Pedro de la Hoz
Estrenada en Praga el 6 de septiembre de 1791, La clemencia de Tito legó algunas de páginas memorables en la proyección lírica de Mozart. Suele contrastarse con La flauta mágica, sin duda una obra maestra, puesto que Mozart interrumpió su escritura para responder al encargo, pero con el tiempo las aguas han tomado su nivel y nadie subestima ya La clemencia de Tito, aun cuando falta mucho para darle su lugar.
Seleccionar esta obra para subir a las tablas del Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso es de por sí un hito, como lo es también abrir espacio a La fille du regiment, que tuvo su primera representación en la Ópera Cómica de París en 1840 y llegó a La Habana hace apenas unas horas por el Teatro Lírico Nacional, bajo la dirección de maestro Giovani Duarte y con dirección teatral del joven cineasta Luis Ernesto Doñas, quien en los últimos meses ha desarrollado un intenso aprendizaje en Italia.
Vayamos a La clemencia… Paradoja feliz entre lo que entonces se consideraba una “ópera seria” y el carácter de la música, hermosamente ornamentada en arias como “De se piacer”, “Parto parto”, y “Tu fosti tradito”. Vale la pena escuchar la obra de arriba abajo y seguir sus entresijos: el punto de partida se basa en los celos que Vitellia, hija del antiguo emperador Vitellio, siente de Tito, el actual emperador, al saber que se quiere casar con una reina egipcia. Entonces Vitellia le pide a su enamorado Sesto que mate a Tito, a pesar de que son amigos. Por otra parte Annio, amigo de Sesto, pide a este la mano de su hermana Servilia. Tito, que ha abandonado la idea de la princesa egipcia, ahora también solicita a Servilia. Sin embargo, cuando esta le habla de su amor por Annio, el emperador se retira. Mientras, Vitelia sigue queriendo la muerte de Tito, hasta que ella es la elegida para esposa, entonces la dificultad está en parar la conspiración para que Tito no muera. Este sobrevive, Sesto no acusa a Vitellia y es declarado culpable, pero Vitellia confiesa su parte de culpa, sin embargo y a pesar de todo, tal como sugiere el título, la clemencia de Tito hace que el perdón llegue para todos. La cuestión para el espectador de nuestra época pasa por ser clemente con un argumento tan rocambolesco, escrito por Caterino Tommaso Mazzolá, quien a su vez recuperó un texto del librerista de moda, Pietro Metastasio.
Mozart compuso la ópera en apenas tres semanas. Las arias, dúos y cantos grupales no llegaron a conmover a la emperatriz María Luisa, quien estigmatizó la obra al decir que era “porquería alemana”. ¿Lo diría por Mozart y los libretistas, pese a que la lengua utilizada es el italiano? María Luisa quedó aislada; la ópera gustó en Alemania y Austria y solo un cambio de época al principio del siglo XIX hizo mermar su arraigo, un declive aún no superado en nuestros días.
Por ejemplo, al representarse en la primavera pasada en la Metropolitan Opera House, de Nueva York, la prensa volvió con el sambenito de que era “la ópera menos querida de Mozart”. The New York Times reseñó la función con acritud, al referirse a “un auditorio bostezando con asientos vacíos”. Decía la crítica que “el elenco no tenía la culpa. Con la ferozmente empática mezzo-soprano Joyce DiDonato como Sesto, un papel de fuste, este renacimiento puso su argumento en la rehabilitación del trabajo por motivos musicales”.
“Pero al reciclar la puesta en escena rococó de Jean-Pierre Ponnelle de 1984 –señaló el diario– el Met perpetuó el prejuicio contra un trabajo dramáticamente irrelevante. Hubiera sido más honesto dejar que los cantantes usen su propia ropa y lo llamen una producción de concierto”.
Mejor suerte corrió la puesta en escena de La Ópera de Los Ángeles que por las mismas fechas presentó su primera producción de La clemencia de Tito. Las funciones en el Pabellón Dorothy Chandler colocaron la ópera de Mozart en manos de James Conlon, un director de orquesta listo para compartir sus nuevas ideas. La compañía reunió a un elenco estelar liderado por el tenor Russell Thomas como el benevolente emperador Tito, una producción visualmente impresionante dirigida y diseñada por Thaddeus Strassberger, con disfraces opulentos de Mattie Ulrich y proyecciones de fondo de pinturas clásicas de Greg Emetaz.
La primera puesta en escena estadounidense de La clemencia de Tito no tuvo lugar hasta 1952. Y aunque ahora se registran entre 18 y 20 producciones al año en todo el mundo, todavía las estadísticas la colocan por debajo de otras óperas mozartianas.
El teatro no se concibe en estos tiempos sin una visualidad espectacular estrechamente vinculada, claro está, con los contenidos escénicos-musicales. En La clemencia de Tito versión cubana pesó la revisión dramatúrgica del libreto original por Norge Espinosa, la imaginativa puesta de Carlos Díaz, uno de los más brillantes y poco rutinarios directores cubanos de las tres últimas décadas, y el diseño de vestuario encargado a la maestra Celia Ledón; el acompañamiento y doblaje de las acciones por bailarines, propuesta cuajada del coreógrafo Norge Cedeño, y la distribución de personajes y músicos en dos niveles escenográficos visibles –las túnicas de la orquesta y la desnudez de los pies de los instrumentistas, más que Roma, me recordó algún rito nigeriano, reforzado por la introducción en la banda sonora de Guaguancó, del cubano Guido López Gavilán. Se comprenderá el vuelo innovador de la ópera y sus tintes caribeños.
Por último, al menos de momento, no debo obviar otra realidad promisoria. La clemencia de Tito implicó a los músicos de la orquesta del Lyceum Mozartiano de La Habana. Se acabaron, al fin, las parcelas. La escena lírica nacional tendrá que estar abierta a todos los talentos, sensibilidades y posibilidades de producción. Y a todos los directores musicales con capacidades evidentes como José Antonio Méndez Padrón.