José Díaz Cervera
I
El panorama, hasta el mediodía del 5 de abril, era el siguiente en cifras cerradas: 3,650 contagios de COVID-19, 180 muertos, 100 personas dadas de alta. Los números pudieran no ser alarmantes en sí mismos, salvo por su relación con la cantidad de habitantes, la capacidad hospitalaria y la tasa de contagios (que en Ecuador es de las más altas del mundo). Además, el colapso se manifiesta en la llamada “crisis de cadáveres”, que exhibe la incapacidad del Estado para el manejo de los cuerpos de las personas fallecidas, problema que se constituye como una amenaza adicional (se habla de cadáveres dispuestos dentro de contenedores y sacados por los familiares a las calles).
Lo que llama la atención de la crisis sanitaria ecuatoriana es su dramatismo. El gobierno fue uno de los primeros en tomar medidas de aislamiento epidémico y, aun así, la crisis se desbordó, lo que permite conjeturar tres cosas: que no por mucho madrugar amanece más temprano (al menos en lo que concierne a la epidemia que vivimos), que ninguna medida gubernamental es suficientemente efectiva sin el apoyo de la ciudadanía y, finalmente, que hasta ahora ningún gobierno ha sabido con mediana precisión qué hacer en una situación como la que se vive en el mundo, pues la mayoría de las estrategias tiene un carácter casuístico que genera que las decisiones se tomen sobre las rodillas a partir de criterios muy diversos y casi reactivos a las circunstancias del momento. Uno podría, sin embargo, pensar que los países de mayor nivel de desarrollo tendrían mayor capacidad de respuesta y tácticas sanitarias previstas al menos en sus líneas generales, pero nada de ello ha aparecido en esta crisis que necesariamente dará un fuerte golpe a la economía mundial y que será particularmente feroz con los países más pobres. Lo que asoma en todo esto no es otra cosa que la gran debilidad de los Estados nacionales (sobre todo de los países emergentes) frente a un liberalismo que los fue socavando en todos sus órdenes.
Aquí valdría la pena hacer una distinción fundamental entre la noción de gobierno y la noción de Estado, para que así tratemos de ensayar una explicación de lo que sucede y del caso particular de Ecuador.
Hegel decía que la noción de Estado es una de las conquistas magnas del Espíritu Absoluto. En su idea de Estado, Hegel considera fundamental la distinción entre derecho y moralidad como ese factor sin el cual es imposible el ejercicio de la libertad. La preocupación central de Hegel parece encaminarse a tratar de entender qué es aquello que posibilita la sociabilidad humana y, en ese afán, concluye que el Estado es esa instancia donde las comunidades encuentran los factores que los aglutinan por encima de cualquier interés individual o de grupo. Un Estado fuerte (entendido como una comunidad ética racionalmente constituida en torno a la conquista de la libertad individual) genera –paradójicamente– colectividades con un alto sentido de pertenencia a una comunidad.
La trampa, sin embargo (o por lo menos la confusión), está en identificar conceptualmente al Estado con el gobierno; en todo caso, éste último es sólo un componente del primero. Si nosotros analizamos lo que ha ocurrido en América Latina desde los años noventa del siglo pasado, observaremos que con el pretexto de reducir la obesidad de los gobiernos, lo que se ha llevado a cabo es un dramático debilitamiento del Estado y la consecuencia es una especie de divorcio entre el poder político y la sociedad civil.
Lo que ha sucedido es que los gobiernos son cada vez más fuertes y tienen mayores posibilidades de imponer y/o defender los intereses de grupos particulares, pero, paradójica y quizá hasta truculentamente, esa fuerza deviene del debilitamiento sistemático del Estado, dejándolo sin ninguna capacidad para resolver problemas como el que ahora representa la crisis sanitaria en que vivimos. En un Estado frágil los gobiernos toman su fuerza de los grupos oligárquicos, y no tienen otra alternativa que el uso de la coerción física en un ámbito de poca credibilidad donde la comunidad ética está resquebrajada como tal.
Un panorama como el descrito nos muestra que la práctica del individualismo vicioso no nos permite la realización del valor de la libertad individual y ello se ha hecho evidente en esta pandemia que ahora vivimos en medio de una gran incertidumbre. Ecuador está sufriendo los estragos de todo ello; no hay decisiones de Estado, sino solamente la necesidad de ganar terreno a costa de la derrota de los demás. Nadie suma a favor del Estado y allí están las claves de la tragedia.
(Continuará)