Por Jorge Javier Romero Vadillo
Desde semanas antes de la elección, cuando prácticamente todas las encuestas pronosticaban su derrota, Donald Trump comenzó a clamar que habría un gran fraude electoral, basado en los votos por correo. Sabía que, por alguna razón, los votantes republicanos son más proclives a acudir a las urnas el día de la votación, mientras que los demócratas tienen menos reparos en usar la vía postal, por lo que se planteó deslegitimar los comicios que ya preveía perder con ese argumento. Una vez conocidos los resultados, que confirmaron su derrota por más de cuatro millones de sufragios de la ciudadanía y con una ajustada ventaja en votos electorales, la pataleta presidencial continuó y clamó, sin prueba alguna, que el gran fraude se había consumado. Echo mano de los recursos públicos que aún controla para poner en marcha litigios jurídicos en los estados donde había perdido por en margen estrecho y se ha negado a concederle el triunfo a su adversario, Joe Biden.
La estrategia, inaudita en los Estados Unidos por lo menos en los últimos cien años y mucho más proviniendo de un Presidente en funciones que aspira a la reelección –pero que sorprende menos dado el talante atrabiliario y delirante del personaje– parece el prolegómeno de un intento de golpe de Estado, algo que nunca ha ocurrido en la historia norteamericana, y ya se ha convertido en la mayor crisis constitucional desde las elecciones de 1876, cuando se dio un conflicto poselectoral tremendo que estuvo a punto de provocar que el día de la “inauguración presidencial”, como se le dice allá a la toma de posesión, juraran el cargo tanto el candidato perdedor, el republicano Rutherford B. Hayes, quien finalmente fue el Presidente electo, como el ganador, el demócrata Samuel J. Tilden, y que fue desplazado por un acuerdo entre los republicanos y los demócratas de los estados del sur para que se retiraran las tropas federales que los ocupaban desde el final de la guerra civil. Aquella crisis, en la que desde luego también se cruzaron acusaciones de fraude, mucho más creíbles que las de ahora, fue extraordinariamente novelada por Gore Vidal en un libro que lleva por título el año de los acontecimientos.
El sistema electoral de los Estados Unidos es abigarrado y poco democrático. El Colegio Electoral fue diseñado precisamente para evitar que fuera el voto directo de los ciudadanos el que decidiera al Presidente, con el argumento de que eso evitaría el triunfo de los demagogos seductores de las masas y miren ustedes quién acabó siendo el beneficiario del arreglo: el mayor demagogo del mundo en lo que va del siglo XXI. Los controles sobre el voto son laxos y cada estado decide sus reglas. El sistema del ganador se lleva todo resulta tremendamente inequitativo, pues ya de manera reiterada ha llevado a que los candidatos popularmente más votados pierdan en votos electorales, como ocurrió hace cuatro años, pero tradicionalmente ha funcionado con base en la confianza y el consenso en torno a los resultados. Los candidatos aceptan las reglas del juego y no las cuestionan ex post.
Pero Trump ha mostrado que está dispuesto a destruir todo el arreglo institucional consuetudinario en el que se ha basado la estabilidad electoral del país. Ha decidido desconocer los resultados y se empeña en dificultar el arribo de su adversario a la Presidencia. No le importa siquiera no contar con pruebas. Su estrategia consiste en que sus seguidores, sus 71 millones de votantes, crean en su paparrucha y confirmen sus delirios conspirativos que lo suponen víctima de una trama siniestra.
El resto de los líderes mundiales, con excepciones esperables, han decidido desoír los delirios de Trump y han cerrado filas en torno al evidente ganador. Sin embargo, el Presidente de México se ha alineado con Trump, en un acto que, aunque sea de manera marginal por el poco peso internacional que ahora tiene México, ayuda a la construcción de un mito con posibilidades de echar raíces entre los sectores más recalcitrantes de la derecha supremacista norteamericana. Sin embargo, más que un absurdo apoyo a Trump, que carece de sentido, pues las posibilidades de que su andanada descalificadora tenga éxito son nulas, a menos de que el mundo enfrentara la catástrofe de la caída de la “Democracia en América”, lo que mueve a López Obrador es su propio agravio imaginario. Lo que lo acerca al vociferante vecino es la identidad de talante, no la coincidencia política.
Al igual que Trump, López Obrador no soporta la derrota. Nunca ha reconocido una. Y al igual que Trump, no tiene escrúpulos para construir verdades alternativas. En 2006 fue especialmente eficaz para construir, sin prueba alguna, al igual que Trump ahora, el mito del fraude. Yo viví aquel proceso electoral desde el IFE y fui testigo de la serie de mentiras en las que López Obrador sustentó su alegato. Hace unos días, David Luhnow, entonces corresponsal del Wall Street Journal en México, hizo en un hilo de Twitter un repaso de los alegatos de entonces, coincidente con mi memoria de aquellos días.
El entonces candidato del PRD a la Presidencia comenzó la larga campaña con una ventaja de alrededor de diez puntos en los sondeos serios. Una de mis funciones en el IFE era precisamente analizar la metodología de los estudios de opinión y publicar cuáles tenían sustento estadístico robusto, así que vi con detalle todas las encuestas publicadas entonces. Todas fueron coincidiendo en el declive de la popularidad de López Obrador y en el avance de Calderón. Curiosamente, las mayores bajadas en la intención de voto por el actual Presidente se dieron no debido a los ataques o a la campaña sucia en su contra sino cuando él cometió errores, como no asistir al primer debate presidencial, o cuando vociferó “cállate chachalaca”.
El día de la elección la casa encuestadora contratada por López Obrador, dirigida por Ana Cristina Covarrubias, llevó a cabo un conteo rápido que coincidió en sus resultados con el que había realizado de manera oficial el IFE y que por una lamentable decisión del Consejo General del IFE no se dio a conocer aquella noche. Tanto uno como otro daban como ganador por muy estrecho margen a Felipe Calderón. A pesar de contar con esa información, López Obrador salió a proclamar su victoria y durante las siguientes semanas se dedicó a construir el mito del fraude, sin prueba alguna. Sus seguidores inventaron la existencia de un algoritmo para modificar los resultados del PREP, lo que fue desmentido contundentemente por especialistas en estadística, y luego el propio candidato presentó un vídeo en el que se veía a un Presidente de casilla meter boletas en una urna. La representante del PRD en esa casilla salió a aclarar que solo se habían puesto en la urna correspondiente votos que los ciudadanos por error habían depositado en una urna equivocada. Entonces López Obrador dijo que seguramente la habían sobornado.
Sin pruebas, López Obrador deslegitimó la elección y acabó montando su simulacro de toma de posesión como presidente legítimo después de paralizar buena parte de la economía de la Ciudad de México con el plantón de sus seguidores en Reforma. A pesar de carecer de sustento, la paparrucha sigue siendo parte de la historia oficial de su movimiento y se ha arraigado en la mitología política de parte de la sociedad. Ahí está la similitud con Trump: en la personalidad demagógica.