La sien
Ese martes no hubo más olor de manzanilla en la casa porque ella no preparó té. Se levantó, entró a la cocina, tomó un poco de agua tibia y se sentó en la sala, sin hablar. No miraba, no era capaz de encontrar a ninguno de los rostros que esperábamos nos dijera alguna cosa. En cambio, se tiró al suelo y se puso a gatear. Iba y regresaba de las habitaciones, la cocina... y hasta se metió al baño en una ocasión.
Mi papá y tía la perseguían y la regresaban al sofá. Cuando papá la cargaba, ella hacia rabieta, lloraba, lanzaba patadas y manotazos para fastidiar a su hijo y que este, agotado, la regresara al suelo. Papá fue constante, pero al final se resignó, y tan sólo se propuso vigilarla para que no se metiera a la boca alguna cosa del suelo, o no introdujera sus manos en los contactos de electricidad.
Recuerdo oír a mi tía Micaela llorar y decir “¿cómo es que llegó a esto. Yo sabía la respuesta a la interrogante de mi tía. Admito que siempre me asustó cuáles serían las consecuencias de aquello que mamá Candy hacía por las noches. Pero parecía aliviarla tanto, se miraba tan en paz cada una de las veces, que preferí quedarme callada.
El fin de semana en el cual lo descubrí, nos habíamos quedado solas. Yo ya estaba de vacaciones en la universidad, y la tía Micaela se había ido a un retiro de la iglesia. El sábado en la mañana fuimos al mercado. Me puse muy feliz cuando agarró el apio, pues ella sabía preparar una crema deliciosa, elaborada con ese vegetal. Lástima que en la fila para pagar, nos encontramos a la hija mayor que su primer marido tuvo con la mujer por la cual la abandonó.
La verdad es que yo nunca la había visto, y creo que ella nos sabía quiénes éramos. Desde que mi abuela la vio su semblante se hizo como una crisálida destruida. Se quedó callada hasta que, rumbo a su casa, me atreví a preguntarle quién era ella. El nombre, Eloísa, salió de su boca temblando, como si el conjunto de esas letras realmente le trituraran lo garganta, la lengua, y algo intangible, remoto, dentro de ella. Tras decírmelo, cambié el tema de conversación. Yo sabía bien, a través de los relatos familiares, quién era Eloísa.
Mi tía Micaela, la única hija que mi abuela tuvo con su primer esposo, la conoció poco antes de la muerte de su padre, pero nunca logró entablar con ella un puente de unión real, más allá del que tenían implícitamente por sangre. De modo que ya en la casa, mamá Candy pasó la tarde recostada, mirando el canal de telenovelas. Yo me quedé preparando la comida, resignada a que ya no comería la crema de apio, pues sólo mi abuela sabía cocinarla con sabor a gloria. La tarde transcurrió silenciosa, mamá Candy sólo se comunicaba para lo indispensable.
No fue sino hasta que acabó la telenovela de las 9 de la noche, que me dijo que tenía mucho dolor de cabeza. Le di un analgésico y me quedé un buen rato oyendo la sutiliza con la que hacia su rutina previa a dormir. Oí los cajones de su habitación abrirse y cerrar, el tarareo tenue de canciones añejas... nada parecía anormal, hasta que todo se interrumpió por un estrépito inaudito.
Corrí hasta su habitación, pensando que quizá se había tropezado y lastimado, que algo había explotado. Tenía pánico de encontrar su cuerpo en retazos. Empujé la puerta que no estaba cerrada y la miré, intacta, frente al espejo de su tocador. No me notó. Entonces me di cuenta del porqué del escándalo previo. Arriba de su oreja había un hueco del que salía un olor a césped marchito.
No había ningún rastro de violencia, sangre o piel agrietada. Más bien, parecía que, en un acto de misericordia, la sien de mamá Candy abrió sus puertas. Pero ¿por qué el ruido insoportable? Pensé que no tenía sentido. Sin embargo, tras unos minutos más observando a mamá Candy, lo entendí.
De manera dulce, metió su mano hasta el fondo de su sien. Tanto así, que la mitad de su brazo entró por el hueco en su cabeza. Sacó de ahí lo que parecía una hoja tiesa, con forma similar a un cuchillo. Se quedó observándola unos segundos, la apretó fuerte hasta que se deshizo. De entre los añicos, voló hasta el espejo una imagen, al principio difusa, que formó el rostro de Joaquín, el primer marido de mi abuela.
No era un rostro amable, sus líneas parecían los surcos de una pared derrumbada. Se movía sutil, con una serie de expresiones que hicieron tiritar y llorar a mi abuela. El rostro de ceniza se carcajeaba sin compasión, retaba, amenazaba... Ella cerró los ojos y, al abrirlos, la cara plomiza comenzó a desaparecer. Después, la miré sonreír.
