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Fiscalía de Estados Unidos solicita cadena perpetua para Genaro García Luna

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Aída López, en un certero ejercicio de autoficción y de biografía novelada, sigue los pasos de su tío abuelo, el poeta Ricardo López Méndez, y le toma el pulso a una época fascinante de este país, en la que, entre otras cosas, se definió nuestra educación sentimental

Son las seis de la tarde y aún se siente fuerte el calor en Mérida. Parvadas de golondrinas cruzan los cielos, chirriantes se dirigen a su morada para dormir, nadie sabe a dónde, solamente se les ve en el ocaso todos los días. El verano hace que la gente mayor saque sillones y silletas en la escarpa para tomar el fresco, ocasión de conversaciones informales con las personas que se dirigen a misa.

Las mamás jóvenes llevan a los niños al parque después de hacer la tarea. Las tardes son tiempos de convivencia para las mujeres cuan do han cumplido las labores del hogar, mientras el padre de familia se dirige al café con los amigos.

Ricardo y Alonzo, después de la escuela, piden permiso a su papá para irse a tomar un sorbete, el calor lo amerita. El Colón es el lugar de moda donde concurren los merida nos cuando quieren refrescarse con un helado de fruta de temporada. Son pocos los años que separan a los hermanos. Alonzo, al ser el menor, sigue a Ricardo en todo, aunque no se le da la escritura.

Admira la facili dad con la que a su hermano le salen los versos, algunas veces lo intentó cuando lo acompañó a las tertulias del grupo Esfinge, pero siempre le parecía cursi lo que escribía. Sin embargo, no ha dejado de ir con él a la farmacia de Roque, donde en las noches se re únen los bohemios con sus guitarras.

También ha intentado cantar, pero ni siquiera es afinado para interpretar a pesar de su tesitura grave. Como siempre la sorbetería está llena de varones. En una de las mesas una mano saluda a Ricardo cuando entra, es Wilfrido, a quien conoce de tiempo atrás. Acaba de llegar de Motul para encontrarse con su hermano Felipe, pero antes quiso pasar a quitarse el antojo del manjar frío.

En la mesa de enfrente, compartiendo dos sorbetes, están sentadas cuatro muchachas con los labios púrpuras y adornos brillantes en el cabello. Las piernas cruzadas dejan ver las medias a la rodilla y las zapatillas de tacón.

La de rizos castaños y ojos claros llama la atención de los tres por su coquetería, pero ella mira insinuante a Ricardo, el de ojos azul cristalino y piel blanca como la de ella. Wilfrido le pide al mesero que les lleven otros dos helados a las muñecas.

La de rizos se acerca a agradecerles la atención, aprovecha para decirles que se llama Rosa y que su flor preferida es la de su nombre, por si se les ocurre regalarle una. Los jóvenes se entusiasman. Imaginan "Al entrar a El Louvre, la melodía de una guitarra llama la atención de Ricardo.

Un joven de su edad está sentado en un rincón interpretando canciones de Eusebio Delfín. Piden la primera ronda de cervezas León Negra".

Cómo sería pasar la noche con alguna, pero todos tienen en la mente a la misma, a la misma Rosa, la de sonrisa amplia, grandes senos y cintura breve.

A las siete se despide Wilfrido, pues quedó de verse con Felipe en el Congreso, quien está decidido a lanzarse para la gubernatura de Yucatán, quiere otro tipo de gobierno, uno donde los campesinos sean los dueños de las tierras.

En el centro del país la situación está caótica desde la Revolución y quién mejor que su hermano para apoyarlo en sus aspiraciones políticas. Rosa y una de sus amigas se acercan a la mesa y se sientan a acompañarlos.

Ellos les ofrecen de los dulces recién colocados en las vitrinas. —Mejor vamos al Louvre, con tanto calor ahí podemos tomarnos unas cer vezas —propone Rosa. Los hermanos no beben alcohol ni fuman por consejo de su papá, pero aceptan dada la afortunada ocasión.

En el corto trayecto Rosa se le pega a Ricardo y Carmiña se queda con Alonzo. Al entrar a El Louvre, la melodía de una guitarra llama la atención de Ricardo. Un joven de su edad está sentado en un rincón interpretando canciones de Eusebio Delfín. Piden la primera ronda de cervezas León Negra. Cuando canta ¿Y tú que has he cho? Carmiña pierde la zalamería y se le humedecen los ojos, recuerda a su triste Cuba y a su mamá que dejó enferma para trabajar en Mérida. Alonzo la consuela.

