Para el inicio de los años veinte parecía quedar poco por explorar sobre la modernidad. Las vanguardias habían agotado el lenguaje de cambio, no sólo en sus manifiestos; en muy pocos años, todas las innovaciones posibles habían sido mostradas en la ciencia, en la tecnología, sobretodo en el arte. Viena se consagró como el centro más prestigiado de la cultura. En apenas dos barrios de la urbe de oro los artistas de todos los géneros experimentaban a velocidades vertiginosas. Como diría el escritor austriaco Robert Musil, nunca la cultura había llegado a un nivel tan alto, por lo tanto, era inminente su atroz caída.
Los representantes de la Secesión Vienesa Klimt, Kokoshka, Moser, Bocklin, Loos, Hoffman, Wagner, Olbrich y artistas que no podían ser clasificados en ninguna corriente o movimiento como Egon Schiele habían roto con las fronteras establecidas por las grandes academias. Paradójicamente, a pesar de su voto por romper con las tradiciones, las estructuras en las que se sostenía la cultura vienesa estaban condenadas al anquilosamiento. Una y otra vez, el fantasma del pasado se imponía. La modernidad terminaría por ser un sistema de imposiciones y dogmas que, si bien permitía ciertas innovaciones, poco liberaría las formas de hacer arte.
La música no fue la excepción. El compositor Gustav Mahler es un ejemplo. Dio todo a Viena y no recibió a cambio más que rechazo del público y de los especialistas. Su obra fue sepultada en vida del artista y tardó años en recuperarse. Simplemente no fue entendido. Basta escuchar cualquiera de sus sinfonías, pero sobre todo la Tercera, para entender el dolor profundo que le causaba la mordaz crítica de los vieneses. Decía con ironía que, cuando el mundo se acabara quería estar en Viena, ahí todo llegaba veinte años después. Así expresaba la represión del sistema que decidía sobre la vida de un artista.
Mientras el Imperio Austrohúngaro se destruía víctima de esa misma rigidez, incapacitado para el cambio, tres artistas sometían la notación musical a una nueva aventura llamada dodecafonía. Mahler no viviría para contarlo, pero había dejado la semilla del poder de la creación en ellos.
Una semilla que ciertamente tardaría mucho tiempo en germinar. La lucha de la llamada Segunda Escuela de Viena por cambiar las convenciones, volvería a ser pagada con la incomprensión. El pensamiento racional de los eruditos intelectuales dominaba la esfera artística. Los sonidos y los silencios eran ordenados y creaban melodías en perfecta armonía. La capacidad del artista para generar sentimientos, emociones y pensamientos y expresarlos con una lógica matemática habían permitido la evolución de la música hasta cierto punto. La más exquisita de las Bellas Artes se definió como el estímulo sonoro fiel a la existencia humana desde una mirada occidental. Fue en Occidente donde se estableció que la música debía partir de dos ejes en el pentagrama: en cinco líneas, el horizontal o lo que entendemos como el transcurrir del tiempo, y en forma vertical y ascendente, la altura de la que los sonidos son capaces.
Convencionalmente se estableció que la escala mayor fuera alegre, tal vez para que los reyes y reinas festejaran sus afortunadas vidas y la escala menor triste, con la intención de mostrar desnudos los sentimientos de sus autores. A pesar de permitirnos explorar profundamente en las dolorosas vidas, esta forma de clasificar la música no dejaba de ser una reducción.
Los intentos por ampliar los márgenes de la sonoridad fueron tan grandes como sus fracasos. Parecía que la evolución sonora se conformaría con ampliar los márgenes de maniobra casi de manera imperceptible, siempre en el orden establecido. Pero como dice Ernst Gombrich, basta que todo se ponga en orden y sea aceptado para que surja un nuevo artista con un lenguaje distinto, con nuevas ideas y lo venga a desordenar todo.
