Por Jorge Gómez Barata
Las reformas económicas en China partieron de una lectura exacta de caos provocado por una economía estancada, se anticiparon a lo que pudo ser un desastre político y catapultaron al país a la condición de segunda potencia económica mundial. Todo ello en cuarenta años y sin renunciar al socialismo.
Deng Xiaoping no descubrió el camino, que estaba allí antes de que él naciera, sino que decidió transitarlo. Los líderes soviéticos que, desde los años veinte cuando Lenin propuso la Nueva Política Económica, se percataron de los defectos del modelo económico, se aferraron a dogmas y, en lugar de cambiar, demonizaron el reformismo y cuando decidieron avanzar, era tarde. El precio de indecisión fue demasiado alto.
En uno de los países más aislados, pobre, poblado y atrasado de la tierra, en 1949 Mao Zedong y el Partido Comunista proclamaron la República Popular China y avanzando por la huella trazada por la Unión Soviética, estableciendo un modelo de sociedad basada en la dictadura del proletariado y el monopolio económico estatal que resultó inviable.
Tal como había ocurrido en la URSS, al estatizar el ciento por ciento de la industria, colectivizar la tierra, monopolizar el comercio y establecer por decreto la planificación centralizada de la economía y de toda la actividad social, aunque a corto plazo, el proyecto obtuvo resultados espectaculares, incorporó los mismos defectos estructurales vigentes en la URSS, cosa que la compulsión, los apremios y las apelaciones ideológicas, incluso la represión, no pudieron compensar.
En medio de un visible estancamiento económico, apremiantes necesidades y hambrunas antológicas, el liderazgo del partido y del Estado chino realizaron desesperados esfuerzos para salvar el sistema. Entre ellos apareció la idea de propiciar “un gran salto adelante”, lo cual en realidad condujo a un notable retroceso que años después trató de zanjarse mediante la llamada Revolución Cultural Proletaria, la cual lejos de aportar soluciones generó masivas e intensas purgas que ocasionaron la ruptura con los intelectuales, desprestigiaron al sistema y debilitaron al partido.
Una de las víctimas de aquel proceso fue Deng Xiaoping, que cuestionado ideológicamente fue apartado de la dirección del partido y que luego de intensas luchas internas, en 1975, fue rehabilitado y convertido en la segunda figura del gobierno y del partido, sin que por ello pudiera evitar que a la muerte de Mao, en 1976, adquiriera preponderancia la llamada “Banda de los cuatro” de la que participaba Jiang Qing, viuda del líder, proceso fuera nuevamente represaliado para, en 1977, ser una vez más rehabilitado.
Por su moderación política y sobre todo por las reformas que impulsaba, Deng Xiaoping se convirtió en la principal figura política del país hasta su muerte en 1997. No sin tensiones y costos sociales, las reformas impulsadas por Deng Xiaoping generaron un impetuoso desarrollo económico cuyos resultados están a la vista.
Entre las muchas conclusiones del proceso que en 40 años llevó a China del caos al estrellato, ninguna es más elocuente que la enorme vitalidad del socialismo cuyas esencias asentadas en la justicia social le permiten sobrevivir a las más adversas circunstancias, incluidas la impericia de sus promotores y la agresividad de sus adversarios.
De ese paradigma también forma parte Cuba, que por su capacidad de resistencia a la agresividad de Estados Unidos y de sobrevivir a la crisis derivada del colapso de la Unión Soviética, está en condiciones de adelantar cambios esenciales que hagan viable el proyecto socialista. Nadie ha dicho que será fácil, que sobre tiempo ni que las sendas están expeditas, sino que se pueden transitar. Las reformas son un camino, el socialismo un destino. Allá nos vemos.