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Iván de la Nuez

Al principio, la pandemia era un catarro más, se curaba con aspirina e incluso podía asumirse como una oportunidad de la providencia para echar a volar nuestra inventiva. Más que una catástrofe, llegó a vendérsenos como un “tres en uno” que servía de gel, champú y acondicionador al mismo tiempo.

Cuando el Covid-19 apretó y nos dimos cuenta de que era superior a lo que habíamos calculado, la indulgencia se convirtió en terror. Y del “aquí no hay lobo que venga” pasamos directamente a la sensación de que la manada estaba en la puerta, lista para devorarnos.

En ese zigzag nos hemos movido durante la tragedia. Al vaivén de noticias, teorías varias, insuficiencias de los sistemas sanitarios, presiones económicas, desconcierto social y oportunismos políticos. Todo sobreexpuesto en el paisaje infinito de Internet y unas redes que siempre se las arreglan para capturarnos.

Y así, entre el miedo y la indolencia, nos vamos columpiando. Paralizados, por un lado, y con el sueño de regresar a una situación anterior que ya deplorábamos, por el otro. Abonados a la idea de que esta crisis tape la anterior, o que la arranque de raíz como un clavo saca a otro. A que el mundo al cual hace unos meses ya no le veíamos solución se convierta en el gran remedio de este de hoy arrasado por la pandemia.

Hemos quedado atrapados en el mal menor a la espera de la próxima crisis. Entonces, tal vez, nuestra situación actual nos parezca ideal, resolutiva y hasta deseable.

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