urante la década 1990 se puso de moda el estudio de las transiciones a la democracia. Una colección de ensayos compilados por Guillermo O’Donnell, Philippe C. Schmitter y Laurence Whitehead planteó una perspectiva teórica de análisis y estudió diversos casos de cambio político en América Latina y Europa Oriental, en los cuáles se establecía un patrón cambio institucional desde regímenes autoritarios hacia arreglos pluralistas de carácter democrático.
En aquellos estudios y muchos otros derivados, se evidenciaba el entusiasmo por los procesos de democratización vividos a partir del desmantelamiento de las dictaduras militares latinoamericanas y del colapso de los regímenes comunistas que siguió a la caída del muro de Berlín. Eran los tiempos del “fin de la historia”, proclamado precipitadamente por Francis Fukuyama, lo que marcaría para siempre su obra con descrédito, a pesar de que sus trabajos posteriores no dejan de tener interés.
El entusiasmo de hace tres décadas ha dado paso a un pesimismo escéptico sobre el futuro de la democracia. En estos tiempos, los títulos de moda son mucho más sombríos: Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo perder un país: Los siete pasos que van de la democracia a la dictadura, de Ece Temelkuran y Francisco José Ramos Mena, Yo, el pueblo: Cómo el populismo transforma la democracia, de Nadia Urbinati, Arídela Trejo, et ál., son algunos ejemplos del cambio de ánimo en la Ciencia Política contemporánea, como si el mundo estuviera recorriendo el camino de regreso hacia el autoritarismo. El entusiasmo finisecular ha sido sustituido por el desaliento.
Una cosa está clara: no existe teleología alguna en la historia, una dirección inequívoca marcada por el progreso. Los arreglos democráticos siguen siendo excepcionales y, en la mayoría de los casos, endebles. Las décadas de entre guerras del siglo pasado vieron morir a muchos de los arreglos pluralistas y representativos que se habían abierto paso en Europa y durante todo el siglo XX en América Latina vimos incipientes experiencias democráticas truncadas una y otra vez por golpes militares.
Tal vez el foco puesto por la Ciencia Política en el régimen de Gobierno dejó de lado el problema de fondo: la construcción estatal. El denostado Fukuyama llama la atención sobre este punto en una de sus obras más recientes, Orden y decadencia de la política: Desde la Revolución Industrial a la globalización de la democracia, en la que adopta una visión de mucho mayor perspectiva histórica que en su fallido ensayo de hace tres décadas. Para Fukuyama, el centro del análisis se debe centrar en la construcción del Estado, uno de los mejores y más complejos inventos humanos. No existe ninguna alternativa a un Estado moderno, impersonal, como garante del orden y la seguridad, y fuente de los bienes públicos necesarios, pero el proceso de construcción de esa formidable organización no es sencillo ni lineal y siempre está expuesto a la involución.
También Douglass C. North, en su último libro, escrito con sus colaboradores habituales JJ Wallis y BR Weingast, Violence and Social Orders, pone el foco en el Estado y su proceso de evolución de lo que llaman Estado natural –que corresponde a órdenes sociales donde la protección estatal es limitada solo a ciertos grupos, a los que se les garantiza la captura de rentas a cambio de reducir la violencia– a los órdenes sociales de acceso abierto, en los que la protección estatal se extiende al conjunto de la sociedad y hay libre accesos a la actividad económica a la organización social y a la competencia política.
En ambos análisis, la consolidación de la democracia solo puede ocurrir ahí donde se ha construido un Estado sólido, de ciertas características. Un Estado en el orden jurídico extienda su protección al conjunto de la sociedad, donde se reconozca a las organizaciones económicas, sociales y políticas sin exclusiones significativas y en el cual el control político de las fuerzas armadas se haya consolidado.
Me temo que en México el proceso de transformación llevó a que se diera un tránsito hacia la poliarquía sin que antes se hubiera completado la construcción de un Estado moderno, profesional y relativamente autónomo respecto a la competencia política, lo que favoreció que este se convirtiera en sirviente de los intereses de los partidos políticos y ha obstaculizado alcanzar una gobernanza de alta calidad, que responda a las necesidades de la ciudadanía, la cual Fukuyama considera indispensables para propiciar el desarrollo económico y social. La construcción del régimen democrático en México se hizo sin desmantelar el sistema de botín, lo que ha llevado a que la competencia partidista gire en torno a la captura del presupuesto para repartirlo entre sus respectivas clientelas y sin que exista un Estado profesional que garantice la operación de los servicios con eficiencia, comenzando por la seguridad.
Esa falta de consolidación del Estado es la que lleva a que, en lugar de que funciones como un espacio de coaliciones en el cual el Gobierno no es más que la dirección que orienta las políticas temporalmente, se confunda al Estado con el Gobierno e incluso con el Presidente de la República. Esa falta de diferenciación es la que provoca que el Secretario de la Defensa equivoque los términos de la lealtad de las fuerzas armadas, que debería ser con el Estado, con su alineamiento con un proyecto político determinado.
La debilidad estatal pone en riesgo a la democracia porque facilita la captura del Estado por una coalición estrecha de intereses. Lamentablemente, el proyecto del actual Gobierno va en sentido contrario a la necesaria consolidación de una organización estatal profesional, permanente y que esté por encima de los intereses políticos temporales. Todos los días da pruebas de que su intención es hacerse con el control absoluto del Estado para sus fines particulares. Y lo peor es que está echando mano de las fuerzas armadas para concretar su propósito.
Por Jorge Javier Romero Vadillo