El abismo de su sien cerró de prisa, y un olor a manzanilla inundó la habitación. La vi acostarse en la cama, cerrar los ojos mientras una sonrisa ligera se le dibujó. Apagué la luz, cerré la puerta y me fui a dormir. Al día siguiente, casi a la misma hora, el sonido estratosférico volvió: un poco menos intenso, aunque más ácido. En esta ocasión la puerta sí estaba cerrada. No importó.
Sin vergüenza, entré a la recámara. En frente del espejo, y consciente de mi presencia, hundió casi en su totalidad el brazo izquierdo en la gruta hacia su memoria. Sacó varias hojas idénticas a las del sábado, si acaso con pequeñas variaciones de tamaño y color.
Una se convirtió en el rostro de su padre, la otra, fue ella en una sala de hospital, tapizada de moretones; uno más de sus bailes de jarana, y el último, en un libro de poesía roto de Antonio Machado. Cuando el último recuerdo deshecho se esfumó, caminó hasta mí, me dio un beso y se durmió sin contratiempo.
Mi tía regresó el lunes, pero yo me ofrecí a quedarme con ella el resto de mis días libres. Cada noche el proceso se repetía, eso sí, el ruido parecía ser menos fuerte cada vez. No entiendo por qué me tía nunca lo escuchó; tal vez porque se duerme muy temprano y con la radio encendida.
A través de las imágenes que arrojaba desde su cabeza expuesta, descubrí cosas de ella que nadie antes me contó. Adrede le hacía preguntas inocentes a mi tía para sacar información sobre lo que hubiera visto la noche anterior. Un jueves, por ejemplo, de la sien de mi abuela emigró un ramillete de gerberas rotas.
En la mañana del viernes, llevé del mercado un par de esas florecitas. Mi tía me pidió que las tirara. Me enteré, tras eso, que mi abuelo le llevaba esas flores a mamá Candy después de darle una cachetada o jalón de cabello. Finalmente, las gerberas pasaron de ser sus favoritas, a las que más odiaba. No volvió aceptarlas nunca más.
Así vi pintarse en el espejo, para luego deshacerse, múltiples fi guras, rostros, lugares, nombres, escenas. Vi pasar la vida de mi abuela como quien mira una función de cine. El ritual de la noche dejaba ver sus estragos durante el día. Por ejemplo, Mamá Candy dejó de cantar, pues ya no recordaba las letras de las canciones. Primero dejó ir las de José Alfredo Jiménez, Roberto Carlos y, hasta lo último, las de Rocío Dúrcal. Ya no sabía cómo ir al mercado, al parque, a la casa de doña Elena para jugar dominó.
Cuando recordaba un camino de ida, olvidaba el de regreso. Lo siguiente fue cambiar los nombres. Alberto, su hijo, era Joel, como su hermano. Yo me llamaba Micaela y mi tía algunas veces fue Guadalupe, Mercedes, Cristal. Los objetos también pasaron de ser una cosa a otra. La silla se llamaba patio, el jardín automóvil, las flores soledad y las ventanas tortillas.
Su lenguaje se convirtió en algo como poesía accidental. Un día antes de que se pusiera a gatear por toda la casa comenzó a decir nombres que nadie reconocía. Sostenía pláticas al aire, sin aparente destinatario. Tal vez pensaba que la pared tenía vida; o quizá se dirigía al recuerdo de esos nombres extraños para todos, menos para ella.
Alguna vez estuve tentada a interrumpirla por las noches, pero nunca supe cómo. Nunca me atreví. De algún modo, supuse que para olvidarse del dolor, la consecuencia inevitable era llevarse con él todos los eslabones de una memoria, hasta dejarla en su versión más primitiva.
Hasta que ella ya no fuera ella. En la noche de aquel martes, cuando por fin se había quedado dormida tras gatear y luchar contra la persecución que le hacían mi papá y tía, llegó el médico. No quiso despertarla, así que nos dejó un frasco con pastillas, para que, de ponerse violenta, se las diéramos y pudiera descansar.
Antes de irse nos dijo: no hay mucho que hacer cuando la memoria no quiere seguir. Fue una frase contundente que nos derribó a todos. Ella se iba, sin que su cuerpo emigrara. Las pastillas no fueron necesarias, pues el miércoles mamá Candy ya no abrió los ojos. Curiosamente, en la noche del martes no hubo explosión. Pero sí fui a verla mientras dormía.
Su habitación estaba inundada con un aroma a manzanilla y su cuerpo yacía sobre la cama con una respiración alegre. La tomé de la mano, despacio, y su sien se abrió para darme una flor de mayo. Me puse frente al espejo para ver si ocurría algo. Nada pasó.
