Cuando se piensa estrictamente en el juego, se presenta como el ámbito más importante para ensayar la libertad y la imaginación, pues lo que en él ocurra no tiene consecuencias: es de mentiras: un juego, y por ello resulta natural oponerlo a la vida, porque lo que suceda en esta sí tiene consecuencias: es grave o, si se prefiere, decisivo: no de mentiras sino cierto. Esta sana frontera entre una y otro supone que la vida precisamente no es un juego ni el juego puede tomarse con la seriedad o realidad con la que tomamos la vida.
Sin embargo, más allá de lo persuasivo que pueda ser delimitar así juego y vida, cuando se observan los referentes efectivos de los conceptos “juego” y “vida” se descubre que, de hecho, no existe tal frontera, que el juego es a tal grado seductor que nos atrapa, y lo asumimos como si fuese tan real o incluso más real y grave que la vida. Y, por su parte, en infinidad de ocasiones nos tomamos la vida como un juego.
El juego y la vida tienen reglas, de hecho, esas reglas son las que los hacen posibles. Las reglas del juego y las de la vida son muy diferentes: las del juego son arbitrarias, las establecen los jugadores o las decide el creador del juego. Por ejemplo, el inventor del ajedrez instauró las formas caprichosas como habrían de moverse las piezas y que el juego concluiría cuando el rey, siendo atacado, no tuviera modo de escapar o de ser cubierto. La arbitrariedad de estas reglas se comprueba imaginando otras reglas y comprobando su posibilidad: supóngase un ajedrez cuyas piezas tuvieran otros movimientos, por ejemplo, que el caballo avanzara no una casilla al frente y luego una de lado, sino dos casillas al frente y tres de lado, y que la partida terminara cuando alguno de los jugadores perdiera a su último peón. Este ajedrez sería perfectamente posible, aunque, por supuesto, sufriría un cambio: sería menos monárquico y más proletario.
Las reglas de los juegos, en suma, son arbitrarias; las de la vida no, pues, para mantener la vida es necesario respirar, alimentarnos, quitarnos la sed y una retahíla de obligaciones que de no cumplirlas nuestra vida acaba. Es cierto que podemos imaginar que la vida humana fuese a la inversa, que naciéramos de las tumbas y concluyéramos en el orgasmo de nuestros padres como lo concibió Lichtenbergh y popularizó Woody Allen invirtiendo la flecha del tiempo; pero, aunque podamos imaginarlo, lamentablemente la vida así no es posible: las reglas de la vida o se cumplen o uno se muere: son las reglas de nuestra biología (lo más cercano a lo real).
Hay otras reglas que regulan la vida, pero en el sentido de la vida social, y estas sí son tan arbitrarias como las del juego. Por ejemplo, que las parejas estén conformadas por individuos de distinto sexo, que las relaciones amorosas se den entre individuos del mismo grupo etario, que exista la propiedad privada, que el gobierno sea elegido de manera democrática; todas estas instituciones históricas fueron alguna vez inventadas, pero cabe la posibilidad de que con otras reglas la vida social fuera posible. De hecho, la historia es un muestrario de muchísimas reglas de vida social diferentes. Las actuales son reglas arbitrarias por más que sintamos y pensemos que son tan irrecusables como las reglas de la vida biológica. En el fondo son sólo un juego.
Cuando se piensan el juego y la vida, sus conceptos abstractos, sus referentes reales, los puntos en los que uno y otra se confunden, lo que tienen en común y de distinto, se aclara el mundo en alguna medida, y uno comprende por qué hay quienes viven en un juego, quienes arriesgan su vida como si fuese un juego, quienes se matan por un mero juego y hasta quienes no saben jugar y todo lo asumen como si fuera necesario: las reglas de la vida (en sentido biológico) no son juego, y las reglas de la vida (en el sentido social) son puro juego.
Por: Óscar de la Borbolla
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