Gracias al éxito obtenido en la edición del año pasado, Mérida cobijó por segunda ocasión el Encuentro Nacional de Cuentistas Mérida 2023 (ENAC-Mérida 2023), festival de la palabra que acerca a los principales cuentistas de la Península y del País, a sus lectores.
Además de promover la narrativa breve, el ENAC-Mérida 2023 constituye el escenario ideal para que estudiantes de literatura, miembros de clubes de lectura, participantes de talleres literarios y público en general conozcan a algunos de los autores más representativos de este género y los escuchen narrar, de viva voz, sus historias.
Entre los doce cuentistas se encuentran Beatriz Espejo, Will Rodríguez, Ana García Bergua, Alonso Marín Ramírez, Eduardo Antonio Parra, Meryvid Pérez, Lola Ancira, Mauricio Carrera, Carlos Farfán, Víctor Garduño, Gará Castro y Agustín Monsreal, que comparten sus relatos. A continuación se presentan tres textos leídos durante el encuentro.
Lola Ancira
Ha publicado ensayos, cuentos y reseñas en medios electrónicos e impresos. Es autora de los libros de cuentos Tusitala de óbitos, El vals de los monstruos, Tristes sombras y Despojos.
Oro podrido
Publicado en El Universal de San Luis Potosí en agosto de 2020
Dadme mis huesos y los huesos de mis muertos y los pondré a florecer en la noche
José Carlos Becerra
Cada vez soy un poco más pequeño. Siento cómo mi columna se esfuerza por regresar a una posición horizontal para al fin descansar, pero sólo me encorvo cada vez más conforme pasa la tarde. Si no dejo de encoger, los recuerdos se volverán demasiado pesados y me resultará imposible respirar.
Guardo mis gritos resecos porque no hay quién escuche. Son contados los que vienen para llorarle a una porción de tierra marcada con una cruz de metal o madera en el cementerio, ese arenal de crucifijos oxidados o carcomidos, páramo ocre al que cuesta tanto volver, primero por desconsuelo y después por dejadez. A nadie le interesa ir a molestar a los muertos para otra cosa que no sea sanar su propio remordimiento, y eso ocurre sólo una o dos veces al año: el Día de Muertos o en el aniversario luctuoso.
Igual que animales necios, nos establecemos en lagos y desiertos, hacemos habitable lo inhóspito; reinamos en lo imposible para que después la tierra nos cobre caro el error. Y esas equivocaciones crean deudas que se deben saldar con tragedias. O con el abandono, que, para el caso, es otro tipo de tragedia.
Profanamos la Tierra, desgajamos sus entrañas y ella respondió de la misma manera. Después de algunas décadas todo acabó, y la atmósfera ardiente absorbió al pueblo entero. Quedan esqueletos de hierro sepultados y vestigios que atestiguan la batalla; restos lamentables del pasado. Insisto: fue obra de una maldición desatada por las incontables muertes que causó la pólvora fabricada con nuestro salitre del otro lado del océano, en Europa.
Algunas familias llegaron con críos, otros nacimos aquí. Crecí inhalando salitre y polvo, nutriéndome de sal y barro, ése con el que están hechas las paredes que parecen hablar aunque en realidad están repitiendo ecos, como lo hacen las cuevas: propagan los sonidos de las palabras que guardan desde siglos atrás.
Este escondrijo árido, visible a la distancia por sus largas chimeneas que ya no exhalan humo, provocó más desdichas que fortuna. Mi abuelo y mi padre, destinados a trabajar y vivir entre la miseria, horadaron el subsuelo, acarrearon miles de kilos de oro blanco y tocaron la riqueza de los caciques que nos confinaban a la penuria. Tras la muerte de ambos llegó la decadencia de la mina que albergaba el tesoro infecto.
