Raymundo Riva Palacio
Estrictamente personal
Debe ser muy difícil ser miembro del gabinete del presidente Andrés Manuel López Obrador, quien todas las mañanas coloca a todo su equipo en una tensa situación donde saben que en cualquier momento tendrán que improvisar para seguirle el paso. Sus comparecencias matutinas y sus conferencias de prensa en el Palacio Nacional son entre un circo romano y una montaña rusa. Para muchos fuera del gobierno se han convertido en eventos morbosos para ver a quién difama o denuncia; para su gabinete son un martirio porque todo puede pasar y cambiar, y todo puede esperarse. Todas las mañanas es como entrar en un túnel oscuro donde no sabe la mayoría qué va a encontrar.
Varios miembros del gabinete dedican personal a monitorear esas apariciones, para saber si hay alguna indicación sobre su sector, algún nuevo programa que se le ocurrió al Presidente y que no les había dicho, o algún tema contencioso sobre el cual les preguntará más adelante. Algunos han recibido instrucciones públicas sobre temas que nunca antes habían platicado con el Presidente. Otros van al Palacio Nacional para participar en las reuniones de preparación de las mañaneras, donde a veces se juntan más de 100 funcionarios que aprovechan algún momento previo, para poder arreglar asuntos de su dependencia, ya que nunca los recibe.
López Obrador utiliza ese espacio para hacer lo que quiera. Una de las peculiaridades es cómo destroza la credibilidad de su propio equipo. Por ejemplo, el martes le tocó al subsecretario de Hacienda, Arturo Herrera, al desmentirlo de la evaluación para restablecer la tenencia en el país. El miércoles al de Comunicaciones y Transportes, Javier Jiménez Espriú, quien dijo que el nuevo aeropuerto de Texcoco no fue cancelado por corrupción, como originalmente se afirmó. En otra ocasión le dio instrucciones al secretario de Educación, Esteban Moctezuma, para rasurar la Reforma Educativa, que estaba en el Congreso, para que los maestros no dijeran que era como la del presidente Enrique Peña Nieto.
López Obrador es un jefe sumamente complicado, en buena parte, porque le interesan muy poco la mayor parte de los temas de su competencia. Su rutina de trabajo empieza alrededor de las 5:40 de la mañana, cuando su gabinete de seguridad le da un reporte sobre la incidencia delictiva y se ponen de acuerdo sobre las cifras que darán a conocer. Siempre buscan dar números a la baja, aunque haya discrepancias hasta en un 20% con los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, como sucedió en el primer bimestre del año.
Terminando se abre el mercado de funcionarios queriendo plantearle al Presidente algún tema, salvo aquellos que previamente fueron notificados que esa mañana tendrían sus 15 minutos de fama. Así le sucedió al director de la Comisión Federal de Electricidad, Manuel Bartlett, a mediados de febrero, cuando le notificaron que tenía que presentar el plan para el sector eléctrico. Bartlett llegó con su presentación, pero minutos antes de entrar al Salón de la Tesorería, le dijeron que su documento sería para después y le entregaron uno que se había hecho en las áreas de propaganda del Palacio Nacional, que era la que tenía que enseñar a la prensa. En ella estaba el top ten de presuntos empresarios empapados en complicidades y conflictos de interés en el sector, que Bartlett, mostrándose como un ignorante, denunció sin poder sustentar sus dichos y acusó a ex funcionarios que ni siquiera estaban vinculados con el sector.
Al Presidente no le interesa su gabinete. Para López Obrador, según funcionarios, los únicos con quienes tiene interlocución diaria y frecuente son los que se sientan permanentemente en la mesa de seguridad: el secretario de la Defensa, general Luis Crescencio Sandoval; el secretario de la Marina, almirante José Rafael Ojeda; el secretario de Seguridad, Alfonso Durazo; el director del Centro Nacional de Inteligencia, Audomaro Martínez, y el consejero jurídico de la Presidencia, Julio Scherer. Tiene contacto, sin ser estrecho, con el secretario de Hacienda, Carlos Urzúa; el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard; el jefe de la Oficina de la Presidencia, Alfonso Romo, y de manera coyuntural con quienes encabezan sus programas sociales. Hay miembros de su gabinete que incluso piensan que quiere despedirlos porque nunca les hace caso.
Lo conocen poco. En el gobierno de la Ciudad de México hacía lo mismo: reunión con el gabinete de seguridad, mañanera y desayuno de trabajo. Después se iba a jugar un rato béisbol, a tomar una siesta, y caminaba por el Centro Histórico repartiendo dinero. Ahora ha tenido que reducir sus prácticas de béisbol y recortar sus siestas. Ya no reparte dinero en las calles y por razones naturales de su mayor responsabilidad, a veces tiene eventos al mediodía. Pero en general, todo lo resuelve en la mañanera: informe de acciones de gobierno, conferencia de prensa y, como sucedió con la alta comisionada de Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, un evento formal y protocolar.
Después de eso, cada quien atiende lo que le ordenó directamente o a través de Scherer, principalmente. López Obrador es el poder todas las mañanas y delega la gestoría a través de un puñado de personas específicas. Para él no hay líneas de mando, y se recarga en quienes tienen su confianza y es eficiente. A quien le delega ese poder, lo empodera para los asuntos de gobierno. Lo único que atiende directamente, además de la seguridad, es lo que tiene que ver con la política electoral, con su staff encabezado por el coordinador de delegados federales, Gabriel García Hernández, el responsable de fortalecer el andamiaje para la consolidación del proyecto mediante las urnas, su mayor prioridad.
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