Jorge Gómez Barata
En la solución de enigmas, cuando son erradas las premisas, también lo son las respuestas. Así ocurre con el debate acerca de la precedencia entre el huevo y la gallina. Obviamente “el huevo fue primero, pero no lo puso una gallina…” Lo mismo ocurre con los coacervados y las amebas primitivas involucradas en el origen de la vida. El enigma es otro.
Es cierto que, como afirmaba Marx, “Antes de pensar en filosofía, arte, o religión, es preciso comer, vestirse, y tener un techo…” También lo es que, para todo eso, es necesario pensar, creer, y ejercer la voluntad, aspectos esenciales de la espiritualidad. Es obvio que, concebida así, la actividad económica precede al ejercicio de la política, lo cual no significa que prevalezca sobre ella, cosa que en términos concretos, raras veces ocurre.
De antaño los estados y gobiernos europeos, mediante medidas proteccionistas o librecambistas se involucraron en la economía. Las expediciones de Colón, la colonización del Nuevo Mundo, el corso, y la trata de esclavos, fueron empresas estatales. Desde 1665 Jean-Baptiste Colbert, ministro de finanzas de Luis XIV, persiguió la corrupción, reorganizó las finanzas, el comercio y las aduanas, cobró impuestos, dictó regulaciones para la navegación, realizó obras públicas, creó a las compañías de indias para la colonización, y con fondos públicos auspició instituciones culturales.
Para el capitalismo que combinó el poder con la economía, de modo que cada empresario se ocupa de su economía, y el estado de la de todos, el sistema pierde atributos debido a que los ricos, usando la influencia del dinero, se convierten en operadores de las estructuras del estado. De ese modo el ente pierde capacidad para actuar como árbitro entre los diferentes actores sociales, especialmente entre ricos y pobres. Para subsanar el problema apareció el socialismo.
Con el triunfo de los bolcheviques en Rusia debutó una modalidad socialista que, al conquistar el poder político, estableció como dominante la propiedad estatal. De ese modo, además de ocuparse del bien común de la sociedad, el Estado echó sobre sí la enorme obligación de administrar el conjunto de la economía, perdiendo así capacidad para actuar como árbitro entre los actores sociales.
Aunque creyó hacer lo correcto, el socialismo practicó una variante de exclusión social que suprimió a los propietarios, empresarios, negociantes, inversionistas nativos y foráneos, incluso a las clases medias. Aunque como diría Nicolás Guillén, “No me dan pena los burgueses vencidos”, comprendo que tal vez ninguna política basada en la exclusión aporta una solución viable.
Tal vez lo idóneo sea la existencia de un Estado fuerte, legitimado por el predominio de las instituciones, la democracia, y el respaldo popular, que sea capaz de ejercer la dirección de la sociedad, y propiciar el disfrute de los derechos políticos, sociales y económicos, incluyendo la libertad para crear negocios, producir bienes, lucrar con esas actividades y lograr riquezas, cuya distribución con equidad, el Estado asegura mediante leyes y políticas apropiadas.
Tal vez el Estado socialista no necesite ser dueño de la totalidad de los medios de producción y de la tierra, ni ejercer el monopolio de la gestión económica, sino que, en proporciones apropiadas y con políticas inteligentes, puede compartir obligaciones y beneficios con otros actores sociales. Todavía el 80 por ciento de la economía de China es estatal. Según Lenin: “Las personas pueden o no ser dialécticas. La realidad siempre lo es”. Allá nos vemos.