(Segunda parte)
La poesía contemporánea también ha incursionado en el campo de la metaficción desde diversos parámetros ideológicos y culturales y desde diferentes concepciones. Aquí, la segunda parte del ensayo de Kenia Aubry sobre la obra del autor campechano.
(Continuación)
Y es también materia artística, la ansiedad del escritor por decir lo que otros no han dicho: “Oh Mía, la primera,/ me han apresado tus pequeños ojos. A mí,/ que he sido inmune a las demás delicias,/ y desde entonces ha cedido mi arrogancia/ bajo el peso de tus pies… // No. Todo esto ya fue dicho” (2009: 36; las cursivas son del original). Estos versos dejan de manifiesto que lo que ha de hacer un escritor siempre –tomamos la idea de la entrevista de Caballero Bonald– “es indagar en el lenguaje, huir del estancamiento, del realismo de vuelo rasante. Que las palabras signifiquen más de lo que significan en el Diccionario de la Lengua. Eso es la poesía” (Cruz, 2007). No hay otro modo de que la función reflectante de una obra puesta en abismo cumpla con su papel de bisagra si no se ponen en mutua relación, al menos, dos series de acontecimientos (Dällenbach, 1991: 87). Hasta ahora hemos explicado la relación entre el libro real y el de ficción, el uno y el otro de la misma materia genérica, pero ambos “Cuadernos de los sueños” coinciden en otra relación de eventos, la autoría de los dos textos corresponde a Manuel Iris. El poeta se introduce en las páginas del poemario con su propio nombre (como puede constatarse en algunos de los ejemplos anotados) y, como él mismo lo expresa, está ahí por un azar o voluntad que no comprende o, mejor, que finge no comprender; los lectores, sin embargo, no olvidamos que estamos ante un manuscrito de los sueños, pero no del sueño que adormece, sino del sueño ?como lo hemos aprendido de Gaston Bachelard? de un soñador de ensoñaciones que confía en la palabra poética y confía en que su vigor puede trastocarlo todo. El autor persona y el Manuel Iris apócrifo tienen pleno conocimiento “que una ensoñación, a diferencia del sueño, no se cuenta. Para comunicarla, hay que escribirla, escribirla con emoción, con gusto, reviviéndola tanto más cuando se la vuelve a escribir” (Bachelard, 1982: 19). Esta es una de las razones por las que, en letra cursiva, el Manuel ficticio ofrece sus ensoñaciones escritas en el libro inacabado y es también una de las razones por las que duplica su personalidad poética; ambas peculiaridades de la obra, en conjunto, son un acto que reafirman la emoción por la escritura del autor peninsular:
Nosotros somos los soñados. Observa bien cómo ahora mismo el viento, por un capricho de Mía, ha decidido no volar las páginas en las que aparecemos para que un lector, soñado también por ella, pueda conocernos y justificarlo todo. Por ese encuentro improbable este libro que no acaba de escribirse. Incluso tu intención frustrada de cantar el Ángel, su absoluta perfección, no es otra cosa que un capricho suyo. Ahora lo sé. Tengo muy claro que esto no es un parque sino el final de un párrafo, un conjunto de vocablos en un sueño inconcluso (Iris, 2009: 40; las cursivas son del original).
Las últimas líneas del ejemplo citado nos revelan que el desdoblamiento del poeta es un artificio, un hermoso juego entre la realidad y la ficción literaria. Queremos decir con esto que Iris sabe de sobra lo que de cierto modo se teoriza en uno de sus poemas, quien escribe es y al mismo tiempo no es, se mira a sí mismo en el acto siempre complejo de la creación ?como Velázquez en Las meninas (1656) o Jan Vermeer en El arte de la pintura (1665/66)?, recordamos de la fórmula barthiana: quien escribe no es quien vive y quien vive no es quien escribe:
No puedo ser sino el aliento con que escribo, que ahora se detiene. Pero el aliento que declara que mi aliento se detiene continúa y habla de ti, me escribe desde ti, desde ella, desde los tres, y entonces surge la revelación: hay alguien más en esto. En esta línea hay otro que nos dice. Pero ese otro, Amor/ el que te está buscando […] y que jamás/ alcanzará tu amor/ el que te escribe cuando escribo/ ese también/ quiere morderte (2009: 50; las cursivas son nuestras).