Con una servilleta le seca las lágrimas que resbalan arrastrando el colorete de sus mejillas. Ricardo los deja en la mesa en cuanto el trovador deja de tocar. Se acerca a conocerlo y se entera de que se llama Augusto, toca varios instrumentos y escribe música.

Ricardo le dice que él escribe versos y lo invita para que se reúna con los bohemios en la farmacia de Roque. Promete ir una noche de estas que no tenga serenata. ¡Ah, porque también toca en un trío! Cuando Ricardo regresa a la mesa, Rosa se ha quedado sola, Alonzo y Carmiña salieron a caminar.

—Necesita el fresco de la noche para serenarse —dice ella con sonrisa pícara. Piden varias rondas más de cer veza oscura en espera de la pareja que no regresa. A las once, Rosa cree que ya no volverán. Ricardo se siente mareado y pide la cuenta. Al pagar, Rosa ve que trae varios billetes en la cartera para seguir la fiesta.

La noche aún comienza para ella. Antes de irse, Ricardo escribe en una servilleta la dirección de tiéndole en que no deje de ir. La pareja se toma del brazo y salen del lugar. La luna está en creciente, mordida por la sombra; la calle casi vacía. Caminan despacio sin un rumbo determinado, solo caminan.

Ricardo va mirando por todas partes en espera de encontrar a su hermano. Dirigen sus pasos al Par que Hidalgo, pensando que la pareja quizá esté sentada en una de las ban cas, pero el parque está solo, apenas iluminado por las farolas del Gran Hotel. Es mejor que ellos tampoco permanezcan ahí a tan altas horas. —¿Vamos a un lugar donde este mos solos? Por el Circo Teatro hay unos cuartos con venta de bebidas — dice mientras lo abraza de la cintura y le arrima los pechos. —Te prometo que la vamos a pasar inolvidable — con picardía señala con la mirada una calle rumbo al poniente.

II

La Feria de la Canción despierta gran expectativa. Esa tarde de agosto de 1927, largas fi las ocupan la banqueta de la calle del Águila donde se ubica el Teatro Lírico. La cantidad de personas que esperan entrar da la impresión de que es mayor al aforo.

Algunos llegan en taxis y otros en sus coches. El señor Carrillo detiene el Touring en la entra da principal. Doña Regina va de lo más elegante, lleva vestido largo negro y de su cuello pende un collar de rubíes y diamantes a juego con sus aretes. Ethel viste de rosa con los hombros descu- biertos.

La seguridad con la que suben los escalones del teatro y sin hacer fi la, evidencia su estatus. En el vestíbulo el señor Carrillo saluda a otros señores de tuxedo, mientras su esposa y su hija son conducidas a sus asientos por una joven uniformada. La primera fi la está ocupada por los autores y compositores.

Ethel estira el brazo para tocar el el himno del amor imposible, ese que se guarda en secreto en el corazón. Los segundos de aplausos se multiplican cuando el trío femenino deja de cantar.

Ricardo y Guty se miran emocionados; sin duda su creación supera a todas las canciones que se han interpretado hasta ese momento, al menos así lo demuestran las vivas y los bravos que se escuchan por varios segundos desde distintos puntos del teatro. El jurado tiene que considerar la fuerza de Nunca.

La cadencia del ritmo de clave aunado a la letra, llega. hombro de Ricardo que se encuentra delante de ella, con la intención de que Guty también voltee a verla. La joven se ve tan distinta con el cabello recogi do y fl equillo, que su presencia inquie ta a Guty.

Este se deshace en piropos y halagos que ilusionan a la joven. Doña Regina disimula su enojo y se concen tra en la gente que está entrando, con la esperanza de ver a alguna conocida. Cuando se da la tercera llamada, el señor Carrillo ocupa su asiento.

Las luces se apagan y una voz anuncia el inicio del concurso. Esa noche una de las canciones se llevará el cheque de cien pesos. Ricardo y Guty tienen la ventaja de que una de las integrantes del trío Garnica Ascencio tiene amores con Pepe Campillo, el empresario que organizó el concurso. Durante varias horas desfi lan solis tas y tríos con canciones inéditas.

Guty está inquieto y se levanta varias veces. Cuando Ethel va al tocador lo encuen tra nervioso en el vestíbulo fumando un cigarrillo. En cuanto la ve se acerca con galantería a repetirle, ahora a solas, lo bella que está esa noche.

