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Opinión

De cierta manera, los científicos y los librepensadores son herejes. Quienes se adaptan o defienden el statu quo, pueden ser excelentes personas, pero no innovadores. La innovación supone el desafío a lo conocido y a lo establecido.

Nunca, en ninguna parte se constituyó una “sofocracia” y tampoco la propuesta de Platón de un “gobierno de sabios” ha sido objeto de reflexiones académicas al nivel de la democracia. Ello se debe a la obvia inviabilidad de la primera idea y a la idoneidad de la segunda. Con la democracia comienza todo, incluso la ciencia.

En todos los campos, el conocimiento es generado a partir de dudas o inconformidades con las verdades establecidas, aunque actualmente, en términos generales la indagación científica no conlleva riesgos. Ningún investigador o creador pasará hoy por las experiencias de Galileo, Giordano Bruno y Savonarola, entre otras cosas porque no hay criaturas semejantes a Torquemada suficientemente empoderadas.

En algunos contextos, las ciencias políticas son una excepción. Ningún ejemplo mejor que la reacción del establishment europeo y norteamericano ante las ideas socialistas sostenidas por Karl Marx, Federico Engels, Joseph Prohudon y otros intelectuales que, en el siglo XIX, partiendo de la crítica al capitalismo salvaje, presentaron una alternativa que fue combatida de modo inmediato y total, dando origen al anticomunismo, todavía vigente aun cuando el pensamiento que le dio origen y sus propuestas están virtualmente trascendidas.

Paradójicamente, el llamado socialismo real, instalado a partir de la experiencia soviética, elevó a la categoría de dogma las fórmulas derivadas de una errónea lectura de las tesis marxistas, practicando una intolerancia casi inquisitorial frente a toda innovación filosófica, política o social.

Al considerar pecaminosa las interpretaciones que se distanciaban de las versiones oficiales, condenar cualquier manifestación de reformismo y anatematizar el revisionismo, se generaron corrientes intolerantes que paralizaron la búsqueda científica en las esferas sociales, especialmente respeto a la filosofía, la economía política, y la politología, pero también en la pedagogía, la sociología y otras.

Las limitaciones que desde el poder se ejercen sobre las libertades de conciencia y académicas, así como la censura, son actitudes esencialmente anticientíficas. La ciencia no solo es un ejercicio de pensar sino, sobre todo, de pensar diferente. La búsqueda de la verdad es un derecho humano de primera generación.

En Cuba el presidente Miguel Díaz-Canel, en la búsqueda de la eficiencia de la economía y de la actividad social en su conjunto, así como en la modernización del país, y la supresión de dogmas y conceptos obsoletos, percibe correctamente el papel de la incorporación de criterios científicos, aunque debería promoverse una saludable independencia del sector científico que, aunque financiado y dependiente del estado, no debería estar sometido a criterios políticos ni condicionado por premisas ideológicas.

La reciente creación de un Comité de Innovación a escala nacional parece una excelente idea que puede ser revolucionaria, aunque el hecho de que más de la mitad de sus integrantes sean funcionarios políticos, entre ellos 13 ministros puede ser una mala señal. La libertad que requiere la ciencia, supone la diversidad de ideas y de enfoques que no pueden estar cooptados por relaciones de subordinación, jerarquías ni cadenas de mando.

Cuando Albert Einstein le propusieron la presidencia de Israel su respuesta fue antológica: “Me siento profundamente conmovido por la oferta y al mismo tiempo triste y avergonzado por no poder aceptarlo. Toda mi vida he tratado con asuntos objetivos.

Por tanto, carezco tanto de aptitud natural como de experiencia para tratar propiamente con personas y desempeñar funciones oficiales…” Al revés, la fórmula también funciona.

Por Jorge Gómez Barata 

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