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Yucatán

Anécdotas que no olvidamos y que gozamos recordar

Ariel Sánchez Gómez

La vida está llena de anécdotas, unas buenas y otras malas, pero al final todas nos enseñan y nos dejan experiencias que nos sirven para construir nuestro futuro. Lo admirable de nuestro cerebro, es que gusta de guardar lo placentero, lo agradable, el disfrute, lo divertido, los buenos momentos; y lo que nos causa dolor, tristeza o nos lastima, allí lo deja, en lo más hondo de nuestra mente, y se niega a repetirlo.

Con esa sensación de que todos nos pasemos gratos momentos, les contaré algunos que no puedo olvidar por lo bien disfrutados.

Un día recorría el centro de Mérida con mi hijo, buscando buenos precios para poder comprar 15 mil juguetes para repartir para el Día del Niño, como todos los años se hacía y los cuales me encargaban adquirir por mi experiencia como maestro para saber cuáles podrían gustarles a los infantes. Como una manera de reparar mi ausencia en el hogar y no estar siempre con mi hijo, que ya tenía 8 años de edad, cada vez que tenía oportunidad le compraba un regalito pequeño, cosa que yo nunca pude disfrutar en mi infancia, por lo cual él tenía ya lo suficiente para divertirse.

Estando en una gran tienda de juguetes a mayoreo y recorriendo la misma y haciendo la selección, mi hijo me pedía que le comprara una bolsa de canicas, pero yo le decía que no porque tenía varias, las cuales se encontraban en el fondo de una caja de cartón; pero él insistía y, al llegar a la caja, donde pagaría lo adquirido y en donde se encontraba un buen número de personas enfiladas; el niño me dice con voz fuerte: “¡por favor, papá, cómprame unas canicas, yo nunca he tenido unas, solo juego con bolitas de desodorante!”.

¡Imagínense las miradas de todos! Claro que tuve que comprárselas, con toda la pena del mundo.

En otra ocasión, mi mamá mandó a mi hija la mayor a buscar un poco de leña al patio para prender el fogón y calentar agua, pero ella, viendo que donde estaba el lavadero de su abuelita había un bajareque medio suelto, se le hizo fácil moverlo y quitarlo, lo que propició que todo se derrumbara; todo esto lo había presenciado mi hijo pequeño, que tenía ya 9 años de edad. Mi hija inmediatamente se dirigió a él y le pidió “¡por favor, hermanito, no le digas a abuelita quién lo hizo!”. Cuando mi mamá preguntó qué había pasado, mi hijo respondió que no podía decirlo, pero que sólo le mencionaría que la que lo realizó empezaba su nombre con “Glen” y terminaba con “dy”, o sea, el nombre de mi hija.

Cuando tenía la edad de 10 años, estudiando la primaria en el barrio de Sisal aquí en Valladolid, a escasas cuatro esquinas de mi casa, todos los días a la hora del recreo nos permitían ir corriendo a desayunar, por lo que salíamos corriendo. Mamá nos preparaba los famosos encamisados de huevo, con atolito o refresco de naranja, tamarindo, sandía, etc. En una de esas mañanas, muy adelantado de todos los demás, en el camino, en la puerta de una casa donde había una enorme piedra tallada en el que la gente se sentaba a descansar, observé que había mucho dinero en billetes tirados; volteé a ver si se le cayó a alguien, pero no se encontraba ningún alma. Recogí unos pocos y corrí hasta llegar a la casa a contárselo tal cual a mamá, la cual me dijo que si lo había robado, me castigaría muy fuerte, como sucedía en aquellos tiempos; e, inmediatamente, me acompañó mi hermano mayor, comprobando lo dicho, pero ya no existía nada del dinero y tampoco se veía a persona alguna. Nunca nadie preguntó, ni comentó nada y muchos dijeron que era mi suerte y la desperdicié.

Acostumbraba ir a visitar a mi cuñada que vivía en un terreno muy grande allá por detrás de la escuela primaria del barrio de Sisal y lo que más disfrutaba era irme a recorrer el espacio donde tenían muchos árboles frutales de temporada; en esa ocasión estaban produciendo guaya de la local, pero la mata más cargada y sabrosa estaba en el terreno de al lado y, sin decirle a nadie, me subí casi a cinco metros y me encaramé a saborearlas hasta saciarme, como lo hacíamos todos los niños que nos trepábamos al caimito, a la ciruela, al mango, al zaramullo, etc. Al querer bajarme del árbol, no me aseguré bien y resbalé, cayendo al suelo desde esa altura; como son plantas muy frondosas, creo que las ramas fueron amortiguando mi caída hasta azotar en la tierra, que sin exagerar estaba llena de piedras y que hoy también entiendo que quizá la gran capa de hojas caídas, amortiguó el golpe, el cual fue de espaldas. Como pienso que me quedé sin aire, allí estuve tirado viendo hacia el cielo sin moverme, pensando un sinfín de cosas y no sé por cuanto tiempo; me decía que quizá había muerto ya, que me buscarían y nunca me encontrarían, que me comerían los zopilotes y que mi familia sufriría mucho, me arrepentía de haber entrado sin permiso y sin comunicárselo a alguien y eso me aterró bastante, por lo que de repente me puse de pie de un salto y no paré hasta llegar a mi casa. Cuando entré, mi madre, que estaba siempre costurando ropa, me vio lleno de raspones y sangre y me preguntó qué había pasado… ya saben, le conté y, como todo esto acaba, me dieron un buen castigo con su agregado cinturón.

Habíamos llevado a nuestros hijos a visitar el Zoológico de Mérida, lo cual siempre les ha encantado: ver a los animales, subirse al trenecito, comer un helado, etc. Al ir recorriendo caminando, platicando de todos los animales y contestando las preguntas que nos hacían por nuestra hija mediana, que siempre ha sido muy interesada en saber lo que observa, nos dijo que cómo se llamaban los perritos negritos y pelones que allá se encontraban, le dije que eran los perritos xoloitzcuintles, perro mexica o azteca, dicen que eran brujos y curaban y era considerado un Dios y que otras investigaciones hablan de que los criaban y se los comían. Pasada la mañana y regresando a Valladolid, mi hija pregunta de nuevo, ¿papá cómo se llamaban los perros que se comen? Lo cual había olvidado, sin que me dé tiempo de contestarle, mi hijo pequeño –que quizá no escuchó la explicación– le contestó inmediatamente: “¡ay, hermana, cómo no vas a saberlo! Se llaman perros calientes o hotdogs, siempre los comemos”.

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