Las cuevas subterráneas, infinitas, estaban saturadas de hombres bestia que sacaban el mineral producido en sus entrañas durante cientos de años. Por eso ellas les enfermaron la sangre y mancharon su piel, tiznaron sus cabellos. Los mineros heredaban a sus hijos las máculas que tenían por dentro y por fuera, y lo mismo sucedía con su inquina y sus ansias de amotinarse, resistirse. Necios buscando alimentar a los suyos.
Aquí, al Norte de Chile, las personas iban y volvían. Así lo hicieron hasta que ya no hubo motivos para regresar. El desierto de Atacama triunfó, los desterró silenciosamente para quedarse sólo con las almas y los ecos.
Las pocas veces que he ido a Iquique escucho la misma pregunta; parece que esperan una respuesta diferente entre una visita y otra. No, no me asusta la soledad porque aquí no existe: de día están las sombras, y de noche, las voces.
Las tonalidades también huyeron de Humberstone. En las construcciones y en mi propio cuerpo solamente hay grietas, arena y desolación. Todo tiene el color del olvido y se ha preservado en la esterilidad del desierto. Mi piel asimiló los pigmentos del óxido, mis huesos igualaron lo corroído. Llevo lo árido por dentro y, por más que la pampa se ensañe conmigo, no me puedo alejar.
Mi vista es lo único que se conserva en buen estado. Reconozco cada sombra que no deja de divagar: entre los cuerpos que yacen desnudos y descarnados en alguno de los múltiples agujeros, buscan el que mejor les embone entre los dedos de los pies. A mí me ignoran porque me aferro a una tiniebla igual de pequeña que yo, aunque a veces se me escapa.
Cuando quedábamos tres habitantes, se me ocurrió hacer un huerto. En mi infancia, mi madre hacía almácigos con restos de comida a base de los escasos huesos de gallinas o conejos que cocinaba de vez en cuando. Sembraba hierbas medicinales que paliaban los dolores y hasta la tristeza, o eso decía la mujer con la que compartía la cama. Mi herencia fue apretujarme, como ella, entre tanto recuerdo y muerte.
Hace dos años encontré esta fosa común a cierta distancia del cementerio, un socavón en el que estoy atrapado junto a cientos de cadáveres de hombres bestia que protestaron en manada y fueron abatidos en la matanza de Iquique. En esta confusión de esqueletos fragmentados deben de estar mi abuelo y mi padre.
He encontrado unos despojos bellísimos que me apena destruir. Conservo alguna que otra pieza, las guardo en uno de los almacenes donde se logra colar el sol lo suficiente para mantenerlos felices. Porque a ellos también les gusta lo cálido. Es fácil prepararlos: hay que exhumarlos y dejarlos limpios a los rayos de luz durante una tarde entera. Después se deben triturar lo mejor posible. Para eso tengo mi olla de metal y un mazo chico. Se esparcen cerca de las raíces de las hortalizas y se riega la tierra.
Pero hay diferencias: el tamaño y la forma de los huesos cambian la acidez de los tomates, las cebollas y las berenjenas; los que crecen con huesos de niños o mujeres, son dulces, y los abonados con los de hombres y adultos mayores dan cosechas avinagradas.
Maldita sea la hora en que la escalera decidió romperse. Sabía que iba a suceder si cargaba demasiado la cubeta. Cuando refresque podré pensar mejor y esta maldita sed desaparecerá. De peores situaciones me he librado.
Ahora mismo, una sombra se agacha y se estira, tratando de alcanzarme. Pero ya no tengo fuerza ni para levantar la cabeza. Quizás ella logre bajar y tomar mi cuerpo, de tan encogido, en el hueco de una mano.
¿Por qué prefieres el cuento por encima de los otros géneros literarios?
El cuento es un espacio reducido, concreto y armónico donde impera reinventar la realidad. Es un organismo que germina en el detalle, los contrastes y las imperfecciones; un momento donde todo, como en la vida, puede (y debe) ocurrir. Un buen cuento conforma una ficción que introduce luz incandescente entre la oscuridad imperante.
