Por Iván Alexander Baas Osorio
Ayotzinapa no se olvida
Tendidos en el oscuro y duro pavimento, escondiéndose del estruendo de las ráfagas de las ametralladoras o de las balas mismas, ahí se encontraban una noche del 26 de septiembre normalistas rurales de Ayotzinapa cuando eran atacados por los elementos del terror de la Policía municipal de Iguala en Guerrero.
A un costado de ellos, aún cubriéndose del plomo a velocidades, yacía el autobús del que habían bajado diez minutos antes del ataque armado. Pudieron percibir en las paredes metálicas del vehículo el penetrar del metal y el sonido del impacto, el golpeteo mortal de una ráfaga de agua atraída por un huracán sobre el endeble techo de láminas, atrayendo el inminente olor a muerte, ahí rebotando, revoloteando como palomitas de maíz, intentando cobrar vidas indiscriminadamente.
Cayeron un par de estudiantes; otro murió con la cara desollada: sin rostro, como reflejo de una realidad que se vive en todo territorio nacional para los jóvenes normalistas quienes gestan una conciencia social en sus aulas de la libertad.
43 jóvenes desaparecidos. Quemados, incinerados. Ejecutados o enterrados en las miles de fosas que tapizan la realidad decadente del país. Enviados a lugares de concentración, al trabajo pesado. Tal vez, reducidos a restos químicos en gigantescos recipientes plásticos junto a cientos de personas más. ¿Qué más da que 43 jóvenes hayan perecido en un país donde mueren diariamente más de 50?
No es su condición de jóvenes, ni su ascendencia campesina, ni la lucha social; mucho menos sus travesuras o su delito de robar un par de camiones: Mandar a 43 jóvenes a la muerte y que después de 4 años no haya alguien con cargos, en la cárcel o en proceso es ignominioso, que el presidente de México no haya renunciado es una ignominia.
Pero, qué nombre tendría todo un expediente falso del caso para intentar encubrir gente involucrada de las altas esferas de la política y famosos hombres de negocios turbios. Qué otro nombre pudiera tener la verdad histórica de Jesús Murillo Karam, otro hombre desafortunado que se cansó de construir historias increíbles que sólo el propio Peña aplaudió. Es muy difícil creer que pueda existir un país como el nuestro en el siglo XXI y me pregunto siempre en cuál aún se sitúa, en qué año, en qué época, en qué conciencia, qué sueños, porque no se halla en los mapas.
La necesidad de crear una verdad histórica responde a sus deseos de encubrir la historia, de guardar los datos, de esconder los cuerpos, de no decir la verdad. Una verdad histórica no es una verdad. Responde a que el Estado sabe dónde y qué pasó, y esas mismas manos asesinas prestidigitan un informe con datos inventados, meten sus manos largas y deformes en un pequeño sombrero oscuro, como si fuera la profundidad del cielo que miró absorto el desenlace de esa noche, y sacan no uno, sino cien conejos obesos y sin vida, y todos sabemos que es el Estado.
Vivos se los llevaron, vivos los queremos.