El cuento penínsular, un acercamiento
Carlos Martín Briceño
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UNICORNIO: Entre la piedra y la flor, una reflexión sobre la vida y la historia de Yucatán
¿Qué tierra es ésta?, ¿qué extraña violencia alimenta en su cáscara pétrea? ¿qué fría obstinación, años de fuego frío, petrifi cada saliva persistente, acumulando lentamente un jugo, una fibra, una púa?
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Durante muchos años la península se mantuvo aislada del resto del país. La denominada República de Yucatán –nunca se constituyó como tal–, era un intento de entidad que abarcó los actuales estados de Campeche, Quintana Roo y Yucatán que, en tiempos del Virreinato, formaron parte de la Capitanía General de Yucatán.
No sería sino hasta 1848, en medio de la crisis originada por la Guerra de Castas, luego de la fallida anexión a los Estados Unidos, cuando sus gobernantes –la élite conformada por blancos, españoles y criollos– dieron por finalizados sus reiterados intentos separatistas y solicitaron, a cambio de ayuda militar, la reincorporación definitiva de Yucatán a la soberanía mexicana.
Quizás por esto, a pesar de la creciente comunicación e interdependencia entre las distintas regiones de México, la globalización no ha logrado liquidar del todo la particularidad cultural de la Península, una zona donde las antiguas identidades regionales perviven, y que muchos aún conciben como otro México.
Salvadas las fronteras impuestas de manera artificial por motivos políticos, es necesario reconocer que, en cuanto a cosmovisión, los habitantes de la Península –yucatecos, campechanos y quintanarroenses– comparten un sutil vínculo que los identifica. Varias circunstancias históricas sui generis de esta región, sede de la civilización maya, acentúan todavía más estas singularidades: la más importante sublevación indígena del Virreinato, la Independencia paralela consumada meses antes de la nacional, el reparto agrario precursor realizado por el movimiento San Juanista y la más larga guerra justicialista de los desposeídos (Guerra de Castas).
En cuanto a la Revolución, aunque paradójicamente tuvo que llegar el general Salvador Alvarado desde el norte para que sus efectos se hicieran reales, fue en Yucatán donde, por vía de las urnas, llegó al poder el primer Gobierno Socialista de América, encabezado por Felipe Carrillo Puerto, “el más grande gobernador de Yucatán”, según Juan García Ponce.
Por eso, cuando uno lee a los narradores de la Península yucateca, resulta perceptible que a la par de la posesión de un sello propio, existen claves regionales que los agrupan –la presencia constante del mar, la enceguecedora luminosidad del cielo, el sofocante calor que nunca amaina, la milagrosa lluvia que lo vivifica todo, la fastuosa variedad de su gastronomía–, significándolos como representantes de su grupo cultural, sensibles al pulso de su tiempo y entorno, con un marcado acento en asuntos diferentes a aquellos que privan, por ejemplo, en la narrativa de otras regiones como la del Centro Occidente, el Golfo, o más específicamente el Norte, cuyos autores han trascendido el localismo acogidos por editoriales que aprovechan el interés del público por relatos que, en buena medida, dan cuenta de la violencia provocada por el narcotráfico.
En la península yucateca, la literatura –además de haber construido una percepción social propia y de su realidad–, constituye una transfiguración de lo contemporáneo, una muestra involuntaria de que, más allá del imaginario de los hombres y mujeres que la habitan, la Hermana República de Yucatán sigue siendo una constante en la pluma de los narradores nacidos, identificados o cercanos al Sureste, quienes no han dejado de producir, a pesar de que sus temas son lejanos a las modas literarias.
La narrativa contemporánea de la Península, concretamente en el género del cuento, además de poseer una voz distintiva, goza de cabal salud. De allí que existan numerosos narradores que cultivan con esmero este género literario, una expresión tan antigua como la humanidad, incluso más, si atendemos a Cabrera Infante que afirma que “bien pudo haber primates que contaran cuentos todos hechos de gruñidos, que es el origen del lenguaje humano”.