En no pocas ocasiones “Cuaderno de los sueños” hace referencia explícita al lector/lectora. La ensoñación metapoética, en algunos versos, habla de un lector soñado, en otros de un receptor que descifra inútilmente el Cuaderno de los sueños, o bien refiere a un leyente que observa como voyerista el gozo de hojear las palabras: “me lees el verso en que me formo/ y piensas que estás fuera del Cuaderno de los sueños/ que sólo eres tus ojos nada más tu voz/ sobre esta página en que observas como voyeurista [sic]/ piensas […] que tienes el derecho el gusto de tocarme/ eres/ tristemente/ igual a él/ a ella su lectora” (2009: 51; las cursivas del original). Si bien el leyente es una categoría esencial en toda obra de arte literaria, en las obras de corte autorreferencial (narrativo o poético) el papel del lector es decisivo. “Éste debe ser cómplice del juego que el autor plantea y que el texto revela. Se trata de leer un texto de ficción, pero sin olvidar su ficcionalidad, sobre la que es alertado” (Orejas, 2003: 119). El llamado al receptor en el texto de Iris, como todo texto de naturaleza metaficcional, es un diseño propio para que el lector sea capaz de reconocer en el texto lo que su identidad lingüística tiene de artificio. Este reconocimiento empieza con las propias visicitudes sobre la escritura poética y sobre la supremacía de la palabra literaria, lo que “obliga al lector a mantenerse alerta ante los estímulos del poema, a percatarse de lo que por lo general le pasa inadvertido” (Sánchez Torre, 2005: 118). En este sentido, la metapoesía –seguimos con la explicación de Sánchez Torre– tiene un papel dinamizador de las expectativas y convenciones de la comunicación poética, es decir, en la medida en que se propone como un discurso que revela y al mismo tiempo cuestiona su literariedad y su ficcionalidad, “la metapoesía no sólo provoca en el lector la turbadora certeza de estar inmerso en el ámbito de lo ficcional, sino que también lo proyecta hacia el exterior para hacerle ver que, del mismo modo que están codificadas, son versátiles y dependen de factores pragmáticos las normas que rigen la comunicación literaria” (2005: 118). Algunos estudiosos señalan que los textos metaficcionales, ya de poesía, ya de novela, por su propia naturaleza compleja y, en lo aparente, confusa –la idea del libro dentro del libro, la del autor real como autor apócrifo, así como los efectos reflexivos en torno a la creación literaria, por mencionar los más recurrentes– “crea distancia con el receptor, al acentuarse las tensiones inherentes al metapoema y quebrarse el pacto de ficcionalidad en beneficio de una legibilidad velada” (2005: 120). En “Cuaderno de los sueños”, por el contrario, se anula la distancia con el lector ante los avatares del propio ser poético con la escritura y, sobre todo, por la corporeidad de la escritura misma –que cobra materialidad y voz en Mía e Inés– para dejar muy en claro su superioridad frente al poeta.
Hasta beber tu origen Cuaderno de los sueños no es poesía fácil, es una escritura que piensa, que llega al alma de la composición poética y al alma de los problemas entre el artista y su escritura. Este libro de corte contemporáneo, que no sucumbe ?recordamos de Jean-Michel Maulpoix? a un lirismo complaciente, invita al esfuerzo y a la competencia de una poesía que se pone como tema a sí misma y que carga sus páginas de polifonía con las voces de los otros. Abrimos este apartado final con uno de los versos del poemario en el que encontramos la preocupación del poeta por el origen del logos y sus misterios: “Voy a zarpar/ desde el olvido de tu nombre/ hasta beber tu origen” (Iris, 2009: 42).
Nos apresuramos a decir que no aludimos al origen de la palabra escrita con el sentido de un argumento ontológico que revele un origen único, porque sería un absurdo y contravendría la mayor regla del arte, esto es, su condición estética. Pensamos la búsqueda de un principio más modesto, que no deja de ser metafísico, una ontología personal para “constituir un cosmos de la palabra […] [en el que el] soñador [intercambiemos por escritor] le habla al mundo y éste le habla a su vez” (Bachelard, 1982: 281). La tematización en torno a los cimientos de la creación poética y literaria, en general, es un compromiso por vocación de una ensoñación artística (recordemos que la ensoñación no se cuenta, se escribe) que no exige pruebas, pero sí coherencia: “No me hace falta que te vayas al origen. // Yo soy la que existía: Mi nombre era/ desde antes que tu voz. // De mi silencio, mano que me escribes/ estás naciendo tú. // No te confundas” (Iris, 2009: 49).
En “Cuaderno de los sueños” hay una profunda pasión por la palabra escrita y pensamos que todo texto autorreferencial poético o narrativo contiene esta pasión por la palabra que es el origen del logos; en este sentido, los discursos metafictivos pretenden descubrir con la escritura los fundamentos de la creación y “regresar por la palabra, al paraíso primero y compartirlo” (Zambrano, 1993: 115). Entre Bachelard y Zambrano aventuramos una respuesta. El filósofo francés afirma: “La poesía es uno de los destinos de la palabra” (1982: 12), pero no restrinjamos su sino a la poesía, porque el mismo Bachelard no lo hace, para él como para Zambrano la palabra es la apertura total de una vida “a quien su cuerpo, su carne y su alma, hasta su pensamiento, sólo le sirven de instrumentos, modos de extenderse entre las cosas. Una vida que teniendo libertad, sólo la usa para regresar allí donde puede encontrarse con todos” (1993: 115).
