En una entrevista con la televisión de Serbia, el portavoz del Kremlin, Dimitri Peskov, insistió en la idea de que la Operación Militar Especial en Ucrania: “...no es una guerra...” ¿Y si lo fuera? ¿Y si como está a punto de ocurrir, la Operación Militar Especial, condujera a una guerra entre Rusia y la OTAN formada por 31 países?
La pregunta fue respondida hace mucho tiempo por la Unión Soviética que, además de poderosas Fuerzas Armadas y un inmenso territorio de 22 millones de kilómetros cuadrados, contaba con la protección del escudo constituido por los países aliados de Europa Oriental en los cuales, una vez liberados de los nazis, la URSS promovió la instalación de Gobiernos amigos. Los hechos fueron así.
El 5 de marzo del 1946, a menos de un año de concluida la II Guerra Mundial, en Fulton, Missouri, Winston Churchill pronunció el discurso que definió los términos de la Guerra Fría: “...Desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático -dijo-, ha caído sobre el continente un telón de acero. Tras él se encuentran las capitales de los Estados de Europa Central y Oriental... sometidos al control de Moscú...”.
Ocho días después, el 13 de marzo, Joseph Stalin respondió: “...Los alemanes hicieron la invasión de la URSS a través de Finlandia, Polonia, Rumania, Bulgaria y Hungría... porque estos países tenían Gobiernos hostiles a la Unión Soviética... Es sorprendente que se critique el hecho de que la Unión Soviética, ansiosa por un futuro seguro, esté intentando que existan en estos países Gobiernos leales a las actitudes de la Unión Soviética...”.
De ese modo, durante la Guerra Fría se configuró una situación militar en la cual, la Unión Soviética que, además de su poderío militar, contaba con el apoyo de las Fuerzas Armadas nacionales de los países de Europa Oriental, instaló en ellos importantes agrupaciones de tropas.
A esto se suma la política de paz soviética que, además de proponer la coexistencia pacífica como regla de la política internacional, asimiló el cerco de bases militares norteamericanas en sus fronteras y resolvió las crisis de Berlín (1948-49), Suez (1956) y Cuba (1962), sin acudir a la guerra.
Con el cambio de régimen en Europa Oriental y el colapso soviético, Rusia no sólo perdió todas las ventajas de seguridad, sino que se encontró en una situación inédita. Los antiguos aliados de Europa Oriental y los Estados surgidos en territorios exsoviéticos se transformaron en adversarios, algunos en enconados enemigos que, con el ingreso a la OTAN, adquirieron un considerable potencial militar.
Previendo esa situación, Mijaíl Gorbachov, último gobernante de la URSS, y Boris Yeltsin, presidente de Rusia, insistieron con Occidente en la necesidad de evitar la expansión de la OTAN, a lo cual la organización y Estados Unidos se comprometieron. La promesa fue incumplida.
No obstante, durante años, Rusia asimiló la expansión de la OTAN y desde la jefatura del Estado ruso, Vladimir Putin maniobró para establecer con Europa, la OTAN y los Estados Unidos relaciones que excluyeran la guerra. Ese clima se deterioró a partir de sucesos políticos al interior de Ucrania que, entre otras cosas, condujeron al auge separatista y a la guerra civil en Donbass con protagonismo de Occidente y Rusia.
El resto es historia reciente. La OTAN y los Gobiernos de Ucrania insistieron en sumar al país exsoviético a la organización belicista que así se instalaría en las fronteras de Rusia cuyas advertencias de seguridad fueron desoídas, lo cual ha conducido a la presente situación que, asumiendo la narrativa rusa, todavía no es una guerra, pero puede serlo, lo cual sería catastrófico.
En todas partes, evitar la guerra equivale a ganarla y, si finalmente se desata, detenerla es la mejor opción. Insistir en resolver la crisis en el campo de batalla, además de criminal porque condena a muerte a los combatientes, es absurda. Esperamos que, en lugar de especular con ofensivas y contraofensivas, cosas que, de poder expresarse, reclamaran también sus pueblos.