El hartazgo de la vida en pareja, el placer de la venganza, los recuerdos de la infancia, la desesperanza en la vejez, los demonios de la infidelidad, la crudeza del divorcio, la frustrante –y al mismo tiempo irónica– realidad del escritor, el fantasma del incesto y la vida signada por la doble moral son los temas alrededor de los cuales giran las historias que cuentan los narradores del Sureste; relatos cuyas tramas, en su mayoría, aluden a esa violencia sorda que, de tan común se ha vuelto casi invisible en la península yucateca, una de las regiones con los niveles más altos de suicidio en el mundo y donde campean, a sus anchas, deseos soterrados que pocos se atreven a nombrar.
Los cuentistas peninsulares, a diferencia de los norteños que, tal como dijera Sergio González Rodríguez, “eligen el golpe súbito desde la primera línea”, van dibujando la tensión poco a poco. Pareciera que el acompasado movimiento del océano calmo que baña el litoral de esta tierra rocosa aislada, pero que “no es isla ni punta que entra en el mar como algunos pensaron, sino tierra firme” (Fray Diego de Landa, dixit), aunado al sopor del trópico, ha dotado a sus escritores de un ritmo diferente, de una cadencia campechana que embriaga paulatina, lentamente. En vez de profusas descripciones y acciones rápidas, predominan complejos pensamientos internos de los protagonistas, muchas veces avergonzados o arrepentidos de llevar a cabo la acción que se cuenta.
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Los cuentistas que a continuación mencionaré son, bajo mi punto de vista, los autores más representativos de la narrativa contemporánea de la Península. Son escritores identificados abiertamente con el Sureste, cada uno con intereses y etapas cronológicas muy distintas, pero que han convergido en su voluntad por escribir relatos entrañables, trascendentes, maliciosos, inolvidables que contribuyen a mantener la eternidad del género. Son narradores que han desarrollado la escena del cuento peninsular en la última centuria y que presentan la variedad de la narrativa reciente en Yucatán, Campeche y Quintana Roo.
El primer lugar lo ocupan los escritores fallecidos a los que resulta indispensable conocer para entender los orígenes del cuento peninsular moderno: Ermilo Abreu Gómez, Jesús Amaro Gamboa, Juan García Ponce, Joaquín Bestard Vázquez, Isaac Carrillo Can y Juan de la Cabada.
En seguida vienen los cuentistas cuya carrera se ha desarrollado desde la capital, pero que mantienen lazos indisolubles con su origen peninsular: Beatriz Espejo, Hernán Lara Zavala, Agustín Monsreal, Héctor Aguilar Camín, Silvia Molina, Carolina Luna, Luis Miguel Aguilar y Fausta Gantús.
El tercer lugar es para los autores que habitan y mantienen sus raíces en sus ciudades de origen: Roberto Azcorra Cámara, Carlos Vadillo Buenfil, Will Rodríguez, Roldán Peniche Barrera, Víctor Garduño Centeno, Jorge Lara, Melba Alfaro, Ileana Garma Estrella, Rigel Solís, Felipe Alí Santamaría, Rafael Ferrer Franco, Juan Esteban Chávez, Carlos Farfán, Alonso Marín Ramírez, Arnaldo Ávila, Verónica Rodríguez, Miguel Manjarrez, Roger Metri, Daniel Sibaja, Yobaín Vázquez Bailón, Alexis Álvarez, Ricardo Guerra de la Peña, Nidia Cuan, Karla Marrufo Huchim, Mario Galván, Lolbé González, Jesús Koyoc, Joaquín Filio, Aída López Sosa, Verónica García Rodríguez, Sol Ceh Moo, Luis Antonio Canché Briceño, Gará Castro, Érica Millet, Zindy Abreu, Javier España, Elvira Aguilar, Saulo Aguilar, Raúl Arístides y Meryvid Pérez.
