Atados a nuestra trayectoria institucional, en México no hemos podido separar la política de la justicia. Ya es un tópico la frase atribuida a Juárez sobre los amigos, los enemigos, la gracia y la justicia, pero ni siquiera es muy original y tiene versiones hispanas más crudas, lo que nos recuerda la pesada carga de nuestra herencia. El hecho es que lo ocurrido esta semana con Ricardo Anaya es uno más de los episodios repetidos sexenio tras sexenio de uso de la persecución judicial contra los adversarios políticos, a costa de la legitimidad de todo el sistema de justicia.
Cuando en 2005 la Procuraduría General de Justicia promovió el desafuero de López Obrador, la posición mayoritaria en la opinión pública, lo mismo que en la publicada, fue que se trataba de una maniobra para descarrilar su candidatura presidencial. Pocos analizaron si la causa, el pretendido desacato a la orden de un Juez, merecía ser castigada. El hecho indudable de la intencionalidad política del encausamiento del entonces Jefe de Gobierno llevó a que se desdeñara el análisis de fondo del necesario sometimiento de los gobernantes a las órdenes de los jueces.
Con una Procuraduría dependiente del Presidente de la República cualquier acción contra un político acababa por ser sospechosa de faccionalismo. A lo largo del régimen del PRI, una y otra vez fueron encarcelados corruptos reales o imaginarios sin que ello representara un auténtico combate a la corrupción institucionalizada. Precisamente por eso se abrió paso la demanda, impulsada por organizaciones de la sociedad civil, de reformar la Constitución para sustituir la putrefacta PGR por una Fiscalía General autónoma, sin dependencia política de la Presidencia de la República, con una Fiscalía especializada en corrupción sin ataduras políticas. Las actuaciones de un órgano autónomo, se suponía, tendrían suficiente legitimidad para que las investigaciones sobre funcionarios públicos y gobernantes no fueran consideradas persecución política.
La reforma constitucional se hizo, pero López Obrador no creyó en ella y maniobró para imponer como Fiscal a un incondicional. No podía ser de otra forma, dada su incomprensión del valor de las autonomías constitucionales en el proceso de reconstrucción del Estado mexicano, caracterizado por ser un botín por repartir entre los gobernantes en turno. Desde el nombramiento de Gertz como Fiscal quedó claro que la autonomía no sería más que cosmética y a pesar de que la ley orgánica aprobada mandataba una reforma integral del órgano encargado del Ministerio Público, el Fiscal ha mantenido las viejas formas de funcionamiento y hace poco logró que el Congreso le aprobara su contrarreforma, para mantener los viejos mecanismos de disciplina jerárquica en la corporación. Nada en la actuación del Fiscal Gertz indica autonomía, ni imparcialidad; vamos, ni siquiera existen indicios de que sus decisiones se apeguen estrictamente a derecho. Un señor que maniobró para ser nombrado Investigador Nacional del nivel más alto a pesar de carecer de méritos y ser un plagiario, que ha usado su poder para vendettas personales, como la que mantiene en la cárcel a la hija de la viuda de su hermano, carece de legitimidad alguna para emprender cruzadas serias anticorrupción. Así, la pretensión de encausar a Ricardo Anaya resulta ahora tan sospechosa como el desafuero de López Obrador en 2005.
El comunicado hecho público ayer por la FGR tiene un sesgo tan evidentemente político que valora una decisión soberana del Congreso de la Unión –la Reforma Energética– como si de un delito de lesa patria se tratara. Resulta muy extraño que los sobornos de Odebrecht se destinaran a diputados que desde muchos años antes se habían manifestado a favor de una reforma en ese sentido ¿para qué untar a los convencidos? Pero lo más escandaloso es usar el voto de un Diputado como prueba de corrupción. El texto es una sarta de perlas escritas con el sello característico de esta administración: desastrada sintaxis y supuración ideológica.
Desde luego que el escándalo Odebrecht debió investigarse en México, sobre todo después de que sus propios ejecutivos soltaron la sopa ante la justicia de los Estados Unidos, pero resulta harto curioso que sea a los panistas a los primeros a los que se les presentan cargos, mientras los funcionarios del Gobierno de Peña Nieto siguen campantes. Todo es muy raro, diría Gil Gamés. No pretendo defender a Anaya ni meto las manos al fuego por la honradez de los panistas. Yo no tengo pruebas de cargo ni de descargo, como tampoco tuve elementos para evaluar jurídicamente los actos de López Obrador como Jefe de Gobierno de la Ciudad de México. A lo que voy es que tanto ahora como en 2005 las acusaciones del Ministerio Público contra un aspirante presidencial carecen de legitimidad, precisamente porque la procuración de justicia está politizada y el Presidente de la República actual, como Fox entonces, está metiendo las manos.
Para que casos como el de Anaya ahora, o el de López Obrador en 2005, sean creíbles es indispensable despolitizar la procuración de justicia, al tiempo que se reforma al poder judicial. Pero este Gobierno no tiene interés en ello, como tampoco quiso seguir por la ruta de la construcción de un sistema nacional anticorrupción que atacara el problema desde el flanco institucional, no a partir de golpes efectistas y capturas de peces gordos, cosa que, por cierto, tampoco ha hecho: la funcionaria encarcelada de más alto nivel lo está por una venganza personal del Presidente, cosa que sí es su fuerte.
Mientras se siga apostando a los salvadores de la Patria, en lugar de emprender la reconstrucción institucional del Estado con base en un consenso amplio que lo dote de legitimidad, la corrupción seguirá formando parte de las reglas del juego informales de nuestro arreglo político.