Por Ana Cristina Ruelas
Históricamente en nuestro país el gobierno federal y algunos gobiernos estatales han tenido una relación simbiótica con las grandes televisoras que fungen como alfiles en la guerra por el control de la opinión pública. De las televisoras dependió, en buena medida, la popularidad de los gobernantes. No podemos olvidar que han sido promotoras de “verdades históricas”, como sucedió en el caso de Ayotzinapa o de “realidades paralelas” como pasó en la masacre de Tlatelolco.
En su momento, en el libro La otra guerra secreta. Los archivos prohibidos de la prensa y el poder, Jacinto Rodríguez Munguía revelaba un documento sin fecha que encontró en la caja de la secretaría particular de Luis Echeverría Álvarez cuando era presidente de México, en el Archivo General de la Nación, en el que se lee la filosofía detrás de la propaganda: “por la acción de la propaganda política podemos concebir un mundo dominado por una tiranía Invisible que adopta la forma de un gobierno democrático”; además, reconoce que “El control de la opinión pública en un régimen totalitario es elemental. […] En un gobierno democrático, este control debe alcanzar calidad de arte, toda vez que intente manejar ciudadanos libres, capaces de resistirse a la acción de las autoridades y capaces también de llevar el contagio de su resistencia a los demás” (1).
No obstante, con la cada vez más amplia penetración de Internet en la población, la posibilidad de las televisoras de convertirse en el epicentro narrativo, en el generador de la nota, se ha complejizado. Ahora, es la ciudadanía la que transmite, en tiempo real, sobre esas otras verdades y realidades y a la televisión le toca convertirse en una herramienta que las replique, justifique, manipule o controvierta. También es cierto que aún existe una parte importante de la población que se encuentra fuera del alcance de la red (según el INEGI son más de 16 millones de hogares). En estas poblaciones, la falta de pluralidad las hace más propensas a consumir aquella información que se tunde de propaganda, de la narrativa oficial o de campañas de desinformación.
Las televisoras como cualquier otra empresa hacen su negocio y se venden al mejor postor. Esto a pesar de que el sueño democrático nos haga pensar que éstas deberían reconocer su función social y el efecto que sus contenidos pueden llegar a tener en el futuro de un país y en el desarrollo de la sociedad. Para estas empresas, se trata de rendimientos y no de conciencia. Entonces, en teoría, los gobiernos tendrían que poner en la balanza un poco de lo segundo, dejando de lado lo primero. De ahí la importancia de la transparencia de los términos, condiciones y gestión de esta relación.
Sin embargo, así no funciona aquí. En México, la relación medios-gobierno ha fijado la regla “ganar -ganar en el marco de la opacidad” y sobra decir que el “ganar” para el gobierno no ha sido, precisamente, el “ganar” para la sociedad, menos para las y los más pobres.
En el marco del regreso a clases, el gobierno federal ha anunciado una estrategia para llegar a la mayoría de la población estudiantil (30 millones) a través de diversos canales de televisión pública y privada. El acuerdo con las empresas, entre las que se encuentran Televisa, TvAzteca, Grupo Imagen y Grupo Multimedios, prevé una contraprestración de 450 millones de pesos. Además, para aquellas alumnas y alumnos que no cuenten con acceso a estos canales de televisión se harán transmisiones vía radio y libros de texto en español y en diversas lenguas indígenas. Sin duda, esta es una solución innovadora que de funcionar podría ser importada por diversos países para combatir el rezago educativo –aún fuera de la pandemia– y también para asegurar contenidos de calidad en las diversas etapas de la educación.
No obstante, la relación entre las televisoras y el gobierno federal ensombrece la estrategia. Más aún frente a las elecciones intermedias que se llevarán a cabo el próximo año y a la necesidad del Presidente y de su partido de mostrar resultados tangibles en un contexto social, económico y político hiper complejizado por una de las crisis globales más importantes de la historia reciente.
No podemos olvidar que hace sólo cuatro meses el Presidente firmó un decreto para condonar los tiempos fiscales a las mismas televisoras, tiempos que podrían ser utilizados para la divulgación de información de interés en el marco de la crisis. Tampoco, que la relación entre ambas partes sigue siendo totalmente opaca y los acuerdos arbitrarios.
Una relación positiva entre medios y gobierno será aquella en la que el dinero público sirva para promover la participación, garantizar la libertad de expresión e información y los derechos humanos; en la que el gobierno promueva y potencie la función social de los medios sin sujetarlos a negociaciones perversas para convertir los contenidos en mera propaganda y en la que la ciudadanía conozcamos de fondo los términos de dicha relación.
(SinEmbargo.mx)