En cuarta posición están los cuentistas que forman la diáspora yucateca, aquellos que salieron de terruño en busca de nuevos horizontes: Reyna Echeverría, Jorge Pech Casanova, Laura Baeza, Mauro Barea, Joaquín Peón y Adán Echeverría.
Por último, los narradores que llegaron al sureste del país años atrás y que decidieron adoptar la nacionalidad peninsular motu proprio: Adrián Curiel Rivera, Agustín Labrada Aguilera, María Elena González, Raúl Moarquech Ferrera-Balanquet y Cristina Leirana.
Aquí queda pues esta lista de cuentistas contemporáneos, registro de un momento de la tradición narrativa del Sur, de las preocupaciones y búsquedas estéticas de sus protagonistas, ofrecida con la intención de fomentar en los lectores la búsqueda de sus textos y compartir la aventura sin tiempo del cuento.
NO EXTRAÑO NADA
Ileana Garma Estrella
Mantenerlos en forma vertical no era problema, lo difícil fue colgarlos. Tuvieron que llamar a un carpintero para que instalara los ganchos en el techo. En todas partes eran solicitados esos carpinteros que ahora la gente llama “especialistas”, y que llegaban a las casas vestidos de blanco, con guantes de goma, botas y mascarilla, para hacer huecos en la pared, colocar ganchos y cubrir con cemento la instalación. Mónica esperó el regreso de Carlos y juntos encontraron el hilo en los cuerpos de sus hijos. Ella sostuvo con fuerza a cada uno, por turno, mientras su esposo terminaba la operación de sujetarlos. Así era más sencillo cuidarlos. Estaban ahí, en la habitación, palpitando, blancos y rítmicos, mientras sus caricaturas favoritas sonaban durante el día.
Parecían dormidos. Mónica entró a la habitación en donde colgaban las crisálidas. Percibió su acompasada respiración, un ronquido cálido en el más pequeño. Miró la televisión: un niño abría cajas y cajas de trenes de juguetes. Le cambió al canal. Se sentó a la orilla de la cama. A veces el trapo que llevaba para limpiar se le caía de las manos y, muchas mañanas, simplemente se echaba en la cama y se dormía. Todo estaba tranquilo. No había gente en las calles. La Compañía era el único edificio que permanecía abierto y recibía de manera puntual a sus trabajadores; ingenieros, biólogos, médicos y especialistas que estudiaban la situación día y noche. Las casas estaban cerradas, inmersas en la nueva dinámica y muchas personas aprovecharon la situación para hospedarse en el campo o tomarse prolongadas vacaciones en residencias frente al mar. Muchas de estas personas eran amigas de Mónica, quien miraba todos los días sus fotografías en las redes. Ella misma tomaba fotografías y pasaba el desayuno y el almuerzo, eligiendo cuál debía compartir.
Sus hijos eran capullos de una textura sedosa y traslúcida, sus dos amores, sus dos pequeños, permanecían colgados del techo por medio de sus hilos de seda. El más pequeño estaba cubierto por unas manchas redondas, como lunares, que en la noche parecían resplandecer con el reflejo de la luz de la televisión. El otro tenía unas finas rayas marrones que, con la luz del sol, a través de las cortinas blancas, se tornaban rojizas, rubias. Su hijo de nueve años era el que más pesaba, pero en el capullo del pequeño, de tan sólo seis años, de pronto se percibían estremecimientos, y Mónica, en varias ocasiones, escuchó su acompasada respiración, sus ronquiditos.
Le gustaba compartir imágenes de ellos en todo momento, además aprovechaba para presumir su nuevo espacio. No habían podido refugiarse en las montañas ni en la playa, porque el empleo de Carlos los ataba a esa maldita ciudad calurosa, pero con los nuevos cargos y el trabajo cada vez más pesado, le habían hecho un aumento. Encontraron un departamento con instalaciones modernas en el Norte de la ciudad. Con muros altos, caseta, cercado eléctrico y cámaras de seguridad. Los departamentos eran nuevos, recién construidos y con un enorme jardín comunitario que se miraba desde las ventanas de las cocinas. Un bosquecillo en donde nadie podía caminar, no con los químicos que estaban en el aire y que impedían a las personas huir de sus hogares.