Ella le corres ponde con una sonrisa tímida, aún la pone nerviosa. Él también está nervio so, pero por el resultado del concurso, signifi ca mucho para su carrera. Juntos regresan al recinto. Juan Arvizu ha ter minado su interpretación de Menudita, de la autoría de Tata Nacho.

Su voz de seda tiene encantado al público que no deja de aplaudir y vitorear. Guty siente una punzada en el estómago. Está difí cil la competencia. Con la ceja levantada, doña Regina le señala a su esposo a Ethel que lle ga del brazo de Guty.

A partir de ese momento ya no la dejará salir sola. El joven no la termina de convencer, es un bohemio al que la fama ha marea do y puede mal encaminar a su hija. Los primeros acordes de Nunca sua vizan su expresión.

La canción algo de magia tiene, invita al romance, es Al fi lo de las once de la noche, des pués de un receso de quince minutos, el maestro de ceremonias comienza a leer los resultados. Ethel toca los hombros de Ricardo y Guty en señal de compli cidad.

Un concierto de chiflidos colma el teatro cuando el hombre anuncia el segundo lugar. Nunca no gana el pri mero. Ricardo se niega a subir al esce nario a recibir el cheque de cien pesos y por ello, sin otra alternativa, Guty lo hace de mala gana, con el estómago encogido. Después de recibir el premio deshonroso para él, ante el azoro del público, parte el papel en dos y avienta una de las mitades a Ricardo, quien no hace el intento por recogerlo.

El histrionismo del compositor complace la frustración de los inconformes. Otra vez el recinto ensordece, ahora por la catarsis que provocan los aplausos.

III

—Tienen que escucharlo —dice emocionado Ricardo a sus amigos en la farmacia de Roque. Habla del cantante que conoció en un café del centro de Mérida. Ninguno de los poetas presen tes ha oído hablar de un tal Augusto que toca la guitarra, pero Ricardo se encarga de transmitirles su entusias mo. Además, es compositor y puede ponerle música a sus letras.

Esquivel Pren escribió un par de poemas que le dio a Palmerín, pero queda dudoso al escuchar acerca del portento del que hablaba López. De manera intempestiva, Ricardo se levanta cuando en la esquina ve a un joven con el estuche de un ins trumento al hombro, como si buscara una dirección. Parece extraviado. Es Augusto, el mismo del que estaba ha blando hace apenas unos minutos.

El trovador camina hacia él en cuanto lo reconoce. Se dan un apretón de manos y se dirigen al grupo. —Este es Augusto, de quien les es taba hablando —dice emocionado. El joven se sonroja, teme no llenar las ex pectativas después de la presentación.

Ricardo lo anima a tocar algo, el recién llegado aclara que es músico y que las letras son de poetas que le piden música para sus versos. Aun así lo convencen, quieren oírlo, tienen curiosidad por todo lo que Ricardo les ha contado.

Augusto relata la historia de la letra que va a interpretar. La primera estrofa es del venezolano Pérez Bonalde, pero un amigo le hizo el favor de escribir la segunda. Estaba pensada para una joven de la que se había enamorado, pero que se fue a estudiar al extranjero. No quería que la letra dijera el nombre de ella, pero sí que la evocara: Flor.

En ese momento viene Rosa a la mente de Ricardo, la Rosa que lo llevó a la cantina donde conoció a Au gusto; los dos tienen amores fugaces a quienes les escriben y les cantan. Tantas coincidencias no pueden ser casualidad, está seguro de que por alguna razón del destino se conocieron.

La voz de Au gusto lo sumerge en esa ola de placer que vivió con Rosa aquella noche en el cuarto, cuando sintió la humedad de su cuerpo en sus labios y besó desesperado sus pechos bañados de whisky Flor se llamaba, fl or era ella / fl or de los bosques en una palma…

Cuando ella se montó y su apetitosa cauda se posó en su miembro como nunca otra lo había hecho, flor de los cielos en una estrella… Momento que quedó tatuado en su púber corazón, fl or de mi vida, flor de mi alma…

Los aplausos lo regresaron al momento, al real, se siente intimidado por las miradas de sus amigos, cree que su rostro lo dela tó. La pausa suspicaz desaparece cuando Roque les ofrece de beber. Augusto los emociona, le piden músi ca para sus letras, pero él pronto viajará a la capital para continuar sus estudios de contabilidad.

