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Opinión

Exhermanos

Algunos exégetas versados en teología creen que Caín y Abel, ejes de un odio insólito que desembocó en el homicidio y el castigo de Dios, pudieron haber sido una comunidad nómada ferozmente vengativa que atacaba a otras inocentes. En cualquier caso, se trata de un desafortunado rasgo de la condición humana que, tal vez, aplique al fatal momento protagonizado por Rusia y Ucrania que inauguran una nueva dimensión de los afectos: la de exhermanos.

Aunque exhibió espectaculares ritmos de crecimiento económico y desarrollo social y cultural y elevada cohesión política e ideológica, excelentes estándares de gobernabilidad, sus ciudadanos disfrutaban de razonable bienestar y sus líderes eran respetados en todo el mundo. La Unión Soviética, vencedora del fascismo y constructora del socialismo, por razones imputables a ella misma, fue un proyecto fallido.

La superpotencia con las mejores infraestructuras militares convencionales y un arsenal nuclear simétrico con el de Estados Unidos; número uno en la conquista el espacio, era también una entidad política extraordinariamente poderosa, líder del movimiento obrero y comunista intencional que exhibió como “joya de la corona” el hecho de que, a partir del Imperio Ruso, una “cárcel de pueblos”, construyó una unión de naciones habitada por una nueva comunidad humana: el pueblo soviético que, presuntamente viviría con arreglo al “código moral” del constructor del comunismo.

El megaproyecto, una magna obra de ingeniería social, diseñada y construida sobre la base de valores imaginados por algunas de las mentes más soñadoras de la época y cuyas utopías integraron la doctrina socialista, trascendió la vasta geografía de la Unión Soviética para abarcar los inmensos espacios de China, Mongolia, Europa Oriental, Vietnam y Cuba, que alguna vez integraron la llamada “comunidad socialista”.

El cemento cohesionador de aquel conglomerado era la ideología marxista-leninista cuyo sostén filosófico fue el Materialismo Dialéctico e Histórico y el programa de construir una nueva sociedad con una nueva economía basada en la propiedad social, cuya meta programada era una especie de paraíso en la tierra. En 70 años, el proyecto avanzó enormes tramos, favoreció el progreso y el desarrollo de los pueblos integrantes de la Unión Soviética, especialmente los más atrasados que habitaban Asia Central.

Por desavenencias gestadas por el Imperio Zarista y por errores cometidos en el diseño y en el desempeño de la Unión Soviética, aquellas estructuras no soldaron adecuadamente. Muerto Vladimir I. Lenin, que defendía la voluntariedad para formar parte del conglomerado, la violencia y la represión, se impusieron aunque bajo otros empaques.

Rusia, Ucrania y Bielorrusia, que por 300 años fueron parte del Imperio Ruso y entre 1917 y 1991 de la Unión Soviética, que juntas lucharon y vencieron al fascismo y que, salvo reservas circunstanciales, no tienen razones para matarse unas a la otra, deberían mirar atrás y adelante para encontrar en ambas dimensiones más motivos para quererse que para odiarse.

La OTAN y Estados Unidos crearon el problema, pero no pueden resolverlo. Tampoco pueden los pueblos, infelices que nada pueden nunca, sino que todo depende de sus líderes que, en este caso, lo pueden todo. De ellos, de su altura humana y moral y de sus dotes de estadistas depende todo. Por cierto, tienen nombres y apellidos, son Vladimir Putin y Volodimir Zelenski. 

 

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