Carlos se ponía la máscara industrial por las mañanas y marchaba al trabajo, mientras ella protegía a los tranquilos capullos, tomándose fotos o videos. Mónica se levantó de la cama; se había dormido otra vez. Se dirigió al baño para lavarse la cara, estaba pálida por no tomar el sol. En realidad, le placía su nuevo aspecto. Odiaba tener que salir a la una de la tarde con el tráfico a reventar para ir por sus hijos al colegio. Ponía en el carro el aire acondicionado a tope y cruzaba la ciudad, rogando que ningún imbécil la chocara. Le había sucedido ya un par de veces. Regresaban los tres con la cara roja, quemada, aunque se cuidaran con bloqueador.
Fue a la cocina y se puso el delantal. Nunca los había usado, ni siquiera cuando comenzó el problema con los químicos y, ahora, cada vez encontraba más imágenes de sus amigas, en sus casas de recreo, con delantales de materiales naturales, de manta o lino, bordados y con encajes. Sí, son hermosos, se dijo, poseen cierto encanto. Se sentía ligera y la rutina era sencilla. Apenas despertaba, hacía un desayuno saludable y agradable a la vista. Antes no tenía tiempo. Hot cakes de plátano y avena, fruta picada, jugo de naranja recién exprimido. El olor del café haciéndose en la cafetera inundaba el lugar.
Después del desayuno, Carlos salía rumbo a La Compañía y ella escuchaba música al lavar los platos. Barría, regaba las plantas interiores y recogía la ropa. A las diez de la mañana inyectaba a sus hijos la solución recetada, veía que el purificador de aire funcionara y que la televisión diera sus caricaturas favoritas; los arrullara. Luego, podía hacer fotografías, hojear libros, oír las noticias. A las once se ponía a cocinar sin saber en qué momento regresaba a la cama. Muchas veces aparecía Carlos y se acurrucaba a su lado, miraban la televisión durante horas y la dejaban encendida toda la noche.
Lavó los frijoles, encontró varios rotos y algunos marrones que seleccionó para tirar a la basura. Vació sobre los frijoles agua purificada, tapó la olla y la puso el fuego. En la barra de la cocina la esperaba un buen trozo de carne de cerdo que tendría que cortar en cubos pequeños. Se pasó la mano por la frente, se le antojaba otro café. Cuando iniciaron los ataques químicos y las escuelas, los restaurantes, las plazas y el espacio público tuvieron que cerrar, Carlos se vio obligado a supervisar la construcción de caminos subterráneos. Mónica y sus hijos se vieron recluidos, prisioneros, sin poder poner un pie en las calles. Una mañana los pequeños dejaron de hablar. Mónica ya lo esperaba, era algo que al principio causó terror en los padres, pero en las noticias explicaron que los niños estaban reaccionando a los químicos y sus anticuerpos habían encontrado una manera segura de protegerse. Después dejaron de caminar. Todos los niños estaban pasando por lo mismo, de manera que se emitieron cápsulas sobre cómo cuidarlos.
Cuando los niños comenzaron a babear, Mónica supo qué hacer. Estaban recostados en sus camas y ella limpiaba la habitación cuando se dio cuenta de que por sus bocas salía un líquido espeso y transparente. De inmediato fue a la computadora. No era necesario llamar a los médicos. La información y los nuevos hallazgos se publicaban cada día en la página oficial del Instituto Epidemiológico del país. Crisálidas, fue la palabra que leyó; los niños se iban a convertir en crisálidas. No era grave, aseguraba la pantalla. Mónica y Carlos conocían que esa reacción del cuerpo no sólo afectaba a los pequeños. Muchos adultos habían compartido imágenes con medio cuerpo dentro de un capullo. Ellos esperaban que les llegara su momento como a los demás para compartir fotos, tomándose una copa de vino o coñac antes del sueño largo.