Gara Castro
Es autora del libro de cuentos Familias Perfectas (Ficticia 2022) y coautora de Dueñas de la luz. Mujeres que hicieron cine en México (Secretaría de Cultura de Yucatán 2022). Ganadora en el Premio Iberoamericano de cuento Ventosa-Arrufat y Fundación Elena Poniatowska Amor 2021 por el relato Casa 111, publicado en Constelación de historias por la Benemérita Universidad de Puebla. En el 2015 fue acreedora del premio estatal de cuento de la Secretaría de Cultura de Yucatán y del concurso peninsular de cuento de El Diario de Yucatán. Ha colaborado en Laberinto Milenio y en antologías como Mérida Palabras y Miradas II.
Strike back
Publicado en Familias Perfectas, Ficticia Editorial, 2022
Se deslizó en silencio fuera de la cama. Había despertado de repente en medio de la noche, sus ojos se abrieron sorprendidos sin encontrar nada, mirando de un lado para otro. Sólo aquellos ruidos le hicieron suponer que no se encontraba solo. Quiso recordar si había cerrado la puerta de la casa con llave, pero no pudo. Era el tipo de cosas que no le preocupaban y ahora lo lamentaba.
Caminó con lentitud hacia el clóset con pasos cautelosos para no tropezar ni que rechinara la madera, aguzando el oído y la mente para guiarse en la oscuridad. En el maletero, junto a los suéteres y bufandas, guardaba el bate con el que había jugado en la secundaria. Buscó a tientas entre los bastones de esquiar y lo asió con firmeza.
Sonidos mínimos.
El otro no sabría que él ya se encontraba de pie.
Se detuvo junto a la puerta de la recámara y se puso en posición de bateo. Estaba desnudo. Trató de mirar a su alrededor en busca de algo para cubrirse. La habitación se percibía más grande que nunca. No se iba a enfrentar sin ropa al tipo. No le gustaban las desventajas y el otro de seguro traería mucha ropa que le serviría como protección en caso de una pelea cuerpo a cuerpo. Se lo imaginó con viejas botas de hiking, chamarra desgastada de esquiar hasta las rodillas y gorra con el nombre de algún equipo de béisbol.
Pero no se figuró el rostro. Recordó haber tirado sus boxers en el piso, junto a la cama, la noche anterior. Regresó sobre sus pasos para ponérselos, podría encontrarse en la necesidad de salir corriendo a la calle. Además, qué frío y qué vergüenza. Pero nada de zapatos, harían demasiado ruido.
Cuando retornó a su posición junto a la puerta, escuchó sonidos en la planta baja, mas no pudo saber con precisión su procedencia: como laminillas de madera que se torcían bajo el peso de unas pisadas. Si sube las escaleras le vuelo la cabeza, pensó. Mínimo. Había que ser criminal o un perfecto imbécil para entrar así en la casa de alguien. Estoy en mi territorio y te me vas ahora, pero mejor no te vayas… aquí te espero.
Afuera de la casa una nevada se esparcía por los patios y las calles apenas iluminados. Los árboles pelones y los pinos cargados de nieve. Casas victorianas que han tenido varios dueños. Los vecinos soñando en diferentes idiomas. Estaba cerca de la gran ciudad este pueblo tranquilo de albarradas de piedra y antiguos graneros rojos.
¿Por qué habría escogido el hombre su casa? No quedaba mucho para robarse. Además de los cuadros en la pared no tenía muebles ni adornos. Ni siquiera las minúsculas luces de Navidad. Nada. Hasta eso ella se había llevado. Hace tres meses que vivía solo, desde la tarde en la que encontró su hogar vacío. No voy a volver, fue todo lo que ella dijo antes de cruzar el umbral de la puerta.
