La noche era para estar enchamarrado. En ese momento plazagrandero de espera para escuchar a una orquesta vernácula michoacana, me embanqueté. En la estancia del tiempo pensé en las cucharas de Dalí, la circuncisión de la luna arriba a la izquierda de mi cabeza o en las hormigas carnívoras de temas cinematográficos. La orquesta anda en la prueba de sonido. El conductor del evento así nos lo informa. Hemos llegado todos muy temprano a la audición. La música tradicional de Michoacán parece ser un buen atractivo en este festival del cumpleaños número 477 de Mérida. Todas las gradas están ocupadas, pero la escarpa de frente al Ayuntamiento suple la falta de sillas.
Las campanas de la torre municipal suenan quedito, casi enmudecidas, anunciando, para nosotros los cercanos a ellas, la hora del arranque del evento.
Los turistas han cerrado un círculo alrededor de la tarima y prestan atención al conductor: “El Ayuntamiento de la Ciudad, en el aniversario de nuestra capital, en el marco del Mérida Fest 2019, presenta a la Orquesta Tata Vasco (de Quiroga), de Santa Fe de la Laguna, que interpretará pirekuas de Michoacán”.
Unas avalanchas de canciones se dejan escuchar en su idioma original, el purépecha. La pirekua, lo mismo se canta que se baila y en los años sesenta del siglo anterior al presente, las danzas michoacanas eran muy presentadas y gustadas en Yucatán. Un joven llamado Menalio Garrido, que había pertenecido a un ballet folclórico en el Distrito Federal, las había traído a Yucatán, y había conformado un cuadro que incluía el corrido de Juan Colorado (“Juan Colorado me llaman/soy señores de Michoacán”), las Iguiris, la danza de los Moros y Cristianos y algunos sones y jarabes de ese mismo estado.
Michoacán, igual que Oaxaca y nuestra entidad, mantienen vivo, muy vivo, su folclore, con la pequeña diferencia de que nuestras jaranas, en las vaquerías, no son cantadas en el idioma maya, sino en el español. Oaxaca y Michoacán todavía lo hacen en su idioma original.
El público esta de plácemes. Convocan a la vocalista del Tata Vasco a compenetrarse aún más en su tarea musical.
Solitario, caminando lento, como analizando al público del evento, hace su aparición el antropólogo Irving Berlín Villafaña. Se pierde entre las personas que se enmarcan en los arcos del Palacio Municipal.
Mientras escucho, leo un libro sobre la Casta Divina. Esa historia me hace reflexionar acerca de los artistas michoacanos y los nuestros. “Al fin y al cabo son nuestros pueblos los que han estado por encima de las sociedades encumbradas que hemos padecido. Ellas se han desvanecido o desgajado mientras las armonías musicales y cadencias danzables de nuestra población laboral, pervive”. Eso es lo positivo de estos eventos, hermanan a los hermanos, nos dan a conocer la larga vida de las lenguas prehispánicas y la fuerza de las costumbres, que están ahí, entre huaraches, sombreros y telas festivas que conforman la vestimenta del baile popular. Escuchar el purépecha entre sonidos de violines y guitarrones es conmovedor, aguijoneante.
Abandono mi asiento banquetero, escucho fuertes aplausos y voces de enorme agradecimiento. La noche sigue fría, la luna circuncisa, pero hay un fragor en mi alma. Camino hacia mi casa, repensando los años de Mérida como puestos sobre un comal donde se inflan tortillas surgidas de dos manos que moldean la masa.
(Víctor Salas)