El fascismo hitleriano fue la peor amenaza para el género humano. Tan contundente como el peligro, fue la respuesta que unió a Franklin D. Roosevelt, Iosiv Stalin y Winston Churchill, quienes protagonizaron la más formidable alianza política que se haya forjado jamás. De los protagonistas, la Unión Soviética no existe para festejar la victoria, que asume y disfruta Rusia que, aunque no estuvo sola en la batalla, llevó el peso principal en la Gran Guerra Patria.
Desde el primer día, la Unión Soviética deslindó los campos. La Guerra Mundial fue librada por una coalición antifascista, la Gran Guerra Patria, fue protagonizada por ella. A todos los efectos fue, su propia guerra. Atribuido a Stalin, el término Guerra Patria, sin desdorar los enfoques predominantemente ideológicos y clasistas característicos del comunismo, apeló a los sentimientos y emociones nacionales y patrióticas que cobijaron a todos los pueblos de la Unión Soviética.
La expresión apareció por primera vez en el periódico Pravda el 23 de junio de 1941, un día después de la invasión nazi. El 22 de junio de 1941, en un frente de 2 mil 500 kilómetros, con 4 millones de efectivos, 4 mil 400 tanques y 4 mil aviones, la Alemania nazi invadió a la Unión Soviética.
Stalin llamó a la resistencia. En mil 418 días de combate participaron casi 35 millones de militares soviéticos. Trece millones de los cuales perecieron en los campos de batalla. En los primeros cien días las tropas alemanas avanzaron casi mil kilómetros. El 2 de octubre estaban a las puertas de la capital soviética, batalla en la que participaron más de 3 millones de soldados, 3 mil tanques, 21 mil cañones y más de mil 500 aviones.
El 5 de diciembre se inició la contraofensiva y en abril se consumó la victoria. La derrota de Moscú fue el primero de los grandes fracasos de Hitler en la II Guerra Mundial. Liberado su país, con las fronteras a la espalda, los soviéticos continuaron luchando por la liberación de Europa, empeño en el cual participaron más de nueve millones de integrantes del Ejército Rojo.
El destino era Berlín donde se libró la última batalla de la II Guerra Mundial. El 16 de abril 22 mil cañones soviéticos de largo alcance abrieron fuego. El 21 el bombardeo alcanzó el Centro de Berlín. Sobre los proyectiles se había escrito: “Por Stalingrado”, “Por Ucrania”, “Por los huérfanos y las viudas” y “Por las lágrimas de nuestras madres”. El 30 de abril Hitler se suicidó y el 2 de mayo Berlín se rindió, pero Berlín, comentó Stalin, “No era Alemania”.
Desde que se hizo evidente que Alemania perdía la guerra, elementos de las fuerzas armadas, los servicios de inteligencia alemanes y el partido nazi conspiraron para pactaron estadounidense y británicos a espaldas de la Unión Soviética, gestión en la cual tuvieron poco éxito. En esa línea, en sus disposiciones finales, Hitler designó sucesor al almirante Karl Dönitz quien delegó en el mariscal Alfred Jodl, para que entrara en contacto con el general Dwight D.
Eisenhower para negociar la rendición de las tropas. Como resultado de tales maniobras, los días el 7/8 de mayo de 1945, en el cuartel general aliado en Reims, Jold firmó un Acta de Capitulación Militar. Al respecto Stalin fue enfático. No se trataba de rendir unas tropas a otras, sino de doblegar a Alemania, hacerlo con los representantes de mayor jerarquía y en Berlín.
Karl Dönitz, jefe de Estado designado y Wilhelm Keitel, comandante supremo de las fuerzas alemanas, y no Jold debería firmar la capitulación total e incondicional. Así ocurrió el 9 de mayo en Karlshorst, Berlín, donde ante el mariscal soviético Georgy Zhukov y una representación de los Aliados fueron suscritas las Actas de Rendición. Cuando Stalin fue confrontado respecto a que hubo dos capitulaciones, fue breve: “Mejor así, pudieran ser muchas más, siempre que sean capitulaciones”.
El 24 de junio de 1945 en Moscú se efectuó el Desfile de la Victoria. Stalin presidió la ceremonia. Al final del desfile, en medio de un sobrecogedor silencio, irrumpió en la Plaza Roja un destacamento de soldados que arrojó ante el mausoleo de Lenin las banderas de combate, estandartes e insignias de las unidades nazis derrotadas.
Consumado el gesto, de la multitud brotó un estremecedor ¡Hurraaaaa! Aquella noche durante un banquete en el Kremlin ante todos los mariscales, generales y almirantes soviéticos y altos cargos del partido y el Estado Stalin ordenó silencio, levantó su copa y dijo: “Brindo por el pueblo ruso que con esta guerra se ganó el reconocimiento como la fuerza principal de la Unión Soviética entre todas las nacionalidades de nuestro país”.
Otra vez de las gargantas henchidas de orgullo brotó un: ¡Hurraaaaa! Aunque duramente golpeada, la Unión Soviética emergió de la Guerra como una superpotencia militar, respetada por Occidente que tuvo en ella su mejor aliado. Según encuestas de la época, Stalin a quien Roosevelt trataba de “Querido señor Stalin” era en Estados Unidos más popular que Churchill que fue quien desencadenó la Guerra Fría, un difícil período en el cual la URSS se convirtió además en un baluarte de la paz.
Los que hoy aluden las controversias políticas y las preocupaciones de seguridad como excusa para desencadenar la guerra, olvidan las enormes tensiones que soportó la Unión Soviética cercada por bases militares con misiles nucleares y obligada a una demencial carrera de armamento, sin ceder a la tentación de acudir a la guerra.
La Rusia de hoy no se construyó sobre las ruinas de la Unión Soviética, sino a partir de sus éxitos, entre ellos la victoria sobre el fascismo, además de una impresionante base económica, un poderío militar imposible de ser retado y un escaño permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU que le proporciona una capacidad de veto capaz de paralizar algunas de las peores acciones de política exterior de las potencias occidentales.
Tal vez por haber sido testigo de la experiencia rusa en la Primera guerra Mundial y vivido la experiencia de la Guerra Civil, Stalin, un hombre rudo, incluso brutal, vio venir la amenaza nazi y trató de evitar la guerra, para lo cual hizo incluso concesiones que todavía se critican, entre otras cosas porque no paralizaron a Hitler, pero la guerra no era su opción y nunca fue la de la Unión Soviética, tampoco tenía que ser la de Rusia cuyo liderazgo, ante las provocaciones de la OTAN y Estados Unidos, escogió la guerra, la peor de todas las opciones.
La victoria consumada el 9 de mayo de 1945 abrió para los pueblos de la Unión Soviética, entre ellos los de Rusia y Ucrania el camino de la paz que hoy como ayer es el único camino. Bienaventurados los que silencian las armas