asi 70% de quienes votaron por Trump consideran que se cometió fraude, según encuestas. Este dato es el eje en torno al que se mueve lo ocurrido en las últimas semanas. Para la mayor parte del partido republicano, oponerse a Trump o simplemente abandonar el frente de batalla, significaba traicionar esta creencia, un costo que muy pocas personas estuvieron dispuestas a pagar.
Dos factores para entender la relevancia de esto: (1) El mayor predictor de que una persona crea en una teoría de conspiración, es su creencia previa en una conspiración anterior, según explica Cass Sunstein. Las teorías de conspiración, nos dice la investigación, se dan en cascada; y (2) La relación entre Trump y su base es bidireccional. El presidente alimenta continuamente a su base electoral, pero a la vez se nutre de ella.
Así, por ejemplo, Trump impulsó la teoría de que Obama no era estadounidense, sino un musulmán nacido en África. Posteriormente se promovió como un candidato presidencial que era externo a Washington, y durante las primarias del 2016, continuamente argumentaba que las estructuras de poder operaban en su contra. Más adelante, ya en la campaña contra Hilary, Trump declaraba que las elecciones estaban amañadas y llenas de trampas diseñadas para que él no ganara. Esta teoría no terminó ni siquiera con su victoria. Trump siguió insistiendo en que hubo millones de votos ilegales y que solo por eso Hilary había ganado el voto popular.
Ya en el poder, Trump siguió sosteniendo que las estructuras del sistema ahora “se aliaban para sacarlo de ahí” a como diera lugar. Desde el “Estado Profundo”, se fraguaba un plan para encontrarle pruebas a fin de destituirlo. Primero, la injerencia rusa en las elecciones. Luego, la colusión de Moscú con su campaña electoral y una fiscalía especial para investigar esos alegatos. Ya en 2020, a falta de evidencia para sacarlo del poder por la colusión con Rusia, se orquestaba un nuevo “plan” para someterlo a un juicio de destitución por el caso ucraniano.
El fraude del 2020 forma parte de la misma narrativa. Ya que no han podido destituirlo de manera legal, ahora, el “Estado Profundo” echaba a andar toda una maquinaria para robarle la elección y sacarlo de la Casa Blanca.
Una vez transcurrida la jornada electoral, todo cuadraba con sus sospechas: Los cambios de tendencia en estados clave como Georgia o Pensilvania, los escasos márgenes en Wisconsin, Nevada o Arizona, el uso de máquinas para contar votos cuyo “mal funcionamiento” había sido ya probado. Posteriormente, la proyección de Biden como ganador por parte de los medios, la desestimación de casos por decenas de cortes a causa de falta de evidencias, que en realidad exhibían la “indisposición” a escuchar los alegatos de la campaña de Trump o quienes la apoyaban. Todo un plan.
La cuestión es que, para quienes creen en ello, la existencia de este plan no necesita ser probada. Es autoevidente. Si las pruebas ofrecidas muestran una verdad diferente, entonces las pruebas forman parte del plan. También forma parte del plan quien las exhibe y quien las juzga. No importa cuántas veces se vuelva a contar los votos, se trata de una conspiración que se autosostiene.
Ahora, cualquier esfuerzo de distensión o de despolarización, cruza por el fantasma de la ilegitimidad de Biden, quien, para millones, siempre será el presidente que robó las elecciones. Esta idea conlleva una carga política no solo por el ambiente en el cual Biden debe gobernar, sino porque el partido republicano en mayor o menor grado, se siente obligado a actuar en consecuencia y no dar la espalda a ese amplio sector que piensa que hubo un fraude, y mucho menos a Trump, su más importante representante.
Por Mauricio Meschoulam