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Aunque sucesos posteriores alteraron drásticamente tendencias positivas, las potencias de entonces asumieron la lucha contra el fascismo que trascendió el esfuerzo bélico.

Aunque sucesos posteriores alteraron drásticamente tendencias positivas, la humanidad se benefició del enfoque estratégico con que, en los años 40 del pasado siglo, las potencias de entonces (Estados Unidos, Unión Soviética y Gran Bretaña) asumieron la lucha contra el fascismo que trascendió el esfuerzo bélico.

Entonces los Tres Grandes (Franklin D. Roosevelt, Joseph Stalin y Winston Churchill), reunidos en Teherán, acordaron las bases del esfuerzo antifascista que perfilaron en las reuniones en Yalta, Potsdam y San Francisco, centradas en el diseño del mundo de posguerra. Atribuyo el enfoque a la calidad del liderazgo de entonces, principalmente a la lucidez de Roosevelt, el menos imperialista de los presidentes norteamericanos.

Desde la Declaración de Independencia, Estados Unidos no había generado un documento programático del calado de la Carta del Atlántico, suscrita en el 1940. De esa generación de proyectos formaron parte la Carta de la ONU, los acuerdos de Bretton-Woods, el Plan Marshall, la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la creación de la OEA, esta última, una buena idea abortada por una pésima realización.

La base de la Carta del Atlántico fue que Estados Unidos y Gran Bretaña (y luego los 26 países que la suscribieron) no buscarían conquistas territoriales, reconocían el derecho de todos los pueblos a la independencia y a la elección de su forma de Gobierno y se excluía la alteración de las fronteras. Lo cual suponía el fin del colonialismo y hubiera evitado la Guerra Fría.

También se reconoció la prerrogativa de todas las naciones, incluso de las vencidas, el acceso a los recursos naturales de la Tierra, expresándose el deseo de la cooperación económica entre las naciones y la mejora de las condiciones de vida para los trabajadores.

Entonces la humanidad tuvo en los países vencedores, nominalmente en la Coalición Aliada, aunque realmente Estados Unidos y la Unión Soviética, un liderazgo apropiado que el mundo de hoy extraña y que luego del error en el diseño del Consejo de Seguridad, órgano encargado de asegurar la paz mundial, al cual el veto le ha impedido actuar, es difícil de instalar.

Se trata de lo que Fidel Castro llamó: “Sentido del momento histórico”, algo que se tiene o de lo cual se carece y que es especialmente raro cuando se trata de fenómenos sociales globales mediatizados por prejuicios ideológicos como el anticomunismo, dominante en la mentalidad Occidental y el dogmatismo característico del comunismo. No obstante, Roosevelt y Stalin obviaron tan formidables obstáculos, para forjar una alianza que, aunque considerablemente abollada, todavía regula las relaciones internacionales.

El sentido del momento histórico permite ejercitar la capacidad para leer la realidad de la que cada quien es contemporáneo, captando las esencias de los acontecimientos, lo cual confiere lucidez para asumir tácticas y estrategias apropiadas y actuar en consecuencia. Se trata de un hecho poco frecuente cuando involucra a varios países y alude a una situación global extremadamente compleja y peligrosa.

Según una tendencia en progreso, el G-7 es un ente surgido en el 1975, formado por Estados Unidos, Japón, Reino Unido, Alemania, Canadá, Francia, e Italia, siete de las nueve de las mayores economías del planeta, cuyo principal defecto es la exclusión de China y de Rusia.

La polarización que ya existía, pero que la guerra en Ucrania ha profundizado hasta probablemente convertirla en un abismo, impide que el mundo posea un liderazgo legítimo o al menos solvente que permita afrontar los problemas globales, entre ellos: la guerra y la paz, la lucha contra la pobreza y las desigualdades, el desarrollo inclusivo y sostenible y la democratización.

En la Declaración, adoptada en un aparte durante la Cumbre de la OTAN en Lituania y que, más allá del compromiso de apoyar en todo, con todo y para siempre a Ucrania, el G7 realiza una virtual declaración de guerra total contra Rusia que la superpotencia eslava puede rebatir, pero no desconocer.

En esa declaración, el G-7 quema las naves o cruza el Rubicón para emprender un viaje sin retorno que sólo puede obstruirse con la paz que, por cierto, no depende del G-7, sino de Rusia y de Urania que realizan hoy los mayores sacrificios, asumen las pérdidas y experimentan la tragedia humanitaria.

En estos días, cuatro amigos, todos políticamente enterados, coincidieron en mi casa, cosa que aproveché para realizar un ejercicio. A dos les propuse asumir el papel de Putin y a dos el de Zelenski. Tanto Putin como Zelenski debían responder a la pregunta. ¿Qué haría usted para detener la guerra? Los que actuaban en el papel del presidente ruso propusieron primero.

Uno dijo: “Propongo un armisticio tipo Panmunjom, o sea como el de Corea en el 1953, y el otro agregó: “resumiría en uno los planes de paz presentados por China, los líderes africanos y el club propuesto por José Inácio Lula da Silva”. Los dos que simulaban actuar como Zelenski, declararon: “Por primera vez estamos de acuerdo con Putin. Así, en la sala de mi casa, se alcanzó la paz. Brindamos por ello.

 

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