Escuchó las mismas pisadas en la cocina; un chorro de agua de la llave. Sintió la sangre circular por las piernas prestas para correr y hacia las manos con las que sujetaba el bate. Posicionado en la base, esperaba el lanzamiento del pitcher del equipo contrario. Raspó la suela de los tenis sobre la almohadilla y se acomodó la gorra como los jugadores de la televisión. La secundaria contaba con un buen campo para las prácticas. Conseguía buenos batazos que lo colocaban en primera o segunda base. Una vez, un jonrón. ¡Cómo le gustaba el juego! A su padre le dio igual saber que el entrenador lo eligió para la posición de short stop. No lo llevaría a los entrenamientos. Con pagarte la escuela es suficiente, dijo. Fue la única vez que rogó a conciencia. No, fue la respuesta. Tan raro el padre, tan diferente a otros que se alegraban y apoyaban a sus hijos cuando les salían bien las cosas.
Hacía tiempo que no se sentía tan alerta, tan consciente de sí como ahora con el bate a punto. La noción del peligro y ese estar dispuesto a la violencia lo llenaba de vitalidad. Cada uno de los sentidos encendidos, la respiración subiendo y bajando en el pecho, la visión penetrando la oscuridad, el cuerpo sano sin lesiones ni menoscabos le respondería, lo supo porque lo sintió caliente. Volvió la cabeza hacia el teléfono pero enseguida desechó la idea. Por primera vez agradeció que sus hijos no estuvieran en casa. Se habían marchado con su madre y ahora estaban seguros, dormidos en sus camas nuevas con ella cerca.
¿Y si eran más? No, se percibía uno. Estaban solos él y el otro dentro de esta casa de ventanas selladas con dobles cristales. Se aventuró fuera de la recámara y se asomó por la escalera. No pudo ver nada, no tenía ojos felinos, sólo un espacio negro que daba la impresión de la boca de un túnel. Se limpió el sudor de las palmas de las manos y arrimó la espalda contra la pared, en donde el otro no lo vería cuando subiera. Atento al olfato y al oído, inmóvil, lo escuchó acercarse y detenerse al pie de la escalera. El chasquido del resorte de una navaja al abrirse. El otro empezó a subir lentamente los peldaños, deteniéndose en cada uno como si sondeara la negrura. La silueta de una nuca llegó al final de la escalera. Entonces él hinchó sus pulmones, se afianzó en el piso, tensó los músculos de su cuerpo y con toda su fuerza golpeó con el bate.
¿Por qué prefieres el cuento por encima del resto de los géneros literarios?
Porque el cuento es a la literatura lo que la línea recta a la geometría: La distancia más corta para llegar a un destino. Economiza hechos, personajes y palabras que ralentizarían el ritmo de la historia. Es una combinación de brevedad, intensidad, profundidad, que penetra la mente del lector gracias a la maestría del cuentista. Transforma en literatura sucesos y personajes que giran en torno a un hecho central y los universaliza.
Meryvid Pérez
Escritora y editora. Autora del libro de cuentos Pentandra (Scaraboquio, 2020), textos suyos se han publicado en revistas digitales e impresas.
Publicado en el libro de cuentos Pentandra (Scaraboquio, 2020).
El día que el abuelo se convirtió en crisálida, la casa parecía un zoológico en el que nosotros éramos el espectáculo: el abuelo, pendiendo de un árbol, la atracción principal. No es difícil imaginar cómo aquel capullo verde metálico de dimensiones humanas llamó la atención de todo el que lo vio esa mañana. Bastó el grito trágico de la abuela para que la familia corriera hacia el patio y pronto hubiera vecinos, policías y reporteros acechando tras la albarrada.
El llanto de la abuela aumentaba conforme el barullo de afuera lo hacía. Mis tías, para calmarla, ahuyentaron a la gente como se hace con las moscas e instalaron un muro de sábanas alrededor del abuelo. El público, ofendido, nos insultó por ser responsables del escandaloso evento que alborotaba la colonia. Y no faltaron los voluntarios con filos dispuestos a cortar de un tajo el problema. Por supuesto, nos negamos. Así fue como la amabilidad inicial se convirtió en amenazas.