Por las mañanas recibía videomensajes de sus amigas, algunas mostraban con orgullo lo grandes y brillantes que se encontraban sus larvas, en capullos sedosos, en habitaciones impolutas. Detrás de los capullos que colgaban del techo había muebles Montessori, camas de diseño o paredes de piedra con cascadas que emitían un sonido tranquilizador. Habitaciones climatizadas, pensadas expresamente para los pequeños. Los niños no debían moverse de su sitio, eso era vital. Recomendaban, aunque no era obligatorio —Mónica no estaba segura de que fuera oficial—, masajearlos con aceite de coco, y muchas madres compartían las imágenes de sus vástagos recién aceitados.
“No extraño nada”, se dijo Mónica. Apenas llegaba Carlos después de la comida, lo tomaba de la mano para conducirlo a la cama. De nada servían las tazas de café, estaba exhausta. Las crisálidas emitían sus reflejos y brillaban, azulados, mientras ella sonreía para una selfie familiar. “Sí, no extraño nada”, se dijo, y comenzó a picar cebolla. Adiós a las tensas reuniones familiares, al tráfico, a las escuelas, a los papeles, a las actividades vespertinas, a las visitas al pediatra, al dentista, a las fiestas infantiles. Ahora descansaban, mirando la televisión por horas. Además, tenía su larga colección de fotografías que tomaba: de los rincones blancos, de sus electrodomésticos, de sus delantales de manta, de sus muebles minimalistas, de las cortinas blancas y de su taza favorita. “No extraño estar afuera. No”.
Carlos abrió la puerta. Mónica revisó la hora en el teléfono. Había llegado temprano, la comida no estaba lista.
—¿Qué pasó?
—Nos dijeron que fuéramos a casa, no dieron mayores explicaciones —levantó Carlos los hombros.
Mónica lo tomó de la mano y lo llevó a la cama. La casa estaba brillante y perfecta, como de costumbre.
—Aquí se está bien —dijo Mónica.
Le pareció que su voz venía desde lejos, se había esforzado en decir esas palabras. Carlos se sentó a su lado. En la pantalla se observaba cómo un par de venados corrían en el monte, mientras una voz infantil narraba las actividades de los animales en el entorno salvaje.
—Eso es de hace mucho —dijo Carlos.
Reinaba una tranquilidad acunada por el ruido del televisor; la claridad era azul, fría. Mónica miró su teléfono, tenía notificaciones de sus redes, intentó abrirlas, se movía con una agarrotada lentitud y no pudo. Su celular se había bloqueado, en la pantalla de inicio podía leerse: “Duerme”, un mensaje de La Compañía. Quiso girar la cabeza para ver a Carlos, pero le costó. Él descansaba sobre la cama. Ella se miró los pies. Había iniciado el cambio. La invadió un aturdimiento sueve, todo parecía estar bien, pero no lo estaba, no podía fotografiar ese momento, compartirlo.
EL ÚLTIMO JUEGO
Roberto Azcorra Cámara
Absorto en las sombras que el sol dibujaba caprichosamente en la esquina de piedra, el preso recordaba la partida de ajedrez que nunca tuvo final. Vislumbraba su destino cuando las horas apresurasen a la mañana: la multitud en contra suya y el verdugo mirando a un muerto. Entonces aceptará, humilde, el tajo de su derrota.
La obscuridad era total en esas cuatro paredes, entre los barrotes de la celda apenas se veía el azul de un astro releído desde épocas remotas. Quizá alguien desde un lugar distante habría descifrado su muerte. Se le llenaron de lágrimas los ojos rebosantes de desvelos. Un lamento se deslizó hacia sus cuerdas vocales.
