Con su desempeño en el proceso político asociado a la lucha antifascista durante la Segunda Guerra Mundial, las cinco grandes potencias del siglo XX, no sólo labraron la victoria, sino que, con la Carta de la ONU y otros instrumentos, instalaron los preceptos políticos, económicos y financieros que regirían las relaciones internacionales que, aunque sistemáticamente burlados y menoscabados, siguen vigentes.
El consenso alcanzado entonces se basó en el principio de que, en el marco de la ONU, las cinco potencias que, son los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, actuarían de modo coordinado.
La cláusula de unanimidad, aplicable en los temas que atañen a la seguridad internacional, al uso de la fuerza y a los problemas de la guerra y la paz, aseguraba que, en ningún caso el Consejo de Seguridad tomaría acuerdo contra alguno de sus miembros permanentes ni contra cualquier estado sin el consentimiento de todos.
Esa cláusula dio lugar al llamado veto. Cuando ese acuerdo fue adoptado -aunque deformado y desacreditado por abusos en su aplicación-, la sociedad internacional estaba formada por unos 50 estados (hoy son 200), la mitad de ellos de las Américas y todos, incluida la Unión Soviética, estuvieron de acuerdo.
Europa, con la excepción de Inglaterra, no participó de los debates ni tomó parte en los acuerdos porque estaba comprometida con el fascismo u ocupada por Alemania.
En lo que pudo ser una premonición o un atinado cálculo, la Unión Soviética cuyo, sistema y filosofía política, eran no sólo distintos, sino contrarios a todos los demás países, tomó precauciones para que, en caso de ruptura de la alianza, cosa que efectivamente ocurrió, pudiera contar con esa protección, defendió con vehemencia la cláusula de unanimidad y, mientras existió, fue la que más utilizó el veto.
El consenso de entonces se alcanzó debido a la conjunción de varios factores, en primer lugar, a la calidad de los liderazgos respectivos encabezados por Franklin D. Roosevelt, Iosif Stalin, Winston Churchill y Chiang Kai-shek, a la urgencia de la unidad y la colaboración para librar la guerra contra el fascismo en tres continentes, liberar a Europa y parte de la Unión Soviética de la ocupación e impedir que los fascistas japoneses se apoderaran de Asia.
Aquel espíritu de avenencia del que tomaron parte todos los países latinoamericanos y Canadá y algunos africanos y asiáticos que entonces eran estados independientes, fomentó el ambiente internacional en el cual se realizó la descolonización afroasiática, se reconstruyó, desnazificó y prosperó Europa, avanzó la Unión Soviética, se consolidó el campo socialista, se produjo el fantástico despegue de China, desaparecieron las dictaduras y debutaron las grandes organizaciones tercermundistas.
A pesar de fenómenos negativos como la Guerra Fría, la Guerra de Corea, la carrera de armamentos y las confrontaciones entre los estados árabes e Israel, así como importantes luchas al interior de numerosos países, en el ámbito internacional entre el 1945 y el 2022, no hubo guerras entre las grandes potencias.
En ese período, una veintena de países subdesarrollados, se convirtieron en potencias emergentes. Con todo y sus tensiones, aunque persistieron fenómenos como el subdesarrollo, el hambre y el apartheid y se acentuaron las desigualdades, la segunda mitad del siglo XX fue un momento estelar de la humanidad.
Debido a defectos estructurales que es preciso corregir y a un débil liderazgo, la ONU no pudo impedir que se desatara la guerra en Ucrania que implica la ruptura del consenso que mantenía el equilibrio, impacta negativamente en las relaciones entre los estados y el comercio internacional y crea el peligro de una conflagración mundial, incluso con el empleo de armas nucleares.
En este contexto, he desarrollado la idea de que, si bien el mundo se ha tornado multipolar y la independencia nacional y la igualdad soberana de los estados, son fundamentos y valores irrenunciables, la humanidad necesita de la cohesión, la unidad de acción y la conducción de las relaciones internacionales por las grandes potencias.
La multipolaridad que es un hecho generado por el desarrollo civilizatorio, no debería provocar la atomización del mundo ni estimular las rivalidades políticas y militares, ni la confrontación de las civilizaciones.
Occidente y Oriente, no son bloques militares ni antípodas culturales, sino partes del conjunto que forma la cultura universal, miembros de un organismo que los necesita para funcionar. Convertirlos en enemigos es una manipulación a escala global, detrás de la cual se perciben otros empeños hegemónicos.
Afortunadamente, China, una de las cinco potencias, ha tratado de mantener una difícil equidistancia y, a pesar de los provocadores desafíos de las potencias Occidentales y del cortejo de otros actores, evita implicarse lo cual le otorga una capacidad para mediar que, en el momento de las negociaciones, pudiera desempeñar un importante papel.
El problema radica en cómo lograr que los estadistas que hoy rigen los destinos de los mismos países que, 80 años atrás, salvando diferencias y contradicciones, se unieron para enfrentar al fascismo y crear el orden político y económico internacional, todavía vigente, vuelvan a hacerlo. “Mas fácil -me dijo un entendido- sería cuadrar el círculo.
Debido a que, a pesar de todo, y de los enormes peligros que las amenazas y festinadas alusiones a las armas nucleares representan, la ONU existe y aunque virtualmente paralizado, el Consejo de Seguridad funciona y todavía sus miembros permanentes no están abiertamente presentes en los campos de batalla, existe la posibilidad de que, con un alto al fuego y la negociación de la paz en Ucrania, de algún modo se pueda retornar el statu quo internacional anterior a febrero del 2022. En breve, en Estados Unidos habrá un cambio de Administración.
Donald Trump, el presidente electo, ha dicho que pondrá fin a la guerra, cosa que está a su alcance. Al margen de otras consideraciones, de hacerlo, habrá dado un paso decisivo en la dirección correcta.