
Layla espera al primer cliente en el bar donde trabaja, un lugar de luces tenues y música estridente. No fue forzada, engañada o arrastrada a este mundo. A sus 19 años, tomó la decisión de entrar en el trabajo sexual por voluntad propia, impulsada por la necesidad económica y la promesa de un ingreso rápido.
En una buena semana puede ganar hasta 45 mil pesos, una suma que la mantiene atada a este oficio, a pesar de los costos emocionales que implica. Apenas comienza su vida adulta, pero ya aprendió que, en este mundo, todo tiene un precio.
En su piel lleva dos tatuajes que la mantienen anclada a lo que dejó atrás. En el pecho, unos labios marcados en tinta representan el beso de su hermana, un símbolo de complicidad y amor fraternal que aún la acompaña en la distancia. En la muñeca, una gardenia, la flor favorita de su madre, recordatorio de los lazos que no se rompen, aunque el tiempo y la vida los desgasten.
El Men’s Club, ubicado en el corazón de la ciudad, es un lugar pequeño, pero con reglas claras. Aquí, el tiempo y la compañía se venden al mejor postor. Una copa con Layla, que incluye 20 minutos de conversación y sonrisas forzadas, cuesta 500 pesos. Si el cliente quiere más, puede comprarle un tarro de su bebida favorita por mil, lo que le garantiza su atención durante una hora u hora y media. Pero el verdadero negocio está en las botellas; por 2 mil pesos, Layla se asegura de que el cliente sienta que ha obtenido el máximo valor por su dinero, prolongando la experiencia para que no dude en volver.

El personal del club está entrenado para maximizar las ganancias. Si un cliente no muestra interés en una botella, rápidamente le brindan otras opciones: una hora con una de las mujeres cuesta 5 mil pesos, y algunas, como Layla, también ofrecen servicios externos, donde el tiempo lo decide el cliente, por 4 mil. La presión para gastar más es constante, y Layla ha aprendido a navegar este juego con la destreza de quien sabe bien las reglas.
Layla creció en Tepito, Ciudad de México, un barrio conocido por su crudeza y vibrante energía callejera. Bajo el cuidado de su abuela, vio desde pequeña cómo la vida nocturna y el dinero fácil atraían a muchos. Su vida cambió cuando, trabajando como mesera en una taquería, un cliente le sugirió que su belleza podía valer mucho más en otro tipo de empleo. Al principio dudó, pero la necesidad económica habló más fuerte.
El dinero llegó rápido, y con él, los lujos que siempre soñó: ropa nueva, viajes, hoteles de ensueño. Pero también llegaron los costos invisibles. Su familia, especialmente su madre, la ve con distancia. Durante el Año Nuevo decidió regresar a casa para darle la bienvenida al 2025 con ellos, pero no fue bien recibida. Le pidieron que dejara su trabajo, que buscara otro camino. Su madre no aprueba lo que hace, pero tampoco rechaza el dinero que Layla le envía para ayudarla. La relación es fría, llena de silencios incómodos y miradas de reproche.

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Layla ha intentado dejarlo, pero siempre regresa. No porque disfrute el trabajo, sino porque la estabilidad económica que le ofrece es difícil de encontrar en otro lugar.
Ha sido golpeada, humillada y tratada como un objeto por clientes que creen que el dinero les da derecho a todo; aun así, sigue aquí, atrapada entre los lujos que el dinero le proporciona y los sacrificios que debe hacer para mantenerlos.
Layla es sólo una de las muchas mujeres que enfrentan esta realidad. Algunas llegan por necesidad, otras por decisión propia, aunque muchas se quedan atrapadas en un ciclo del que es difícil escapar. La independencia económica les da una vida cómoda, pero a menudo a costa de su salud mental, sus relaciones familiares y su autoestima. Para muchas, dejarlo no es tan simple como parece, porque más allá del trabajo en sí, la seguridad económica se convierte en una cadena difícil de romper. Y pese a todo, si tuviera que elegir de nuevo, lo haría.