Lo único que la negrura de la noche le permitía escuchar era un goteo que él creyó sin fin. Faltaban pocas horas, los gallos cantaban de despedida al pasado reciente. Inútilmente trató de mantener sus pensamientos en otra cosa, pero de nuevo acudió el juego al llamado de su obsesión: después de incontables días de combate, faltaban pocos movimientos para tener al rey negro bajo su dominio. La reina blanca, desgarrada por la ambición, no era más que un cadáver en el palacio. El rey, ayudado por las torres y el alfil, había conseguido que el enemigo se replegara en cortas huidas sin importarle el color del siguiente paso. Cuestión de tiempo, pensó el rey blanco frente a ese plano de 64 infinidades.
Justo cuando debía asestar el golpe final, las ideas se le entrelazaron en la cabeza, vio (o creyó ver) el triunfo que jamás conseguiría y la destrucción de su reino. El pánico se apoderó de sus manos. Ya la cordura no era su aliada. Dos días dudó de sí mismo frente al campo de batalla, ni las voces que le anegaron la cabeza pudieron sacarlo del espanto. El horror del futuro, de las colinas cubiertas de cuerpos. No tuvo la advertencia y el consuelo de las Hermanas fatídicas. A la tercera noche, cuatro hombres vestidos de negro lo llevaron a la celda donde esperaría la hora de su muerte.
Sintió el alba como una cobija de luz. El pavor y el agobio lo vencieron. Tuvo un sueño: fue la conclusión de aquel inacabado desafío y el sabor del triunfo. Entonces supo la respuesta, pero al despertar ni el mínimo recuerdo del gozo de la victoria se mantuvo con él, acaso fue derrotado de nuevo. La claridad anunciaba la sentencia. Un guardia le ofreció cerveza agria y pan. El cautivo dibujó en el piso, sesenta y cuatro cuadros. Intentó, sin conseguirlo, terminar el juego que debió ganar fácilmente y revelado en sueños. Se acercaba al final de su vida.
Había llegado la hora. Vestido con túnica blanca, se mojó el rostro dándose cuenta del anciano invadido de terror que tocaban sus manos. Dos guardias lo condujeron por pasillos pestilentes, repletos de hombres moribundos. Quiso reconocer a alguien entre toda esa miseria. Martirizados por el poder de la guerra, los peones se resignaban a morir sin ideales. Al fondo del túnel, la luz advertía una muchedumbre eufórica. Se escuchaban gritos de consignas. La masa demencial vociferó con más fuerza al verlo salir. Debilitado, el preso se cubrió el rostro con las manos cuando el sol chocó contra él. Sus pasos no desfallecieron, su desventura fue trazada desde hace mucho. El gentío lo miró con lástima y odio. El Orador leyó la sentencia que se cumpliría en ese momento. El Verdugo lo miró como a un muerto. Guardias indiferentes lo acercaron a la mesa de castigo y le indicaron su lugar. El prisionero no sabía cómo extinguir esa desesperación nueva que comenzaba a conmocionar todo su cuerpo. Deseaba que en ese instante su mente anulara el miedo y el dolor. Tal vez alcanzó a encomendarse a Alguien. Con fe anheló el golpe que le segaría la vida. La espera se iba alargando. Arrodillado, reparó en los caballos, en los soldados con sus trajes impecables, en sus condenadores, en la tierra que se levantaba con el viento matinal, en la indiferente madera que esperaba el acero y entonces cerró los ojos. Los gritos dejaron de escucharse, una nube de rayos luminosos se posó en las pupilas. Fue en ese momento que llegaron los movimientos finales: Las torres debieron cerrar el flanco del rey negro y el alfil atacar a la diagonal derecha, la clave era el peón cercano a la caballería. Conoció el camino para culminar todos esos días de batallas incansables. Creyó sonreír porque supo que el juego se repetiría eternamente. Agradeció a Caissa la buenaventura del final. Abrió los ojos, escuchó de nuevo el griterío de la gente. Observó a los niños que lo miraban asombrados, a los perros sin dueños y los pies del verdugo, hasta que poco a poco se fue enterando de su propio cuerpo recostado sobre la mesa. El rey blanco había abdicado.
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