Manuel Iris, con el ímpetu de la poesía, muestra su vehemencia por el origen del logos y el predominio de éste; sólo existe lo que se nombra, lo que el logos pone en existencia: “No quise molestarlo y he salido/ a imaginar qué sientes cuando ves las calles que/ haces existir/ sin que otros lo sepan/ que das razón al mundo,/ que lo has dotado/ de lugares y de aromas,/ que has sido siempre tú” (2009: 48). El poeta deja de manifiesto, a lo largo de su obra, que el lenguaje literario da vida a la palabra y, por encima de todo, penetra en lo inexpresable, porque no se resigna –lo decimos con Zambrano– a que cada ser sea solo lo que parece; la superioridad y la megalomanía del lenguaje poético “persigue la infinitud de cada cosa, su derecho a ser más allá de sus actuales límites” (1993: 115): “En un omento de cacería retórica/ para decir exactamente cómo eres/ mi verbo hacía más ancho y más profundo el ámbito/ en que tu luz habría de posarse/ como en un molde antiguo. // Pero tu cuerpo no conoce moldes […] Eres la forma, el fuego primitivo” (Iris, 2009: 30). Que “Cuaderno de los sueños” se reafirme una y otra vez como un libro inconcluso es una metáfora sobre el sentido insondable del logos. Puede parecer una paradoja decir que “[l]a palabra de la poesía es irracional” (Zambrano, 1993: 115), y lo es si pensamos la frase dicha, líneas muy atrás, de Pao Cheng: ¿Somos mariposas que soñamos ser humanos o humanos que sueñan ser mariposas?
Respondemos a esta locución con otra frase no menos irracional: el creador de cosmos literarios se toca y se complementa con el mundo de su ensoñación, “entonces el cogito de la ensoñación se anunciará así: sueño el mundo, por lo tanto el mundo existe como yo lo sueño” (Bachelard, 1982: 238). Es evidente que decir que la poesía es irracional es un halago, pues si alguien –volvemos a Zambrano– sufre el martirio de la lucidez y se aproxima a la razón es la poesía, “‘un logos lleno de gracia y de verdad’” (Zambrano 1993: 116). Esperaremos con vehemencia otro cosmos de palabras de Manuel Iris, otras ensoñaciones que nos hagan decir lo que pensamos de Cuaderno de los sueños: “¡qué gloria de lectura [he logrado vivir], ayudado por el poeta, la intencionalidad poética!” (Bachelard, 1982: 14; las cursivas son del original).
Aparición
No creas que te estoy requiriendo,
Ángel. Aún si lo pretendiese, nunca vendrías;
pues mi llamado queda siempre lejos.
Rilke, Elegías, IV
I
Desprecias destruirme. Tu carne
adquiere —frente a mí— un calor
menos mortal. Afirma
el corazón su doble miedo
de mirarte y de abstenerse. Temor
de ojos mortales.
Suelto la voz
y agradezco tu vestido: que no ilumines
con tu piel terrible
mis defectos todos,
que no me arrastres a morir de luz.
II
Deviene tu presencia, acude
a sílaba de carne y de lamento
para insinuar tus pies
cuando te invoco
atrevimiento
concebido desde antes
de que sepas
—hermosa más que el Ángel
y como él terrible—
que vas a marchitarte.
III
Quizá estás confundida, quizá
perenne, el ruido de tus pies
ha hecho callar las tardes
y tu vientre al ocultarse
provocó la noche.
De cualquier forma, Ángel de carne
Luz de carne, Piel de carne
no puedo resistir
tu desnudez de antes
y después de todo: Lo eterno es demasiado.
Tu presencia, si mortal, es una flama
que todo lo consume: Desnuda eres letal,
y no me escuchas.
IV
No estoy llamándote, flama clarísima
porque no canto en tono necesario para tocar tu oído
y porque mis palabras—las mejores—
se calcinan al rozarte
y aunque sé
por la verdad
por la distancia
por lo cruel
de nuestras dos naturalezas
que este poema jamás va a llegar a ti
lo arrojo hacia tu piel,
lo doy al fuego
Mirándola dormir
He leído en tu oreja que la recta no existe
Gilberto Owen
Como esta voz, mi lengua busca
el laberinto de tu oreja
y yo te escribo y sé muy bien
que hay algo —hay un lugar— más bello
que tu vientre
aunque jamás lo he visto.
En cambio se revelan
—entrega de la espuma, oseznos de la luz—
tus pies de pan de dulce.
Y no saber el cómo apareciste, no haber vivido
en el momento que tu espalda fue la rosa, abierta luz
de lo que significas.
Afuera escucho algo.
Afuera del poema algo te dice un canto
más hermoso que la piel
pero también más vivo: una caricia: lengua bajo lengua,
sonido bajo letra
en acto de buscarte.
¿En qué momento me has atravesado? ¿Cuándo
tu luz—incendio, llamarada—se clavó en mi pecho?
Hoy puedo hacer un verso en que no mueras nunca.
Un cáliz, un jarrón, un algo que contenga
vino enloquecido, danza, fruta
lenta
carne en movimiento
para entrar en otra carne.
Creyente de tu forma, en mi oración
he decidido no ceder al verbo de tu ombligo, a la floresta
del verano en tus pezones, a todos tus aromas.
Hoy no quiero morir: No quiero ver el río
que se aduerme en tus muñecas. No quiero andar
la forma en que te extiendes de tu piel hasta la piel
de todo lo que existe.
Árbol de mí,
estoy llegando a tu región más fértil.