La Secretaria de la Función Pública, Irma Eréndira Sandoval, está cruzada por una doble contradicción. La primera tiene que ver con la tensión que genera su compromiso de mantener limpio el gobierno de la 4T y, al mismo tiempo, pertenecer a una de las corrientes más leales y partisanas del grupo político en el poder. Es conocida la honestidad personal de la hoy ministro de Estado, su trayectoria académica y un estilo de vida previo lo avala; pero tampoco quedan dudas de sus compromisos ideológicos y del activismo político de su entorno familiar, del cual ella misma se enorgullece. No hay nada reprochable en ello, salvo la suspicacia que despiertan los casos en los que la responsabilidad de limpiar el lodo entra en contradicción con los intereses políticos y electorales de la corriente a la que pertenece.
La suspicacia se alimenta de la ambigüedad del Presidente Andrés Manuel López Obrador respecto a la corrupción en su propia administración. Y esa es la segunda tensión a la que estaría sometida Sandoval. El mandatario ha dicho una y otra vez que él no será tapadera de nadie, que salvo su hijo Jesús Ernesto, menor de edad, no meterá las manos en defensa de ninguna persona así se trate de familiares o colaboradores íntimos. Y en efecto, nadie duda de su honradez (es un decir, sus adversarios dudan de eso y más), ha dado muestras sobradas de austeridad personal y de su obsesión para combatir la corrupción de la vida pública del país.
Pero igual de intensa es la convicción del Presidente de que su gobierno está siendo objeto de un ataque sistemático y mal intencionado por parte de sus adversarios lo cual, a sus ojos, convierte en calumnia toda acusación lanzada sobre alguno de los suyos.
En su discurso la corrupción es una plaga asociada a los conservadores y ellos ya no están en el gobierno. “Ahora es diferente, ya no hay corrupción”, insiste una y otra vez. Pero la mayoría de los mexicanos, incluso los que simpatizan con su causa, se muestran más escépticos. Los empleados públicos siguen siendo los mismos de antes, y ya sabemos que las cosas no cambian simplemente por la buena voluntad o por decreto, como lo ha mostrado el crimen organizado que ha hecho oídos sordos a los exhortos presidenciales a portarse bien y hacerle caso a sus mamacitas.
La propia reacción de López Obrador ha sido contradictoria ante la denuncia periodística en los casos que hasta ahora se han presentado (entre otros Ana Guevara, Manuel Bartlett, Cuauhtémoc Blanco, Carlos Lomelí, Rocío Nahle, Sanjuana Martínez o Yeidckol Polevnsky). Interpelado en las Mañaneras por algún reportero, su reacción ha sido invariablemente la misma respecto a estos escándalos. De entrada, responde como jefe de Estado: “que se investigue, aquí no se protege a nadie”. Pero una vez dicho lo anterior, nunca se aguanta las ganas de actuar como jefe de una facción política: “Me parece una persona digna, lo que pasa es que estamos siendo atacados por los adversarios que acuden a mentiras falsas (sic), distorsionan, inventan”, dirá con algunas variantes según el caso.
Tiene razón el Presidente al afirmar que hay una cacería de brujas instigada por razones políticas y criminales. Por motivos circunstanciales he podido conocer las amenazas de extorsión que ha recibido Manuel Bartlett de parte de algunos de los millonarios intereses que ha afectado, haciéndole saber que seguirá siendo linchado mediante una campaña de desprestigio y escándalos hasta que les regrese determinadas canonjías. En eso no anda desencaminado AMLO.
Pero eso no significa que en todos los casos los funcionarios exhibidos sean necesariamente inocentes. Las dos cosas no son excluyentes; los enemigos inventarán calumnias en algunas ocasiones; en otras simplemente sacarán raja de las malas prácticas que puedan descubrir.
Esto politiza de una manera insoportable las tareas de la secretaria de la Función Pública. De hecho, los casos están politizados antes de llegar a su escritorio por partida doble: los adversarios esgrimen los escándalos como una muestra de inmoralidad e hipocresía del gobierno de Morena; el Presidente exime implícitamente a los funcionarios implicados al convertirlos en víctimas de una persecución.
Y también quedan inevitablemente politizados después de salir de su escritorio, cualquiera sea el fallo. Un dictamen en contra de alguno de los políticos señalados daría la razón a los adversarios de la 4T; un dictamen favorable, por el contrario, la convierte en “cómplice” de Palacio Nacional, según la oposición. Cualquiera de las dos opciones no sólo resulta ingrata a la imagen de la ministra, también perjudica la credibilidad de López Obrador en su lucha contra la corrupción.
Siempre creí que la mejor manera de minimizar este dilema consistía en entregar la dependencia a una figura que no corriera el riesgo a ser vista como un aliado incondicional del Presidente (y no digo que Sandoval lo sea, pero al ser desconocida previamente salvo en algunos círculos académicos, la opinión pública así lo asume hasta que se demuestre lo contrario). Un Cuauhtémoc Cárdenas, un Porfirio Muñoz Ledo o incluso no correligionarios como Diego Valadez o José Woldenberg, cada uno a su manera más allá del bien y el mal, se habrían convertido en un dolor de cabeza para el Presidente en más de una ocasión, pero habrían legitimado su cruzada contra la corrupción.
No se trata de encontrar un chivo expiatorio entre los funcionarios señalados y convertirlo en víctima por partida doble (primero de la calumnia y el escándalo y luego de un fallo de culpabilidad sólo por necesidad política). Pero igual daño provoca eximirlos en automático por el embate de mala leche de la que son objeto. Me temo que esto no se resolverá hasta que la secretaria encuentre un caso sólido que pueda llevar a juicio, incluso a contrapelo del interés presidencial. Lo que muchos dudan es que eso vaya a suceder. ¿Se impondrá la dama de hierro de honestidad implacable que ella ha deseado proyectar o la militante política y partisana incondicional que algunos critican? El tiempo lo dirá.
@jorgezepedap(SIN EMBARGO.MX)