Para Arnold Schoemberg el sentido de la música era por completo otro. Para él y para sus alumnos y seguidores, Alban Berg y Anton Webern no se trataba tan sólo de que la gente popularizara sus temas chiflándolos o se emocionara cada vez que eran escuchados. Lo que estos tres genios intentarían era una labor totémica: romper la tan aceptada y deseada tonalidad, el discurso políticamente correcto de la música.
¿Qué tuvieron que hacer para lograrlo? Como dice Simon Rattle, Schoemberg se propuso llevar a cabo un acto de democracia absoluto con la utilización igualitaria de las 12 notas de la escala cromática. Se dice fácil, pero era una especie de laboratorio en el que las matemáticas y el poder del sonido darían un giro importante. Crear una serie con las 12 notas sin repetirlas para después derivarla en otras tres: la retrógrada, que es como un espejo de la primera; la inversa, que agrega dos tonos contrarios en los intervalos de las notas elegidas y la retrógrada inversa que completa las dos funciones. Así llegamos a cuatro series, ¿sólo eso? Claro que no. Es ahí donde empieza la complejidad del asunto ya que las posibles combinaciones nos pueden llevar a múltiplos infinitos, son matemática y música puras. 479 millones de combinaciones posibles, por lo menos.
Esta nueva estrategia compositiva marca el comienzo de lo que se conocerá como matriz dodecafónica. La flexibilidad con la que se pueden generar distintas atonalidades vuelve este sistema un juego fascinante. Si escuchamos las notas aparentemente desordenadas, resultan ásperas y pueden llegar a desconcertarnos por su falta de armonía. Y es que justo, Schoemberg, Berg y Webern no buscan ni la tonalidad ni la armonía.
Si nunca hemos expuesto a nuestros oídos y sensibilidad a esta novedosa notación musical conocida como dodecafonía, una forma de experimentarla es escuchar la Suite opus 25 o si se prefiere algo más arriesgado, el Pierrot Lunaire ambas de Arnold Schoemberg. La técnica dodecafónica terminaría siendo como la abstracción de Kandinsky, un lenguaje nuevo y de gran complejidad. Así como el pintor ruso trasgrede todas las leyes de la perspectiva, Schoemberg rompe con la obsesión de Occidente, la tonalidad. Una especie de pozo profundo a través de los sonidos se abrió para nosotros, lo mismo que en los colores de Kandinsky se establecieron nuevos caminos para la pintura. Pero uno no puede pensar jamás que estos sonidos no fueran ordenados, al contrario, exigen una inteligencia impecable.
Arnold Schoemberg fue un hombre de su tiempo, un seguidor de la tradición Mahleriana, al que amó profundamente. Como Mahler, su música no trataba de generar un cambio con la intención de provocar. No fue entendida como tampoco fue valorada la de su maestro. En ambos hay una mente que lleva la realidad y los abismos del interior a su máxima exaltación. El mundo había cambiado y la estructura que detenía y asfixiaba a la música debía emprender nuevos caminos.
Sin embargo, tanto Mahler como Schoemberg son artistas de una estructura profundamente tradicional. En la obra de ambos subsisten los vestigios del pasado remoto; incluso, el Big Bang se encuentra en el centro de su música. La memoria del acontecer humano, de las emociones profundas están presentes en cada frase malheriana y en cada atonalidad de Schoemberg. Con su apuesta cada uno llevó los sonidos a una profunda técnica jamás antes escuchada y a la voz humana a un nivel incluso de riesgo al requerir intérpretes literalmente heroicos; mucho más atrevidos, incluso, que los héroes y heroínas wagnerianos. La obra de los dos genios consagra una línea de continuidad muy clara para la historia del arte occidental sin olvidar de dónde habían surgido.
No hay Schoemberg sin Mahler pero probablemente en los sonidos del infinito, donde el tiempo deja de ser lineal, más allá de la comprensión humana, no hay Mahler sin Schoemberg.