Me fui a dormir con la flor entre mis manos y preguntándome cuál sería el sonido adentro de esa memoria drenada con furia y sutileza en conjunto.
Desperté después de oír una ligera explosión, capaz de levantar sólo a mi consciencia. Pude percibir cómo algo se movía dentro de mi mente, como si mi sangre danzara al compás de las olas de un mar sacudido por Dios. La piel de mi sien se abrió sin causarme molestias. Por el contrario, fue como esas ocasiones en las que un beso abre la esperanza.
Puse lentamente mis dedos junto a la sien. Parecía la entrada a un edificio sin final. La flor de mayo, entonces, comenzó a moverse. Para calmarla, la acerqué a mi sien. Dejó, en ese instante, de temblar. La introduje por el hueco en mi cabeza y la sentí caer hacia las entrañas de mi memoria.
La apertura en mi cabeza se selló de inmediato: dormí entonces con tristeza, pero atiborrada de una profunda paz y olor a manzanilla.
El pantalón café con rayas
Sé que él siempre renegó de mí. Quiso alejarme a toda costa: mentó la madre, rezó, rogó... incluso me enteré de que se hizo una limpia. No sé con exactitud cómo llegué a su vida. Eso sí, el día en que lo conocí se molestó mucho conmigo porque me puse una de sus camisas, de tela azul cielo muy tersa, y su pantalón café con rayas.
Tenía también una pulserita de oro tirada por ahí, pero no me dejó ponérmela. Cuando la recogí, y estaba ya casi colocándola en mi muñeca, se me echó encima, furioso como sólo él sabe serlo. Me arrebató la joya y me dio una patada fuerte como huracán enfrascado «órale, pendejo, no te estés robando mis cosas»; dijo, para ordenar después que me quitara su ropa, pero no lo obedecí y tampoco hizo nada al respecto.
Desde entonces nos frecuentamos con regularidad. Normalmente llegaba a su lado y escuchaba el llanto de su mujer, siempre flaquita, baja, con ojos grises que retumbaban como quejido de murciélago. Tenía también un hijo, al que oí pocas veces discutir con él, pero que observé constantemente tembloroso y, al mismo tiempo, rígido ante la compañía de su padre. Era como una lata que se sacude: puedes sentir cómo adentro algo está azotándose, pero por fuera no logras observar ni un hálito de marea.
Hoy, durante su funeral, ni la viuda ni su primogénito se acercaron a saludarme, pese a que estuve junto al ataúd desde que lo trajeron al velatorio, moviéndome, cuando mucho, para cambiar mi postura y no quedar igual de tieso que él. El que sí me saludó fue uno de los guardias del lugar. Ya tenía rato observándome, hasta que se animó a preguntarme qué parentesco tenía yo con el difunto.
Le dije que la mera verdad no sabía, y le expliqué que ni siquiera entendía cómo es que de pronto estaba junto a él. Lo peor es que siempre para presenciar su mal genio o llanto. ¡Sí! Porque así machote como le gustaba mostrarse, a veces se daba cuenta de sus pendejadas y lloraba horrible.
La primera vez que le contó de mí a su esposa fue justo una noche en la cual la había agarrado a golpes. Ella tenía poco más de 20 años y estaba embarazada de su segundo hijo que no llegó a nacer. Todavía soy capaz de olfatear su habitación plomiza, con un aroma entre naranja dulce, humo... y él chillando en un rincón. Cuando volteó y se dio cuenta de que yo estaba ahí, mirándolo sin saber cómo reaccionar, se levantó de manera abrupta, se acercó y gritó que me largara mientras me miraba fijamente a los ojos.
Salió corriendo de su cuarto, llegó donde su esposa, que estaba recostada en la camita de la recámara del niño, con la cara todavía hinchada por las lágrimas. Le pidió perdón a bramidos tan recios que su pequeño se despertó asustado, y distinguir entre el llanto de uno u otro era complicado.
Al final, y como último recurso para que lo disculparan, me echó la culpa a mí de su desmadre. Ella entró en un secuestro del cólera y le gritó una frase contundente. Lo digo así porque él lloró todavía más, peor que en ocasiones similares, aunque no recuerdo las palabras de las que su esposa se valió.
Esa noche oí los crujidos de las cosas materiales que azotaron, pero también de las que no se tocan, que estaban todavía en más añicos. Eso sí, al día siguiente, ella le preparó el desayuno como si nada. Me acuerdo perfecto.
Yo estaba junto a ellos experimentando una sensación -me parece- de hambre angustiosa. Ese cabrón nada más me miró con una sonrisa burlesca y con ojos abiertos como alcantarilla, mientras su mujer le daba un plato repleto de huevos con tomate y una caricia leve en su espalda sin camisa.