Ante el griterío, los policías marcaron la casa con un cinto amarillo que tenía la leyenda “Precaución”, como si hasta ese momento no hubiésemos sido lo suficientemente llamativos para el vecindario. Luego, interrogaron a la abuela y —sin entender mucho de la situación— propusieron trasladar al abuelo con todo y árbol a un lugar en el que su presencia no causara disturbios. No aceptamos, pues conocíamos al abuelo; siempre evitó despertar en lugares desconocidos. Propusimos que se quedara en casa y que los policías vigilaran el domicilio. Así lo hicieron.
Al día siguiente el abuelo fue portada de periódicos. Los encabezados compitieron por ser el más llamativo. Las fotos, mientras más cercanas, mejor. Tan pronto como se publicó la noticia llegaron aún más reporteros buscando entrevistas. Hubo vecinos que no perdieron la oportunidad de hacerse un poco de dinero y un ratito de fama, inventándose amistades íntimas con el abuelo; fueron ellos quienes respondieron las preguntas y vendieron fotos de recuerdo a las familias y viajeros que llegaban a mirar.
A pesar de la curiosidad que causaba en la gente, la transformación era un asunto del que estábamos cansados. Todas las veces que el abuelo despertó lleno de sudor y convencido de que, en sueños, una voz le anunciaba que era una larva, fueron las mismas que intentamos convencerlo de lo contrario, de que sus afirmaciones eran humanamente imposibles. Por supuesto que el abuelo no hizo caso. Aquellos sueños aumentaron y el abuelo cambió de gustos y aficiones: comenzó a comer hojas y a arrastrarse por la casa, actividad que logró con gran habilidad esparciéndose manteca por todo el cuerpo. A pesar de sus actitudes no creímos que su transformación pudiera ser real. Quién lo creería. Tampoco hicimos caso cuando la piel de sus coyunturas se le puso morada y babosa, pues justificamos el cambio como una reacción al aceite y a los golpes que se daba contra el suelo.
Antes de convencerse de que era un gusano, era un abuelo como otro más. Todos los sábados, mi primo, el abuelo y yo, montábamos las bicicletas para ir juntos al cineclub de un amigo suyo. Pasábamos las tardes viendo películas de Buñuel, comiendo galletas con crema de limón y palomitas caseras que el abuelo preparaba; lo hacía imitando alguna danza ancestral al ritmo de los granos de maíz explotando en la olla. Pero por miedo al ridículo, tras las actitudes propias de larva que había adquirido en los últimos meses, se le prohibió salir. Semanas después, el abuelo ya no quiso ver más películas porque, decía, era una actividad demasiado humana.
Durante los días que precedieron a su conversión, la piel del abuelo se tornó blanda y amarillenta. Creímos que tenía hepatitis, así que la abuela le hizo remedios de remolacha y limón. Las últimas noches que el abuelo durmió en su cuerpo de hombre lo hizo en las ramas del árbol de pentandra, mismo en el que decidió armar su capullo.
Mientras fue crisálida, todos en la familia nos turnamos para permanecer noches en vela a su cuidado, pues no faltó la persona que brincó la albarrada para tocarlo e intentar desprenderlo del árbol. Ni hablar de cómo la gente se conmocionó cuando un especialista en insectos al que le dimos acceso, avisó la fecha probable de su eclosión. El evento coincidió con el día en que la pentandra soltó sus semillas por todas las calles. A pesar de la espera, nadie pudo ver al abuelo irse. Como marca de su existencia quedó, pendiendo de una rama del árbol, el capullo destellante y abierto como un cascarón.
¿Por qué prefieres el cuento por encima de los otros géneros literarios?
Porque concibo la escritura a partir del interés por contar historias y creo que el cuento acoge esa búsqueda. El cuento es ese espacio lo suficientemente amplio o corto -yo diría idóneo- para configurar el universo de una historia, con todos sus entramados. Además, me atrae su juego discursivo entre lo dicho y no lo dicho que siempre apuesta por lo tajante y revelador.
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