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En las últimas semanas, con distintos tiempos y ritmos, las autoridades federales y locales del país han establecido una diversidad de medidas restrictivas a la movilidad de las personas, como respuesta al riesgo de infección por COVID-19. Este proceso alcanzó su punto culminante con el llamado del gobierno federal a la población en general para permanecer en sus casas, hace algo más de quince días.

El confinamiento obligatorio ha sido un duro golpe a la normalidad de la vida de las personas, que ya antes habían visto a las escuelas cerrar sus puertas. Para un número muy importante de mexicanos la necesidad del encierro general choca frontalmente con su urgencia de trabajar todos los días para lograr sostener, con frecuencia padeciendo diferentes grados de precariedad, a sus familias. Como sociedad y como individuos, la disyuntiva de optar entre la sobrevivencia alimentaria y la salud implica en cualquier caso el riesgo de la vida misma. El dilema, que ya se nos vino encima, no se solucionará bien, y sus principales costos recaerán, como regularmente sucede, en la población económica y socialmente más desprotegida.

La cuarentena, en función de la expansión de la epidemia, duraría, en un mundo ideal, entre tres y cinco meses. En ese mundo, claro, la sociedad no tendría necesidades materiales y todo dependería del momento en el que se eliminara el riesgo de contagio. En la realidad, sin embargo, las cosas son distintas. Detener la actividad económica durante el confinamiento es, por una parte, imposible. Ciertas necesidades básicas, como la producción y distribución de alimentos, el agua potable, la electricidad y otras, tienen que satisfacerse en cualquier escenario, so pena de costos sociales mucho mayores que los del contagio del coronavirus. Otras actividades, como las educativas, cuya reactivación no parece inicialmente urgente, en especial por el creciente uso de medios digitales para mantenerlas a distancia, no es sostenible por un tiempo prolongado. No sólo la formación personal es un derecho que tendrá que seguirse atendiendo, sino que el papel de la escuela en la sociedad contemporánea alcanza diversos espacios, entre ellos el laboral y el económico en un sentido más amplio. La cuarentena entonces, por una parte, no podrá durar todo lo necesario para evitar el riesgo de contagio y, por la otra, será parcial, pues siempre habrá una proporción de la población obligada a trabajar fuera de sus casas, y decreciente, pues las necesidades materiales irán obligando a salir de sus casas a una proporción cada vez mayor de personas. Esto será así, inevitablemente, pues ningún Estado del mundo, y el mexicano no es la excepción, dispone de recursos materiales suficientes para, por ejemplo, garantizar la alimentación y servicios de salud básicos a la totalidad de la población confinada durante cinco meses.

De esta forma, y como ya se puede observar, quienes más se resistirán al confinamiento y en su caso quienes primero tratarán de salir de él serán quienes todos los días ganan estrictamente lo que necesitan para llegar vivos al día siguiente. Esto incluye desde vendedores callejeros o ambulantes de todo tipo, hasta pequeños comerciantes formales y prestadores de servicios. Sin embargo, saldrán, o están ya, a calles y poblaciones que ya no estarán funcionando igual, pues principalmente estarán despobladas. Otros segmentos sociales se irán incorporando a sus actividades y, en algún significativo momento, escuelas y universidades volverán a abrir sus puertas.

Para entonces, la cantidad de personas en la pobreza en el país habrá aumentado, y el grado de ésta se habrá pronunciado. Una porción importante de los fallecidos por la pandemia saldrá justamente de esas personas que nunca pudieron abandonar sus puestos, o que tuvieron que mantenerse en la calle tanto como pudieron con tal de sobrevivir. Sí, habrá duelo de arriba a abajo de la escala social, pero una vez más será abajo donde se sufran los más crudos efectos de la crisis.

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