El diablo en el cuerpo es la historia de una mujer casada que vive un romance con un chico de apenas 16 años mientras su marido lucha en la Primera Guerra Mundial. Su autor, el escritor francés Raymond Radiguet, no pudo disfrutar los honores que le rindió el primer círculo intelectual de París de 1923; murió de tuberculosis a los 23 años. Íntimo amigo de Cocteau, también lo fue de Picasso, Jacob, Gris, Hemingway y Poulanc. Su corta trayectoria como escritor levantó revuelo hasta ser considerado el sucesor de Marcel Proust.
Ambos escritores pertenecen a un periodo muy singular. Se le conoció como el Spleen francés, un estado inexplicable de melancolía propicio para la creación. ¿Por qué escribir historias inútiles en medio de una guerra que había destrozado al continente y marcaría el inicio de la más grande conflagración mundial?, ¿cuáles eran los atributos de una novela tan corta que a pesar de ello causó escándalo y admiración de la crítica, al grado de considerarse un clásico de las letras francesas?
El tema es más que trillado. Más ahora que se ha puesto de moda bajo la gastada fórmula de las llamadas cougars; mujeres mayorcitas que se fascinan con chicos mucho más jóvenes. En cualquier reunión, bajo la mesa, se entretejen las travesuras de las damiselas atrapadas en affaires con los retoños de sus amigas, con el entrenador del gym o con el maestro de karate de sus hijos. Puro vacío y aburrimiento. Sin embargo, pocas versiones han llegado a ser tan bien logradas y convincentes como la de Radiguet. ¿En qué radica la diferencia?
La literatura, como cualquier disciplina artística, se vale de ciertas tramas o argumentos para llevarnos a vivir una experiencia. Por simples que sean, en muchos casos, son el punto de partida de una obra de arte. Contar una historia, narrar los acontecimientos, fabular a partir de un instante vivido. Entre más común sea la experiencia, mayor el reto de quien decide transfigurarla en proceso artístico. De eso se trata el arte, utilizar un elemento cualquiera y llevarlo a una síntesis que lo convierta en poesía.
La condición del artista es expresar algo que llevamos dentro y que no siempre sabemos externar. Su capacidad de extraer emociones y sensaciones particulares y universalizarlas lo convierten en un elegido, pero también en un condenado. El artista debe saber captar y transmitir los instantes en los que los seres humanos sentimos, reflexionamos, vivenciamos. Su labor es pactar con lo inconmensurable. Cuando nos colocamos delante de una obra, ya sea pintura, escultura, danza, cine, teatro, música, literatura, etcétera, entramos con su autor a explorar los intersticios en los que, más allá de un relato, se encuentra la materia creadora con la que podrá ser transmitido.
Para poder ser contada, una historia necesita mucho más que una mente ingeniosa o hábil, el verdadero arte no es fruto de una ocurrencia o de una forma amena de narrar; es como en caso de Radiguet, todo lo anterior, más una dosis de misterio. A cada momento de creación le corresponde un enigma por ser revelado.
A Radiguet le fue entregado ese misterio, su historia es una de tantas, pero la manera en la que él la contó, la volvió única, irrepetible, una verdadera obra de arte. A pesar de que se considera un pasaje autobiográfico, El diablo en el cuerpo tiene las cualidades que rebasan una pura narración personal. ¿Cuántas historias se quedan en anécdotas repetidas al infinito en la sobremesa?
La diferencia con el artista es que él ejecuta ese complejo proceso de creación ex nihilo. Toma todas las partes, la idea, la inspiración, la materia y teje un corpus. Su proceso es complejo y pasa por muchos tamices, libra obstáculos tremendos con sus demonios y con los demonios del mundo. Para que una obra llegue a ser arte habrá conjugado un montón de instantes inéditos. ¿De dónde partió? Tal vez de una mirada o de un estado de ánimo; de una historia escuchada por ahí o de una nota en el periódico; o por qué no, de un simple latido del corazón.
Ese fenómeno llamado arte que cuelga como pintura en un museo o que escuchamos como sinfonía o cuarteto; ese libro que nos alucina a lo largo de sus páginas son fruto de miles de posibilidades. Un instante robado al tiempo convertido en forma pura en la que caben todas las conjugaciones: el origen del que abreva, la versión en que el autor la transmuta, lo que nunca será, lo que los demás pensarán algún día que es. ¿En que se convirtió una historia y para quién resulta importante o no? Todos estos posibles es lo que conocemos como obra de arte, de ahí su permanencia en la memoria.
Pero es verdad que sin un lector o un espectador la obra tampoco cumpliría su fin último. ¿De que sirven los museos, las salas de concierto, las bibliotecas vacías? Con la triste experiencia de la pandemia tenemos la respuesta. De muy poco. El espectador pose en sí el atributo que completa la obra creada en el otro extremo: la capacidad de gozo que puede explicarse como la emoción más intensa, mucho más allá del placer inmediato o de la intención utilitaria. Y esa es una de las más bellas razones para vivir en el arte: perder el tiempo a sabiendas de que nada cambia pero que en el arte todo se transforma.
Con la frase “Leer por goce, acto de consumo capitalista”, de Marx Arriaga, que por cierto no dijo, la discusión sobre por qué leer se volvió un ir y venir de opiniones y pleito en las redes. De manera indirecta suscita mi reflexión, ¿por qué la música y la ópera?, ¿cuál es el sentido del teatro?, ¿por qué visito museos y galerías?, ¿para qué leo? Sinceramente, en mi pasión por el arte, esa que surge de no poder soportar un día sin meter las narices en una obra, una narración, encuentro muchas razones. La primera de todas y siempre, la curiosidad. Debo reconocer que alguna vez pasé por la pose intelectual con ciertas lecturas de moda de las que todos hablaban; esa duró poco, pues al no recibir el gozo que inconscientemente buscaba, terminé por aburrirme de aparentar. Fueron muy importantes las lecturas obligadas por la escuela y en las que descubrí autores fascinantes. Luego entraron las que me acompañaron en la universidad y que sirvieron para cubrir las deficiencias del pésimo sistema de estudios. Más adelante, al dar clases, la ilusión de que mis alumnos descubrieran un momento, una cultura, una experiencia humana, el arte a través de la literatura. En muchos momentos de crisis, la literatura me sirvió como escape de la realidad y entonces me volví adicta, una especie de voyerismo me invadió y ese ya no lo he podido superar. He pensado, sentido y vivido al lado de mis personajes; me he emocionado hasta las lágrimas, he sentido la pasión y el amor y también he olido la muerte y muchas veces me he desesperado con las decisiones que toman. Ese es mi placer personal, dejarme atrapar en un mundo que ni remotamente se parece al de afuera, aunque lo es, potenciado por el poder del arte.
Al hacer un resumen de mis lecturas, puedo decir que lo que tienen en común es el enorme gozo de leer. Raymond Radiguet, con El diablo en cuerpo me hizo llegar a los límites asfixiantes de un amor tóxico, de los celos y la muerte entre un apasionado chico y una adúltera. Como tantas otras, esta obra puso un granito en mi amor por la literatura. Agradezco profundamente a Marx Arriaga su promoción a la lectura y ayudarme a recordar por qué debo leer. Hoy no me importa ni saber más, ni estar a la moda, ni competir con los pretensiosos intelectuales sobre mis capacidades de lectora, sólo quiero que cada noche, al lado de mis anteojos para vista cansada del 2.5, esté mi I Pad cargado con una historia.