En todos los ámbitos se aprende utilizando el material de estudio. Los pintores con lienzos y pinturas, los escritores con papel, lápices y gomas de borrar, los carpinteros con maderas y serruchos, los ecologistas explorando las selvas y midiendo las concentraciones de diversas sustancias del medio ambiente.
Con veterinarios y médicos la situación difiere: aprenden gracias a seres vivos, o bien, para decirlo con palabras precisas, utilizando seres vivos. Aunque la ética ha empezado a permear dichos ámbitos, falta, y siempre será así, mucho que hacer. No todas las escuelas de veterinaria ni todos los hospitales cuentan con comités académicos cuya misión consista en regular las actividades de médicos y veterinarios.
Desconozco si hay monumentos o figuras emblemáticas de perros, loros, elefantes o seres humanos para reconocer y homenajear su labor —escribí labor— como parte del proceso de enseñanza de jóvenes aspirantes e incluso de maestros.
A pesar de mi desconocimiento, estoy convencido de que el tributo rendido por la medicina a los enfermos ha sido magro cuando no nulo, sin obviar el uso inhumano de enfermos y animales como sujetos de experimentación. En uno de los memorables pasajes de La peste de Camus, novela ahora en boga debido al coronavirus, el doctor Rieux, personaje central de la trama, a la pregunta, “¿Dónde aprendió tanto, doctor?”, responde, “del sufrimiento”.
En el proceso de la enseñanza de la medicina, los enfermos ocupan el primer lugar. Después siguen los profesores, sobre todo los que enseñan la profesión al lado del paciente y no sólo revisando exámenes de laboratorio o de radiología.
Los peldaños siguientes lo ocupan la tecnología y el laboratorio; lamentablemente, su omnipresencia ha difuminado la importancia de la persona. Los aprendices de pintura o los de guitarra llevan a cabo sus primeros encuentros con lienzos para pintar y cuerdas para tocar, mientras que los estudiantes de medicina ejercen sus primeras maniobras, punzar una vena o recibir un bebé, con seres humanos.
Lo mismo sucede con las instituciones hospitalarias: prueban sus nuevos aparatos con humanos enfermos. En ambas instancias aplica el viejo proverbio “errar es humano”, pero como se lee renglones adelante, “perseverar en el error es diabólico”. Las cuestiones anteriores no son sencillas.
Dos inquietudes éticas dominan el escenario. Primera. ¿Tienen los enfermos derechos de saber, sobre todo en hospitales donde la enseñanza es leitmotiv, quién es el galeno que realiza el procedimiento? Segunda. ¿Tienen los hospitales la obligación de explicarle a los enfermos que serán los primeros en utilizar el nuevo aparato? Desde la ética y valorando la autonomía de cada persona la respuesta es afirmativa.
Sin embargo, en la práctica, y sobre todo cuando prevalecen el paternalismo y donde el empoderamiento de los enfermos no existe, los pacientes no suelen recibir, si es que alguna vez sucede, dicha información.
La solución obvia es compartir con los pacientes la situación y asegurarles que los alumnos estarán acompañados por personal con experiencia, aunque, en tiempos de pandemia, Perogrullo dixit, es imposible detenerse y explicar a los enfermos la necesidad del consentimiento informado, cuya importancia es cada vez mayor: “procedimiento mediante el cual se garantiza que el sujeto ha expresado voluntariamente su intención de participar en una investigación, después de haber comprendido la información que se le ha dado acerca de la misma, los benefi cios, las molestias, los posibles riesgos y las alternativas, sus derechos y responsabilidades”.
Dicha directriz, el consentimiento informado, debería ampliarse y aplicarse cuando al enfermo se le realizan maniobras como las descritas. Los pacientes son maestros; los galenos crecen gracias a ellos y la tecnología depende de los mismos
Por: Arnoldo Kraus