Pablo Gómez
Ningún sistema sanitario estaba preparado para la pandemia de Covid-19, ni siquiera los mejores en el mundo. Ha sido sorpresivo el ataque viral. La pregunta es por qué.
Vivimos una época de incesante desarrollo de la ciencia y la técnica. Contamos con muchos y muy talentosos científicos preparados en las ciencias de la salud y especialidades afines. Existen recursos materiales de sobra para ser usados en la materia más sensible de la humanidad, el cuidado de la vida.
No estamos en el siglo VI, bajo la plaga de Justiniano, ni en el XIV (1347) cuando Euroasia y Africa fueron azotados por la peste bubónica (quizá entonces murieron 100 millones), provocada por una bacteria que no tenía sus días contados. La gente creía que la enfermedad llegaba como castigo por el pecado. No había entonces estreptomicina. Esa bacteria siguió activa hasta 1959, según la OMS, y aún hubo algunos brotes posteriores. Ahora mismo, surge a veces la peste por comer carne de marmota en Mongolia, su origen histórico.
Algo peor ocurrió con la ya erradicada viruela que había azotado a los seres humanos quizá 10 mil años. Las últimas grandes epidemias de ese virus alcanzaron centenares de millones de víctimas mortales. América conquistada conoció esa enfermedad como parte de su gran drama.
En nuestros días, las epidemias son asunto político. Todos los gobiernos del mundo saben muy bien que, por experiencia histórica, la humanidad debe esperar siempre que aparezcan nuevas enfermedades. Sin embargo, ningún gobierno se dedica a actuar permanente y sistemáticamente en consecuencia. Sus grandes prioridades son siempre otras.
No se trata sólo de los sistemas médicos de cada país, sino también de las ordenanzas, la organización nacional e internacional de la sanidad, es decir, de la acción política. Por un lado, la prevención es mucho menos rentable que la curación. Por el otro, el comercio tiene preeminencia sobre la salubridad. En el fondo de todo esto, la tasa de ganancia (utilidad por unidad de capital invertido) determina en gran medida el ritmo de desarrollo y extensión de la medicina como ciencia y como práctica. Estos principios que invaden la sanidad son expresiones de la política dominante, de las decisiones de cada Estado y de todos ellos como gran congregación internacional.
Sin partir de esta realidad política no se podrían analizar las causas por las cuales se dejaron pasar muchos días antes de admitir la existencia de un brote epidémico de algo desconocido y, luego, pasó otro tiempo igual o mayor para que se fijaran medidas de control.
Tampoco se entendería el porqué en varios países, ahora muy golpeados por la pandemia Covid-19, las cuarentenas iniciales se tomaron con poca seriedad, ya que los gobiernos no condujeron bien, no convencieron, no organizaron a la sociedad y les preocupaba más que el paro económico fuera lo más leve y rápido posible. Luego, llorosos, implantaron el estado de sitio, llamado de diversas maneras. Los venció, lamentablemente, el coronavirus.
Ya que toda alarma y contención eran costosas para la “economía”, habría que postergarlas. Al final, la pandemia ha tenido un costo mucho mayor tanto para el capital como para el trabajo y el Estado, aunque muy especialmente para las víctimas. Una catástrofe previsible pero que no fue prevista.
Sin una autoridad sanitaria mundial, con poder suficiente para dictar decretos vinculantes y absolutamente obligatorios, el mundo va a seguir improvisando respuestas cada vez que aparezca una nueva pandemia. La Organización Mundial de la Salud (OMS) es producto de la segunda posguerra y del sistema de Naciones Unidas que ya es obsoleto. Hoy se requiere una institución políticamente diferente, un poder mundial con bases democráticas.
Ahora bien, existe algo mucho más de fondo, lo cual resulta complicado porque es más costoso: la igualación de los sistemas sanitarios en todos los países. La salud debe ser un derecho universal de los seres humanos. Los recursos para garantizarla deben provenir de todos los países. El sistema sanitario debe ser igual en todas partes. Esto es algo elemental desde el punto de vista de una humanidad.
Las diferencias en cuanto a la salud no sólo existen entre los países sino dentro de cada uno de éstos. Los niveles de atención son muy contrastantes, con la excepción de unos cuantos estados.
Hay algo más: la alimentación, tanto en su cantidad como en su calidad debe ser regulada a nivel mundial. Existe el hambre en el siglo XXI cuando la tecnología ha llegado a niveles asombrosos. En los países pobres hay legiones de personas desnutridas, especialmente niños y niñas. Además, en lugares donde no hay hambre existen malnutridos y muchos suelen enfermar debido a otra clase de epidemias: obesidad, diabetes, etc. La gran industria de los alimentos chatarra y anexas se basa en la libertad de comerciar que en este caso es también la de enfermar al prójimo.
Los fármacos, carísimos por ser monopolizados, convierten la salud en materia de lucro desmesurado en aras de mantener la libertad de comercio. Las grandes farmacéuticas cobran una especie de impuesto al mundo entero durante lapsos en que sus patentes se encuentran vigentes y cada gobierno defiende a las suyas. Mucha gente muere por no tener disponible la medicina ya existente. La investigación requiere grandes inversiones, pero éstas deberían ser aportadas por todos con el fin de que sus resultados ya no se monopolicen y se conviertan en cargas. No sólo se requiere socializar esa industria sino internacionalizarla, es decir, hacerla propiedad de la humanidad.
A lo anterior hay que añadir la existencia de estructuras oligopólicas, siempre ligadas a la corrupción, que obtienen ganancias extraordinarias a partir del control de mercados de medicinas y equipos médicos. Los presupuestos destinados a la salud son golpeados por esos mecanismos empresariales en los países pobres.
A todo esto habría que agregar que la llamada comunidad internacional admite el bloqueo de países en plena pandemia. Todo bloqueo económico debería estar prohibido pero, en emergencias de salud, sus impulsores y cómplices tendrían que ser sancionados por cometer actos contra la humanidad.
El mundo actual es tanto más vulnerable cuanto que ahora es más inestable y sus partes integrantes están más vinculadas. Cualquier cambio económico le afecta al mundo entero y, a veces, aquél es producto de una simple declaración amenazante. La pandemia Covid-19 ha generado una crisis económica mundial, una recesión que, aunque de poco tiempo, será fuerte. Y, al mismo tiempo, ha demostrado que el sistema mundial no funciona de acuerdo con lo que proclama, es decir, no protege a la humanidad.
En particular, la pandemia muestra que los sistemas de salud no funcionan bien en ninguna parte del mundo y que todos requieren profundas reformas que no pueden ser sólo nacionales sino internacionales.
Tenemos como uno de tantos ejemplos las casas hogar de personas de la tercera edad en Europa, en especial en España e Italia, las cuales se convirtieron en centros de mortandad de miles de adultos mayores porque son guarderías de cuerpos sin formar parte de un sistema de bienestar y salud.
Después de la pandemia, el mundo habrá de verse a sí mismo peor que antes. Eso sería suficiente para que se abriera la oportunidad de que las ciudadanías impusieran a sus Estados las grandes reformas políticas que se requieren. Esas ya no tendrían que ser sólo de un país u otro, sino de todos.