En su velorio hubo un momento, poco antes de que lo llevaran a cremar, en el que su hijo se paró unos minutos a observar la caja donde reposaba su progenitor. Su mirada estaba agrietada; pero descifré que su verdadero problema era no poder llorar como se supone que hay que hacerlo con un padre.
Pensé que esa era la oportunidad para darnos el mutuo pésame, pero no ocurrió, y no tuve más chance porque sólo en ese lapso se paró junto al cuerpo. Sin embargo, antes de irse de nuevo con su madre, se paró a conversar con el guardia, el mismo que me interrogó antes a mí.
Lo que más me llamó la atención fue cuando mostró sorpresa al ver que lo enterraron con su camisa azul, los pantalones cafés y la pulsera de oro ya oxidada. No sé por qué el impacto, si él siempre recalcó que quería llevar ese atuendo el día de su muerte.
Cuando el hijo expresó sorpresa ante el guardia, este se me quedó viendo muy descarado, ¡nada más porque yo estaba vestido igual!; al menos esa plática fue la razón por la cual logré desenterrar las memorias jodidas que llevaba rato aguantándome (olvidadas, a lo mejor, por pura necesidad).
?Esa ropa ya está desgastada. ¿Era muy especial para él? ?Interrogó el guardia.
?Pues no sé si era especial. Cuando llegó del gabacho, después de dejar sola a mi mamá en mis primeros años de vida, contaba que un fantasma lo perseguía desde entonces. ?contestó dejando escapar una sonrisita cansada.
? ¿Y eso por qué tenía que ver con la ropa?
?Ah, es que supuestamente ese fantasma, la primera vez que se le apareció, se puso esa misma ropa sin permiso, y hasta la pulsera que trae ya toda podrida, se la iba a robar. ... ¡pero él no lo dejó!
?Entonces, ¿todo es un emblema de su victoria?
?Más bien me parece emblema de sus mamadas ?sentenció el tipo con el rostro inexpresivo y se fue a sentar junto a su madre, quien parecía ser la única que había llorado algo al hombre, ahora cadáver.
Precisamente esa última palabra me llevó a mí otra vez a aquel día en el cual le confesó mi existencia a su mujer. Sus palabras contundentes fueron entonces un recuerdo atascado que llegó a causarme turbulencia. En la escena de antaño, él estaba de rodillas enfrente de ella. Con su cara sobre el regazo, le explicó:
?Mi vida, creo que me estoy volviendo loco. Ya desde hace tiempo que un fantasma me persigue. Desde que regresé del otro lado. ¡Ya no sé qué hacer! ¡Pierdo la cabeza! ¡Me desquicia! Entiéndeme, ayúdame...
Ella se paró furiosa de la cama en desorden y lanzó un muñequito de superhéroe que tenía en la mano derecha. Su rostro estaba desarticulado y los ojos eran una plasta. Gritó: “A ti lo único que te persiguen son tus mamadas, ¡a donde sea que vayas, maldito!”.
La habitación fue puro llanto: de ella, incrédula; de él, supuestamente arrepentido; del niño, que todavía no se rendía al querer pasar noches de sueño pacíficas. Y quizá un poco del mío, ante la incertidumbre.
Cuando lo llevaron a cremar me paré junto a su esposa, a quien de algún modo también sentía mía, y por primera vez me observó sin recato directo en las pupilas. No entiendo todavía por qué se puso a llorar de la forma más escandalosa en que alguna vez la oí (y eso que fueron prácticamente todas en las que estuve a su lado). No me dijo nada, pero por fin, en años, se atrevió a mirarme, o por lo menos a dejarme saber que lo hizo.
Ya cuando aquel era pura ceniza, me animé a colocar mi mano encima de la cajita con su cuerpo reducido, y que cargaba -ahora en total silencio- la viuda. Mis pies se arrastraban sin vergüenza, sujetando toda la resignación y desencanto que me caracterizan.
Antes de salir del lugar, el guardia me interrogó de nuevo para preguntarme a dónde iría después del velorio. Le fui honesto y respondí: “Al panteón de la Juan Pablo, pues ahí es a donde se lo llevan a él”. Me miró con evidente lástima, deseando que me fuera bien, y hasta ofreció ir a visitarme un día venidero.
Agradecí sus palabras y me encaminé hacia la salida para irme a existir junto a sus huesos calcinados hasta no sé cuándo. Miré la espalda encorvada y reducida de la esposa... sentí ganas de abrazarla y pedirle perdón, pero no me atreví.
Me marché sin decir adiós a nadie más, pensando que tal vez un día algo como la muerte se apiade de mí y me lleve también. Quizá él y yo nos reencontremos y sonriamos como nunca se pudo. No pierdo la esperanza de descubrir en su rostro, y el mío, aquella expresión a la que llaman felicidad.
Síguenos en Google News y recibe la mejor información
CC