción y la reducción del color al mínimo:

“Elegí la abstracción porque considero que el color y la forma son suficientes para hacer pintura… Uso poquísimos colores… En realidad, sólo dos o tres: blanco, negro y rojo. Y sus variantes” (Borràs, 1992, pág. 84).

De 1967 a 1972, sus exposiciones en la Galería Juan Martín siguen una frecuencia anual. Al año siguiente, en 1973, se le organizó una gran exposición retrospectiva en la Sala Nacional del Palacio de Bellas Artes con obra de 1962 a 1972. Posteriormente, en 1976, Fernando García Ponce expuso 23 acrílicos en la nueva galería de su hermano Carlos. Es también cuando comenzó a trabajar con más interés la técnica del collage y para ello empleó elementos heterogéneos dentro de sus composiciones abstractas.

Con la llegada de los 80, la crítica se volvió rala si se le compara con la desarrollada en las décadas antecedentes. Por su parte, García Ponce continúa recurriendo al collage de manera obsesiva con el objeto de hallar nuevos efectos estéticos. Vicente Rojo, su amigo y pintor contemporáneo a su generación, se sorprendía de su obra y aseveró en más de una ocasión estar sorprendido: “cómo puede estar tan loco y sus cuadros tan cuerdos”. Por su parte, de manera más reciente, la escritora y crítica de arte Avelina Lésper dedicó un tiempo especial en su recorrido por el MACAY para visitar la sala permanente dedicada a Fernando García Ponce y se expresó de él como “un pintor intelectual que con su noción del espacio generaba un equilibrio en cada pieza”.

Tal relevancia, como la que exhiben sus congéneres, habría de ser merecedora de al menos una veintena de libros, miles de textos críticos y numerosas tesis de grado avocadas al análisis de su obra. Sin embargo, la realidad es otra. En el caso de Fernando, sólo existen dos libros dedicados completamente a él, a saber: el escrito por la historiadora del arte y crítica española especializada en vanguardias María Luisa Borràs (1992) y el del poeta y ensayista mexicano Roberto Vallarino (2002).

El primero de estos ejemplares se ha convertido en un material ampliamente codiciado, ya que además de la profusa investigación hemerográfica que lo nutre y de la introducción de la crítica de arte moderno y contemporáneo Dore Ashton, se encuentra ampliamente ilustrada. Tiempo atrás era posible adquirirlo en el mismo Museo MACAY. Ahora, según recuerdo, sólo se encuentra disponible a la venta su versión en inglés. Por su parte, el segundo libro tiene una edición más económica y pertenece a la colección Círculo de Arte del ya extinto Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Incluye un texto que Roberto Vallarino escribió en 1987, cuando falleció Fernando García Ponce. De igual manera se trata de una obra no tan asequible, ya que su disponibilidad en librerías es de manera esporádica.      

En general, las publicaciones sobre los creadores que renovaron el arte mexicano en la mitad del siglo XX son escasas, exceptuando los casos de José Luis Cuevas, Manuel Felguérez y Vicente Rojo. Lo que sí hay son menciones y en algunos casos espacios dedicados al estudio de su obra. Habrá, entonces, que visitar el museo que lleva su nombre.

El Museo Fernando García Ponce

Siete años atrás, en 2014, el Museo Fernando García Ponce inició una colaboración con el Art Project del Google Cultural Institute con la inclusión de 119 piezas que el artista yucateco produjo de 1957 a 1986. De esta forma, se convirtió en el quinto museo del país en incorporarse a la iniciativa. Actualmente, este recinto se encuentra promoviendo en sus redes sociales los recorridos virtuales en salas como la permanente dedicada al artista yucateco. Basta visitar la página web www.macay.org para iniciar un recorrido, una iniciativa que se anunció en agosto del año pasado como medida para acercar los bienes a la ciudadanía, sobre todo en el ámbito de los museos. 

SY

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