Sus papás no están de acuerdo con su ofi cio de músico y quie ren que estudie para que los ayude en los negocios. Ricardo encuentra otra coinci dencia: sus papás tampoco están conten tos de que escriba poemas, quieren que se dedique a la política como su tío Antonio.

Cada uno cuenta las diferencias que tie nen que sortear para que los dejen ir a las reuniones nocturnas como la de esa noche. Para los vecinos son unos vagos, imagen que les disgusta a las familias. Roque les ofrece vasos de naranjada. —Si supieran que solo cantamos y tomamos jugos, no lo creerían —dice el anfi trión entre risas.

IV

Ricardo está melancólico ante la determinación de Guty de irse a vivir a Nueva York. La desilusión por el segun do lugar en el concurso ha marcado su carrera; fue un antes y un después que no puede superar. Siente que les arre bataron el premio y ya no está a gusto con el gremio artístico nacional.

Nuevos aires serán positivos para consolidarse como un verdadero compositor, ya que suma decenas de canciones, ha musica lizado poemas de autores reconocidos y jóvenes, mexicanos y de otros países. La primavera del siguiente año, aborda el vapor rumbo a la Unión Americana para probar suerte. En su equipaje lleva la letra del último poema de su amigo: Golondrina viajera.

A pesar de que Guty intentó convencer a Ricardo para que lo acompañe, éste decidió no aventu rarse, pues tiene confianza en que las cosas mejoren. La capital promete un sistema de radiocomunicaciones que pondrá al país a la vanguardia, me dio en el que ya se ha desempeñado cuando difundió los ideales de Felipe Carrillo Puerto en La Voz del Gran Partido Socialista, estación de radio creada por el político. Su voz recia y prístina dicción lo convirtieron en el portavoz de los proyectos del gober nador.

Ricardo cree que la escritura y la radio se complementan y en eso finca sus esperanzas. Es tiempo de que, como Guty, em prenda el vuelo. Tiene que dejar el ho gar que lo acogió y lo trata como uno más de la familia. Caminará las calles del centro, un paso tras otro, hasta encontrar un cuarto que pueda pagar con los módicos ingresos que percibe de sus colaboraciones en el periódico Excélsior y Revista de Revistas. Otra vez se siente como el día que llegó de Mérida, de nuevo está solo.

Cuando cruza la Alameda Central, se distrae con el revoloteo de las golondrinas en las copas de los pirules. El aleteo de las aves expande el aroma y arroja los frutos rojos. La explanada es el ban quete de cientos de palomas que ate rrizan de los cielos para picotearlos. Decenas de ardillas suben y bajan de los troncos de los almendros con fru tos entre las patas.

Los mordisquean nerviosas hasta acabárselos. Las ban cas debajo de las acacias son el refu gio de las parejas de enamorados o de los de a pie que disfrutan la tarde primaveral. A lo lejos, los resoplidos de los caballos y los gritos de los me rolicos ofreciendo soluciones mágicas le dan vida a la ciudad. En el histórico espacio se siente un niño abandona do.

Encuentra una banca frente a la fuente coronada de limonarias donde Venus, sin descanso, recicla el agua. La corriente acompasada lo ayuda a sumergirse en una marisma de pensa mientos, tiene que trazarse un futuro. A momentos imagina a Alma como esa diosa romana, espigada, blanca, de ojos azules, como la de Botticelli.

Otra golondrina que voló, ¿dónde es tará? Existen todas las probabilidades de que nunca la vuelva a ver. Se arre piente de no haberle pedido a Guty que la buscara en el New York Times donde trabaja como periodista, al menos para saber cómo está después del asesinato de Felipe. ¿Se puede ser feliz después de la muerte de un ser querido? A él le ha afectado tanto el fusilamiento que está seguro de que jamás volverá a participar en política. Pasadas las diez de la noche, con tinúa su marcha.

Camina hacia el Hemiciclo a Juárez, se detiene a ver la obra gris inconclusa de lo que será el Teatro Nacional, al que la Revolución no le ha hecho justicia. Recuerda las palabras del señor Carrillo: “El mármol opaco solo es el refl ejo de una ciu dad que no termina de inventarse”.

La lucha revolucionaria detuvo en seco la modernización, pero México ya está buscando de nuevo ponerse a la altura de los tiempos y su joven alma de poe ta quiere seguir creyendo en el país.

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